Resulta paradójico, pero a medida que vamos creciendo
nos vamos alejando cada vez más de las nubes y del cielo azul que nos ha
acompañado en cada una de nuestras pequeñas aventuras sobre la tierra.
Cuando éramos niños estábamos más cerca del cielo porque teníamos más
tiempo para mirarlo, o por lo menos para mirarlo con ojos más limpios y
mente más volandera y cómplice con los sueños. A partir de una cierta edad
podemos estar varios años sin mirar a los celajes, o si lo hacemos casi no
nos enteramos de que lo estamos haciendo. Antes, cuando nos tiráramos en
cualquier descampado a mirar hacia arriba podíamos estar descubriendo
animales y caras en las nubes durante horas. Uno también sabía que en todo
momento estaba el cielo azul sobre nuestras cabezas. Nos protegía y nos
hacía sentir como en casa en cualquier parte. A lo mejor ahora, de una
forma inconsciente, todavía nos sigue sirviendo para asentar nuestro
concepto de patria, ese lugar de cualquier parte del planeta en el que
brille un sol parecido al de nuestra infancia. No era yo de los niños
meapilas que estaban buscando a dios todo el rato en las alturas. Para mí
el cielo era sinónimo de seguridad, una especie de parapeto que te podías
llevar a todas partes. Ahora trato nuevamente de mirar durante horas las
formas caprichosas de las nubes, o el brillo que tiene el cielo según las
horas del día o la posición desde donde lo observemos. No tengo la
capacidad de abstracción ni la imaginación de cuando era niño, pero sí que
me tranquiliza comprobar que hay cosas que no cambian, y que en principio
tampoco cambiarán cuando ya no estemos nosotros. Bueno, quizá si no
reaccionamos a tiempo y nos tomamos en serio lo del cambio climático y los
atentados diarios que estamos cometiendo contra la naturaleza – que como
todo lo bello es frágil- un día de éstos hasta nos cargamos el color del
cielo, o el propio cielo. Pero de momento permanece azul cuando uno
precisa mirarlo para poner los pies en el suelo. Otra paradoja: la
necesidad de mirar al cielo para poner los pies sobre la tierra. Sin
embargo, vernos tan pequeños y tan poco trascendentes nos ayuda a tomarnos
la vida con menos agobios y menos angustias existenciales. Mirarnos el
ombligo, en cambio, sólo nos vuelve cada día más mamarrachos y patéticos.
Ahora mismo me puedo dejar llevar por el azul intenso del mediodía. Un
reactor ha dejado la misma estela blanca que nos asombraba desde el patio
del colegio o encaramados a cualquier árbol en el que convivíamos con
pájaros sin nombre que nos miraban asombrados y pendientes todo el rato de
nuestras escaramuzas con el tirachinas.
Todos se empeñaban en alejarnos del cielo, sobre todo
en el colegio, donde no había escape mejor que mirar por la ventana
soñando otros mundos mientras de fondo escuchabas el guineo de las tablas
de multiplicar o cualquiera de aquellas poesías cursis que nos obligaban a
memorizar para escarnio de la propia poesía. Generalmente te despertaba de
tu sueño escapista un vozarrón indignado o un golpetazo que te hacía
volver sobre la marcha a la casposa y aburrida realidad de las aulas
colegiales. Es una pena que nos eduquen alejándonos tanto de los celajes
de la imaginación. Desde ese despertar sobresaltado nos empiezan a robar
parte de unas esencias que con mucho esfuerzo, y valiéndonos de lecturas,
vivencias, canciones y amores, uno trata de volver a recuperar el resto de
su vida. Pero sólo nos volvemos a aproximar al temblor de aquellos sueños
y a la capacidad de descubrir mil formas sugerentes. Ya sabemos, por
ejemplo, que las nubes no son de algodón, y que ese azul que vemos no es
azul ni se puede tocar con las manos por mucho que uno suba y se empeñe en
fundirse con él. La física, la química, los aviones que nos llevan de una
punta a otra del planeta, y nuestro empirismo cada día más tecnológico se
empeñan en alejarnos de aquella sensación de plenitud que encontrabas
cuando te tendías entre la hierba y mirabas alelado durante horas las
formas cambiantes y proteicas del cielo y de las nubes. Había un vértigo
que ahora sería incapaz de describirlo con palabras, una especie de caída
en otra dimensión que sólo estaba al alcance de nuestros ojos casi
vírgenes de patetismos y desvergüenzas. Era un universo de sueños que sólo
era posible descubrir a través de aquellas pequeñas miradas efímeras. El
azul que desde entonces buscamos como locos entre los escasos resquicios
que nos van quedando del paraíso.