Guía de Gran Canaria

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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

LOS OLVIDOS

Santiago Gil

Cuando miramos hacia atrás nos las tenemos que ver con el olvido. Casi siempre nos gana la partida y nos deja aliquebrados y con la moral por los suelos cuando nos damos cuenta de que no podemos recordar el nombre de aquel compañero de juegos con el que compartimos muchos días de aventuras, o cuando se nos ha borrado de la mente un camino o un lugar del que sólo nos llegan sombras, pequeños retazos casi irreconocibles que casi siempre acaban confundiéndonos o haciéndonos dudar hasta de nuestra propia existencia. El pasado, por tanto, tiene el constante riesgo del olvido, y contra él tenemos que luchar a brazo partido si no queremos quedarnos amnésicos y sin referencias. Y tampoco conviene enfrentarse abiertamente a ese olvido del que les vengo hablando: a veces es mejor parlamentar, llegar a acuerdos y suscribir pequeños pactos en los que nosotros cedemos a su influjo y renunciamos a algunos momentos ya vividos a cambio de que él nos deje recuperar de vez en cuando otras vivencias que ni siquiera recordábamos haber protagonizado.

Ahora, por ejemplo, me gustaría recordar cómo se llamaban las bolas con pequeñas púas con las que montábamos unas guerras de campeonato por los barrancos, o cuál era el nombre de aquellas otras semillas, que venían en vainas como las habichuelas, que cuando las pisabas dejaban un hedor insoportable alrededor. Huelga decir que éstas últimas fueron utilizadas mil veces como bombas fétidas en cines, espacios públicos y otros lugares que es mejor no desvelar no sea que me meta en algún follón al paso de tantos años. No le pido al olvido que me deje rememorar su nombre botánico o su referencia científica: me conformaría con volver a recordar cómo las llamábamos nosotros. Esos nombres, casi siempre originales, pasajeros e inventados se quedaron en el olvido para siempre, lo mismo que los nombretes con que nos conocíamos todos entonces, o los lugares que rebautizábamos en pos de las aventuras, sitios como los Tres Caballos o las Dos Palmeras en los que jugábamos a imitar a los héroes de las películas del Oeste de Sesión de tarde o de los Spaghetti Western que nos ponían en la matiné de los domingos en el cine Hespérides.

Y luego están los nombres de tantas y tantas personas del pueblo que veíamos por las calles camino de misa o del colegio. Los nombres, y en muchos casos las caras, las voces y los gestos de aquéllos que formaban parte de nuestro decorado de la infancia, y sin cuya presencia nada hubiera sido como fue y como lo vivimos. Supongo que no queda más remedio que olvidar si queremos acumular nuevos datos en el magín que nos permitan seguir sobreviviendo, o también pudo ser que entonces no hicimos ningún esfuerzo por grabar en la zona más protegida del cerebro nuestros recuerdos: de niño pensamos que todo va a durar eternamente, y que jamás flaquearán las fuerzas o empezarán a escasear las neuronas. Yo he olvidado los nombres de muchas caras, de los juegos, y también de los árboles y de las flores que tan bien conocíamos entonces gracias a nuestras abuelas o a los más viejos del lugar. Igual que no sería capaz de resolver una raíz cuadrada tampoco me veo echando mano de fórmulas que me permitan recuperar lo perdido. De vez en cuando me llegan fogonazos mientras escribo, y a lo mejor por eso escribimos, para intentar que en medio de lo que imagina a nuestro cerebro se le escapen datos que formaron parte de nuestra vida y que ahora el hace, deshace o esconde a su antojo.

Dicen los que han estado en el umbral de la muerte y han vuelto a la vida que en ese momento revivimos todo, de ahí que siempre se diga que lo que se hace en la vida se terminará pagando en el otro lado. Yo más que en el otro lado creo que se paga en ese viaje postrero, cuando lo que recordamos nos devuelva la paz de haber sido buena gente y haber obrado siempre con buenas intenciones, o bien cuando nos encontremos que en ese recuento final sólo hay mentiras, falsedades y mezquindades. Por eso conviene no convertirse nunca en un cabrón o un indeseable si no queremos sufrir un viaje con náuseas provocadas por nosotros mismos. Uno se consuela pensando que en ese momento llegarán todos los nombres, las vivencias memorables y aquello que uno ha amado de todo corazón en la vida. Me desespera no poder recuperar ahora cada minuto vivido en el pasado, sobre todo en esa patria llena de intensidades y grandezas que es la infancia. Escribo estos recuerdos para tratar de poner un poco de orden en ese caos que mezcla lo imaginado con lo vivido. Sé que aunque sea a tientas uno puede rastrear siempre en el pasado. A lo mejor seguimos sin poder recordar los nombres, las caras y las calles, pero nos llega su calor y nos sentimos seguros. Hay algo de nosotros escondido entre las calles de Guía que nos salvaguarda de la miseria y de las mezquindades cotidianas que nos encontramos a diario en esa selva que es a veces la realidad. No es que huyamos o tratemos de evadirnos a todas horas. De lo que se trata es de no perder las referencias y de no dejar que el olvido arrase con todo. Dicen que los enfermos de Alzheimer adonde primero vuelven es a la infancia. Nosotros, de una forma o de otra, también acabaremos volviendo algún día.

Octubre de 2006.

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