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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

Las chapas futboleras

Santiago Gil

Uno se recuerda de niño golpeando todo lo que nos tropezábamos por las calles, desde guijarros a chapas de botella, pasando por trozos de madera, pelotas de papel o pequeñas bolas caídas de cualquier árbol con necesidad de aligerar peso y echar nuevas simientes en el planeta. Nuestra obsesión principal por las calles empinadas de nuestro pueblo era ir subiendo el objeto golpeado a las distintas aceras que nos íbamos encontrando en nuestro camino. Cuanto más altas más desafiantes eran nuestros tiros con efecto o con técnicas improvisadas que superaban al mejor futbolero de aquellos años. Destrozábamos zapatos y playeras que quedaban enganchadas entre los adoquines o marcadas irremediablemente por las aristas de las piedras que se convertían en improvisadas pelotas callejeras. Con una piedra y un buen par de zapatos podíamos estar toda la tarde subiendo y bajando la calle del Agua, elevando y bajando el susodicho guijarro en función de nuestras ganas de epatar a los que iban pasando por la calle en ese momento.

Pero sin duda no había nada como las chapas de las botellas. Nos daba igual que igual que fueran de Nick, limón o naranja, de Pepsi Cola, de Clipper de naranja o de Royal Crown. Tampoco les hacíamos ascos a las del agua de San Roque, de Agaete o de Firgas. Íbamos por todos los bares pidiendo tapas de botella. En aquellos años también solían venir regalos debajo de la goma que colocaban en la parte interna de la referida chapa. Por una parte las cogíamos para hacer equipos de fútbol y jugar con ellas en campos improvisado en los pasillos de nuestras casas. Les machacábamos los bordes, les pegábamos el cabezón de los futbolistas de moda y seguidamente las disparábamos con un tirador de metal que las presionaba en sus bordes machacados y las conducía a la pelotita que a su vez sacábamos de los tapones de las botellas de cognac o de whisky. La verdad es que no tirábamos nada y no necesitábamos apuestas virtuales o complicadas para divertirnos. Digamos que esa era la utilidad de las chapas desde el punto de vista manual: íbamos formando diferentes equipos y les poníamos por debajo cera de vela para que se deslizaran mejor por el suelo. Para guardarlas les echábamos una capa de polvos talco como mismo le echan naftalina a la ropa para que no se la coman las polillas. Los equipos de chapas, machacadas en sus bordes o enteras con la cera también por debajo, competían con los equipos que hacíamos con cajas de fósforos en las gavetas más escondidas de nuestras habitaciones. Los equipos con cajas de fósforos tenían una prestancia más llamativa y colorista, como más real, y quizá por eso casi siempre acababan ganando la partida a la hora de decidirnos por qué competición decantarnos en las tardes de verano o en aquellos sábados eternos en que nos daba tiempo para jugar a veinte mil juegos y ver la película del mediodía. Con dos tizas trazábamos un campo de juego en cualquier parte, y para las porterías utilizábamos trozos de madera y redes que sacábamos de las cajas de fruta. Éramos muy apañados, la verdad.

Luego estaba la chapa anaeróbica, la que sustituía al balón o a la pelota de tenis en nuestro golpeo por las calles o en los interminables partidos en la Plaza Grande. En la Plaza, sobre todo entre las cuatro y las siete de cualquier tarde, cuando no había casi nadie, o los que habíamos estábamos sólo para jugar, poníamos dos bancos de madera de portería y montábamos equipos de hasta diez contra diez, aunque lo normal es que fuéramos haciendo pequeños equipos de tres o cuatro jugadores que iban eliminándose entre sí. También estaban los partidos a dos golpes de uno contra uno, con certeros tiros que elevaban la chapa y la metían por toda la escuadra del banco de madera. Nunca se podían utilizar las manos, ni siquiera en la portería. Yo recuerdo salir del colegio a mediodía y jugar casi hasta la hora de comer, llegar a casa sudoroso, ser reprendido por nuestra sempiterna tardanza, y volver a la escuela a dejar que pasaran las horas de la tarde, aquellas dos horas entre las dos y las cuatro que parecían siempre inacabables y tan soporíferas, para volver a la cancha de la Plaza Grande a continuar con nuestra particular liguilla. Teníamos hasta clasificaciones y tabla de goleadores, y sin necesidad de árbitro éramos capaces de respetar el fair play y las más elementales reglas del juego. No consentíamos que viniera nadie a echar por tierra nuestra diversión, y si venía con esa ladina intención tenía todas las de perder.

Recuerdo los partidos de las noches de los sábados. Nuestros padres llegaban de ver a la Unión Deportiva en el Insular y se tomaban el último guanijai en el bar que estaba en los bajos de la Plaza Chica. Solíamos coincidir varios amigos que íbamos juntos al Insular cada quince días en el Peugeot de tres o cuatro filas de asientos de Manuel Moreno, el de la DISA, o de René del Pino. Cuando llegábamos a la Plaza, sobre las diez y media o las once de la doce, José Juan, Alexis y yo, y los que fueran viniendo a cada uno aquellos partidos, nos encontrábamos la Plaza Grande para nosotros solos. Sobre la marcha improvisábamos partidos espectaculares en los que tratábamos de imitar los regates eléctricos de Cruyff que acabábamos de ver en el Estadio Insular o las faltas lanzadas por Miguel Ángel Brindisi. Nuestros padres solían estar en el bar hasta las doce de la noche y nos dejaban en la Plaza como mismo pueden dejar hoy a un niño en una guardería, con la tranquilidad de que estábamos en un espacio seguro, en nuestro espacio natural, el mismo que treinta o cuarenta años antes también había sido el suyo, probablemente teniendo como porterías los mismos bancos decimonónicos de madera que utilizábamos nosotros.

Me llega el olor de aquellas chapas cuando las elevábamos al aire para elegir campo o saque. En los bares pedíamos que tuvieran cuidado al abrirlas para que nos las deterioraran más de la cuenta. Nos solían hacer caso, y además nos las guardaban en bolsas hasta que íbamos a buscarlas. Era así de sencillo casi todo, así de sencillo y así de grandioso. Emocionante, palpable, vivaz. Cualquiera de los de entonces sólo tiene que cerrar los ojos unos instantes para recordar el sonido de las chapas rodando por el suelo de la plaza o para rememorar esos olores de los que les vengo hablando. Lo de menos eran los goles o quiénes ganaban los partidos. De hecho no recordamos a ningún ganador ni a ningún perdedor en especial. Sólo nos queda la fiesta del partido, la libertad de vernos corriendo detrás de un metal en el que depositábamos cada tarde buena parte de nuestros sueños.

Enero de 2007.

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