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Los celajes

Santiago Gil

Resulta paradójico, pero a medida que vamos creciendo nos vamos alejando cada vez más de las nubes y del cielo azul que nos ha acompañado en cada una de nuestras pequeñas aventuras sobre la tierra. Cuando éramos niños estábamos más cerca del cielo porque teníamos más tiempo para mirarlo, o por lo menos para mirarlo con ojos más limpios y mente más volandera y cómplice con los sueños. A partir de una cierta edad podemos estar varios años sin mirar a los celajes, o si lo hacemos casi no nos enteramos de que lo estamos haciendo. Antes, cuando nos tiráramos en cualquier descampado a mirar hacia arriba podíamos estar descubriendo animales y caras en las nubes durante horas. Uno también sabía que en todo momento estaba el cielo azul sobre nuestras cabezas. Nos protegía y nos hacía sentir como en casa en cualquier parte. A lo mejor ahora, de una forma inconsciente, todavía nos sigue sirviendo para asentar nuestro concepto de patria, ese lugar de cualquier parte del planeta en el que brille un sol parecido al de nuestra infancia. No era yo de los niños meapilas que estaban buscando a dios todo el rato en las alturas. Para mí el cielo era sinónimo de seguridad, una especie de parapeto que te podías llevar a todas partes. Ahora trato nuevamente de mirar durante horas las formas caprichosas de las nubes, o el brillo que tiene el cielo según las horas del día o la posición desde donde lo observemos. No tengo la capacidad de abstracción ni la imaginación de cuando era niño, pero sí que me tranquiliza comprobar que hay cosas que no cambian, y que en principio tampoco cambiarán cuando ya no estemos nosotros. Bueno, quizá si no reaccionamos a tiempo y nos tomamos en serio lo del cambio climático y los atentados diarios que estamos cometiendo contra la naturaleza – que como todo lo bello es frágil- un día de éstos hasta nos cargamos el color del cielo, o el propio cielo. Pero de momento permanece azul cuando uno precisa mirarlo para poner los pies en el suelo. Otra paradoja: la necesidad de mirar al cielo para poner los pies sobre la tierra. Sin embargo, vernos tan pequeños y tan poco trascendentes nos ayuda a tomarnos la vida con menos agobios y menos angustias existenciales. Mirarnos el ombligo, en cambio, sólo nos vuelve cada día más mamarrachos y patéticos. Ahora mismo me puedo dejar llevar por el azul intenso del mediodía. Un reactor ha dejado la misma estela blanca que nos asombraba desde el patio del colegio o encaramados a cualquier árbol en el que convivíamos con pájaros sin nombre que nos miraban asombrados y pendientes todo el rato de nuestras escaramuzas con el tirachinas.

Todos se empeñaban en alejarnos del cielo, sobre todo en el colegio, donde no había escape mejor que mirar por la ventana soñando otros mundos mientras de fondo escuchabas el guineo de las tablas de multiplicar o cualquiera de aquellas poesías cursis que nos obligaban a memorizar para escarnio de la propia poesía. Generalmente te despertaba de tu sueño escapista un vozarrón indignado o un golpetazo que te hacía volver sobre la marcha a la casposa y aburrida realidad de las aulas colegiales. Es una pena que nos eduquen alejándonos tanto de los celajes de la imaginación. Desde ese despertar sobresaltado nos empiezan a robar parte de unas esencias que con mucho esfuerzo, y valiéndonos de lecturas, vivencias, canciones y amores, uno trata de volver a recuperar el resto de su vida. Pero sólo nos volvemos a aproximar al temblor de aquellos sueños y a la capacidad de descubrir mil formas sugerentes. Ya sabemos, por ejemplo, que las nubes no son de algodón, y que ese azul que vemos no es azul ni se puede tocar con las manos por mucho que uno suba y se empeñe en fundirse con él. La física, la química, los aviones que nos llevan de una punta a otra del planeta, y nuestro empirismo cada día más tecnológico se empeñan en alejarnos de aquella sensación de plenitud que encontrabas cuando te tendías entre la hierba y mirabas alelado durante horas las formas cambiantes y proteicas del cielo y de las nubes. Había un vértigo que ahora sería incapaz de describirlo con palabras, una especie de caída en otra dimensión que sólo estaba al alcance de nuestros ojos casi vírgenes de patetismos y desvergüenzas. Era un universo de sueños que sólo era posible descubrir a través de aquellas pequeñas miradas efímeras. El azul que desde entonces buscamos como locos entre los escasos resquicios que nos van quedando del paraíso.

Enero de 2007.

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