Cuando miramos hacia atrás nos las tenemos que ver con
el olvido. Casi siempre nos gana la partida y nos deja aliquebrados y con
la moral por los suelos cuando nos damos cuenta de que no podemos recordar
el nombre de aquel compañero de juegos con el que compartimos muchos días
de aventuras, o cuando se nos ha borrado de la mente un camino o un lugar
del que sólo nos llegan sombras, pequeños retazos casi irreconocibles que
casi siempre acaban confundiéndonos o haciéndonos dudar hasta de nuestra
propia existencia. El pasado, por tanto, tiene el constante riesgo del
olvido, y contra él tenemos que luchar a brazo partido si no queremos
quedarnos amnésicos y sin referencias. Y tampoco conviene enfrentarse
abiertamente a ese olvido del que les vengo hablando: a veces es mejor
parlamentar, llegar a acuerdos y suscribir pequeños pactos en los que
nosotros cedemos a su influjo y renunciamos a algunos momentos ya vividos
a cambio de que él nos deje recuperar de vez en cuando otras vivencias que
ni siquiera recordábamos haber protagonizado.
Ahora, por ejemplo, me gustaría recordar cómo se
llamaban las bolas con pequeñas púas con las que montábamos unas guerras
de campeonato por los barrancos, o cuál era el nombre de aquellas otras
semillas, que venían en vainas como las habichuelas, que cuando las
pisabas dejaban un hedor insoportable alrededor. Huelga decir que éstas
últimas fueron utilizadas mil veces como bombas fétidas en cines, espacios
públicos y otros lugares que es mejor no desvelar no sea que me meta en
algún follón al paso de tantos años. No le pido al olvido que me deje
rememorar su nombre botánico o su referencia científica: me conformaría
con volver a recordar cómo las llamábamos nosotros. Esos nombres, casi
siempre originales, pasajeros e inventados se quedaron en el olvido para
siempre, lo mismo que los nombretes con que nos conocíamos todos entonces,
o los lugares que rebautizábamos en pos de las aventuras, sitios como los
Tres Caballos o las Dos Palmeras en los que jugábamos a imitar a los
héroes de las películas del Oeste de Sesión de tarde o de los Spaghetti
Western que nos ponían en la matiné de los domingos en el cine Hespérides.
Y luego están los nombres de tantas y tantas personas
del pueblo que veíamos por las calles camino de misa o del colegio. Los
nombres, y en muchos casos las caras, las voces y los gestos de aquéllos
que formaban parte de nuestro decorado de la infancia, y sin cuya
presencia nada hubiera sido como fue y como lo vivimos. Supongo que no
queda más remedio que olvidar si queremos acumular nuevos datos en el
magín que nos permitan seguir sobreviviendo, o también pudo ser que
entonces no hicimos ningún esfuerzo por grabar en la zona más protegida
del cerebro nuestros recuerdos: de niño pensamos que todo va a durar
eternamente, y que jamás flaquearán las fuerzas o empezarán a escasear las
neuronas. Yo he olvidado los nombres de muchas caras, de los juegos, y
también de los árboles y de las flores que tan bien conocíamos entonces
gracias a nuestras abuelas o a los más viejos del lugar. Igual que no
sería capaz de resolver una raíz cuadrada tampoco me veo echando mano de
fórmulas que me permitan recuperar lo perdido. De vez en cuando me llegan
fogonazos mientras escribo, y a lo mejor por eso escribimos, para intentar
que en medio de lo que imagina a nuestro cerebro se le escapen datos que
formaron parte de nuestra vida y que ahora el hace, deshace o esconde a su
antojo.
Dicen los que han estado en el umbral de la muerte y
han vuelto a la vida que en ese momento revivimos todo, de ahí que siempre
se diga que lo que se hace en la vida se terminará pagando en el otro
lado. Yo más que en el otro lado creo que se paga en ese viaje postrero,
cuando lo que recordamos nos devuelva la paz de haber sido buena gente y
haber obrado siempre con buenas intenciones, o bien cuando nos encontremos
que en ese recuento final sólo hay mentiras, falsedades y mezquindades.
Por eso conviene no convertirse nunca en un cabrón o un indeseable si no
queremos sufrir un viaje con náuseas provocadas por nosotros mismos. Uno
se consuela pensando que en ese momento llegarán todos los nombres, las
vivencias memorables y aquello que uno ha amado de todo corazón en la
vida. Me desespera no poder recuperar ahora cada minuto vivido en el
pasado, sobre todo en esa patria llena de intensidades y grandezas que es
la infancia. Escribo estos recuerdos para tratar de poner un poco de orden
en ese caos que mezcla lo imaginado con lo vivido. Sé que aunque sea a
tientas uno puede rastrear siempre en el pasado. A lo mejor seguimos sin
poder recordar los nombres, las caras y las calles, pero nos llega su
calor y nos sentimos seguros. Hay algo de nosotros escondido entre las
calles de Guía que nos salvaguarda de la miseria y de las mezquindades
cotidianas que nos encontramos a diario en esa selva que es a veces la
realidad. No es que huyamos o tratemos de evadirnos a todas horas. De lo
que se trata es de no perder las referencias y de no dejar que el olvido
arrase con todo. Dicen que los enfermos de Alzheimer adonde primero
vuelven es a la infancia. Nosotros, de una forma o de otra, también
acabaremos volviendo algún día.