Uno se recuerda de niño golpeando todo lo que nos
tropezábamos por las calles, desde guijarros a chapas de botella, pasando
por trozos de madera, pelotas de papel o pequeñas bolas caídas de
cualquier árbol con necesidad de aligerar peso y echar nuevas simientes en
el planeta. Nuestra obsesión principal por las calles empinadas de nuestro
pueblo era ir subiendo el objeto golpeado a las distintas aceras que nos
íbamos encontrando en nuestro camino. Cuanto más altas más desafiantes
eran nuestros tiros con efecto o con técnicas improvisadas que superaban
al mejor futbolero de aquellos años. Destrozábamos zapatos y playeras que
quedaban enganchadas entre los adoquines o marcadas irremediablemente por
las aristas de las piedras que se convertían en improvisadas pelotas
callejeras. Con una piedra y un buen par de zapatos podíamos estar toda la
tarde subiendo y bajando la calle del Agua, elevando y bajando el
susodicho guijarro en función de nuestras ganas de epatar a los que iban
pasando por la calle en ese momento.
Pero sin duda no había nada como las chapas de las
botellas. Nos daba igual que igual que fueran de Nick, limón o naranja, de
Pepsi Cola, de Clipper de naranja o de Royal Crown. Tampoco les hacíamos
ascos a las del agua de San Roque, de Agaete o de Firgas. Íbamos por todos
los bares pidiendo tapas de botella. En aquellos años también solían venir
regalos debajo de la goma que colocaban en la parte interna de la referida
chapa. Por una parte las cogíamos para hacer equipos de fútbol y jugar con
ellas en campos improvisado en los pasillos de nuestras casas. Les
machacábamos los bordes, les pegábamos el cabezón de los futbolistas de
moda y seguidamente las disparábamos con un tirador de metal que las
presionaba en sus bordes machacados y las conducía a la pelotita que a su
vez sacábamos de los tapones de las botellas de cognac o de whisky. La
verdad es que no tirábamos nada y no necesitábamos apuestas virtuales o
complicadas para divertirnos. Digamos que esa era la utilidad de las
chapas desde el punto de vista manual: íbamos formando diferentes equipos
y les poníamos por debajo cera de vela para que se deslizaran mejor por el
suelo. Para guardarlas les echábamos una capa de polvos talco como mismo
le echan naftalina a la ropa para que no se la coman las polillas. Los
equipos de chapas, machacadas en sus bordes o enteras con la cera también
por debajo, competían con los equipos que hacíamos con cajas de fósforos
en las gavetas más escondidas de nuestras habitaciones. Los equipos con
cajas de fósforos tenían una prestancia más llamativa y colorista, como
más real, y quizá por eso casi siempre acababan ganando la partida a la
hora de decidirnos por qué competición decantarnos en las tardes de verano
o en aquellos sábados eternos en que nos daba tiempo para jugar a veinte
mil juegos y ver la película del mediodía. Con dos tizas trazábamos un
campo de juego en cualquier parte, y para las porterías utilizábamos
trozos de madera y redes que sacábamos de las cajas de fruta. Éramos muy
apañados, la verdad.
Luego estaba la chapa anaeróbica, la que sustituía al
balón o a la pelota de tenis en nuestro golpeo por las calles o en los
interminables partidos en la Plaza Grande. En la Plaza, sobre todo entre
las cuatro y las siete de cualquier tarde, cuando no había casi nadie, o
los que habíamos estábamos sólo para jugar, poníamos dos bancos de madera
de portería y montábamos equipos de hasta diez contra diez, aunque lo
normal es que fuéramos haciendo pequeños equipos de tres o cuatro
jugadores que iban eliminándose entre sí. También estaban los partidos a
dos golpes de uno contra uno, con certeros tiros que elevaban la chapa y
la metían por toda la escuadra del banco de madera. Nunca se podían
utilizar las manos, ni siquiera en la portería. Yo recuerdo salir del
colegio a mediodía y jugar casi hasta la hora de comer, llegar a casa
sudoroso, ser reprendido por nuestra sempiterna tardanza, y volver a la
escuela a dejar que pasaran las horas de la tarde, aquellas dos horas
entre las dos y las cuatro que parecían siempre inacabables y tan
soporíferas, para volver a la cancha de la Plaza Grande a continuar con
nuestra particular liguilla. Teníamos hasta clasificaciones y tabla de
goleadores, y sin necesidad de árbitro éramos capaces de respetar el
fair play y las más elementales reglas del juego. No consentíamos que
viniera nadie a echar por tierra nuestra diversión, y si venía con esa
ladina intención tenía todas las de perder.
Recuerdo los partidos de las noches de los sábados.
Nuestros padres llegaban de ver a la Unión Deportiva en el Insular y se
tomaban el último guanijai en el bar que estaba en los bajos de la Plaza
Chica. Solíamos coincidir varios amigos que íbamos juntos al Insular cada
quince días en el Peugeot de tres o cuatro filas de asientos de Manuel
Moreno, el de la DISA, o de René del Pino. Cuando llegábamos a la Plaza,
sobre las diez y media o las once de la doce, José Juan, Alexis y yo, y
los que fueran viniendo a cada uno aquellos partidos, nos encontrábamos la
Plaza Grande para nosotros solos. Sobre la marcha improvisábamos partidos
espectaculares en los que tratábamos de imitar los regates eléctricos de
Cruyff que acabábamos de ver en el Estadio Insular o las faltas lanzadas
por Miguel Ángel Brindisi. Nuestros padres solían estar en el bar hasta
las doce de la noche y nos dejaban en la Plaza como mismo pueden dejar hoy
a un niño en una guardería, con la tranquilidad de que estábamos en un
espacio seguro, en nuestro espacio natural, el mismo que treinta o
cuarenta años antes también había sido el suyo, probablemente teniendo
como porterías los mismos bancos decimonónicos de madera que utilizábamos
nosotros.
Me llega el olor de aquellas chapas cuando las
elevábamos al aire para elegir campo o saque. En los bares pedíamos que
tuvieran cuidado al abrirlas para que nos las deterioraran más de la
cuenta. Nos solían hacer caso, y además nos las guardaban en bolsas hasta
que íbamos a buscarlas. Era así de sencillo casi todo, así de sencillo y
así de grandioso. Emocionante, palpable, vivaz. Cualquiera de los de
entonces sólo tiene que cerrar los ojos unos instantes para recordar el
sonido de las chapas rodando por el suelo de la plaza o para rememorar
esos olores de los que les vengo hablando. Lo de menos eran los goles o
quiénes ganaban los partidos. De hecho no recordamos a ningún ganador ni a
ningún perdedor en especial. Sólo nos queda la fiesta del partido, la
libertad de vernos corriendo detrás de un metal en el que depositábamos
cada tarde buena parte de nuestros sueños.