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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

LAS LEYES DE LA FÍSICA

Santiago Gil

Había un tiempo en que no existían los videojuegos y en que la televisión era un canal en blanco y negro que emitía sólo unas cuantas horas al día. La vida estaba en la calle y por supuesto también los juegos y la diversión. Los fines de semana, los festivos y los días de vacaciones se convertían en una aventura diaria. A veces los juegos venían marcados por la llegada al quiosco y a las tiendas de los boliches, las estampas de la nueva Liga de fútbol o algún artefacto juguetero, generalmente tirando a cutre, que regalaran por un par de paquetes de chicles o unos cuantos envoltorios de caramelos. Pero nuestra diversión era mucho más anárquica e improvisada. Me imagino que a cualquiera de nosotros se le ocurría sobre la marcha construir una caseta de dos pisos o una subterránea e inmediatamente nos poníamos manos a la obra buscando cartones, maderas, tachas y plásticos. Luego los otros grupos de amigos se picaban y hacían lo propio en otras fincas abandonadas en las afueras del casco urbano guiense. Casi todo era creado por nosotros mismos. Ahora que soy un manazas recuerdo con nostalgia la soltura y la sapiencia que estilábamos entonces, unos con más técnica que otros, en la construcción de cualquier artefacto o caseta que nos propusiéramos. En el colegio llamaban trabajos manuales, y luego pretecnología, a aquella asignatura en lo que uno creaba por sí mismo. En esos casos sí nos parecían aburridas y ridículas las manufacturas, todas aquellas formas geométricas o los dibujitos para el Día de la Madre, y no digamos cuando había que reproducir el careto de Cervantes o la silueta del Quijote para celebrar el Día del Libro. Eso era parte de una asignatura, y por tanto una obligación: desde niños teníamos claro que las obligaciones jamás son divertidas. Luego en la calle seguro que aplicábamos más leyes geométricas y hacíamos más mediciones cada vez que pergeñábamos un nuevo invento, pero eso era diferente, era un juego, nadie nos ponía nota, y sobre todo dejábamos rienda suelta a la imaginación.

Hoy en día seguro que no sabría construir un carro de cojinetes. De niño construía uno cada año, cuando nos daba a todos por echarnos a rodar por las calles del pueblo con aquellos estruendosos inventos que apenas lograban doblar cuando aparecía la primera esquina; y eso a pesar de que la parte delantera era dinámica y la gobernábamos con un trozo de soga que imitaba las riendas de los carruajes de las películas del oeste que veíamos los sábados al mediodía en la televisión. Esos carros desaparecían luego cuando acababa la moda o el ciclo de sus juegos. Nunca supe de nadie que guardara uno, y mucho menos que algunos de esos carros llegaran por ejemplo a nuestros días. Supongo que los destrozaríamos y una vez destrozados pasarían al barranco, que era donde entonces se acumulaba la basura, los detritus y los restos inutilizables o que quedaban fuera de moda o de uso. En el barranco, antes de llegar a Gáldar, siempre olía a basura quemada y veías cómo las ratas se movían entre las cáscaras de naranja y las latas carbonizadas. Era otro concepto de tratamiento de residuos sólidos urbanos, casi el mismo que se habría seguido durante cientos de años. Nosotros desobedecíamos las órdenes paternas y una y otra vez nos íbamos al vertedero a buscar bicicletas medio desconchadas, gomas de camión que todavía rodaban por las cuestas y todos los artefactos que viéramos y que nos sirvieran para improvisar un día de juegos diferente. Éramos un poco traperos, pero tan traperos como osados e imaginativos.

Para casi todo hacía falta dominar las cuatro reglas básicas de un carpintero o de un maestro de obras. Para las hogueras, por ejemplo, no bastaba con acumular ramas, cartones o colchones en desuso: había que saber cómo colocarlos para que quemaran correctamente o para que no se viniera abajo todo desde que empezaran las llamas a flamear como grandes banderolas majestuosas. Había un halo mágico en todas aquellas construcciones, creaciones o colocaciones de arretrancos. Aun no habíamos estudiado las leyes de física pero las aplicábamos sin conocerlas, y luego cuando las supimos nunca nos explicó nadie que era lo mismo que estábamos haciendo desde niños: nos las ponían en fórmulas y en complicados problemas que nos quitaban el sueño. Nosotros sí que dominábamos el espacio, la velocidad o el tiempo, pero lo hacíamos con la naturalidad con la que lo hace la propia naturaleza, como ese pájaro que vuela sin ser consciente que está desplazándose a una velocidad su cero de no sé cuántos dígitos y por supuesto sin saber quién diablos era Newton: como mucho conoce la manzana, pero para comérsela, que es para lo único que existe la manzana.

La técnica también la empleábamos en la construcción de cometas. Había que montar correctamente la estructura de caña y verguillas, y luego teníamos que calcular el tamaño de la cola de retales que hacía que el viento no la dislocase cuando se elevaba y comenzaba la danza de improvisados giros casi imposibles por los celajes del pueblo. Nosotros íbamos soltando o recogiendo hilo carreto según se fuera a derecha o a izquierda. Todavía hoy soy capaz de oler el hilo carreto entre mis dedos, aquel olor a aventura y a vuelos lejanos que identificamos sobre la marcha con las cometas y con la maravilla de comprobar que lo que uno hacía volaba y se elevaba muy por encima de nosotros, allá donde soñábamos que todo debía de ser poco menos que divino. Soñábamos con volar, por supuesto, todos los niños sueñan que vuelan sin saber que están volando cada vez que se suben en la magia de un nuevo día. Se vuela con naturalidad y sin grandes alharacas, unos días en el papel cebolla de las cometas de colores y otros en el humo de las hogueras que se terminaba confundiendo con el arrebol del horizonte o con las primeras negruras de la noche.

Hacíamos y deshacíamos nuestros propios sueños. No hubiéramos soportado nunca la pasividad de los juegos actuales, nos hubiéramos aburridos como ostras siguiendo el rastro de un balón virtual sin olor a cuero, sin manchas de barro o sin sentirlo golpear contra el poste o el larguero de cualquier portería improvisada en mitad de una finca abandonada, con dos palos o dos piedras superpuestas. También los campos de fútbol los construíamos nosotros, y el césped duraba sólo unos días después de las primeras lluvias del invierno, pero no era de plástico ni de material sintético. Todo tenía olor y palpitaba alrededor nuestro. De alguna manera nosotros también contribuíamos a que todo fuera mucho más auténtico, con un par de maderas, con unos cuantos cartones, con unos pocos metros de hilo carreto o con una caja de clavos y de tachas. Sabíamos cómo se construían sueños.

Febrero de 2007.

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