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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

LAS ALAS DEL RECUERDO

Santiago Gil

Me queda un recuerdo vago de mi abuelo paterno. Cuando murió yo tenía siete años recién cumplidos, pero entre lo que uno siempre vislumbra de ese primer pasado que tantas veces se confunde con la imaginación, y lo que me han ido contando todos estos años, he podido ir completando un retrato humano que creo que hace justicia con su bonhomía, sus pasiones pajareras y musicales, y lo que fue su forma de entender la existencia y propio trabajo. Yo recuerdo a mi abuelo como un hombre alto, fuerte y bonachón que desde la perspectiva de un niño de cinco años se volvía casi gigante e inalcanzable. Sin embargo, según te acercabas a él, se hacía cómplice de tus juegos y tus dudas y sabía bajar al mundo en el que habitan los niños. Todavía recuerdo, al igual que todo el pueblo, el olor y el sabor de sus comidas, sobre todo de la carne mechada. Siempre se cuenta que ese olor empezaba a subir por El Siete y llegaba a la Plaza Grande, a San Roque, y a todas las calles de Guía con el reclamo de lo sublime y lo sabroso. Forma parte del recuerdo de varias generaciones de guienses. No en vano mi abuelo se movía en los dos polos que tanto alientan siempre los recuerdos: los olores y la música. Entremezclados con esos olores de especias que nunca nadie pudo imitar, desde la Bodega del Siete salían los acordes del timple que a todas horas sonaba buscando el sonido perfecto y la melodía más sublime, o aspirando a que la música convirtiera la vida en algo más que una suma insulsa de años o una continua sucesión de sístoles y diástoles sin emociones que vuelvan grandioso cualquier pequeño momento. Y también estaban los quesos de Guía que venían a buscar desde todos los puntos de la isla y que tanta fama han dado siempre a nuestro pueblo en las islas y entre los grandes sibaritas amantes del queso de todo el mundo. Mi abuelo, luego mi padre, y otros comerciantes guienses como Augusto o Arturo fueron los que lo comercializaron durante años y los que dieron fama a los cortijos de las Medianías en los que se elaboraban siguiendo las ancestrales y originales costumbres de sus antepasados.

Mi abuelo cerraba el negocio y podía estar hasta las tantas de la madrugada desgranando los sonidos de su timple, o bien asido a la guitarra con la que tarareaba todos esos sones que fueron y vinieron entre Cuba y Canarias mejorando siempre su cadencia en cada viaje. Y luego estaban las aves, los cientos de pájaros que tenía en la bodega, en el patio de la casa de mi abuela que estaba justo encima del negocio, o en la azotea, pájaros y palomas, y también gallos de pelea. Cuánto Caribe había entonces en nuestra gente, tanto en la cadencia y en la forma que tenían de tomarse la vida como en la manera de hablar y en sus aficiones. Mi abuelo, además, era un devoto del deporte, del incipiente fútbol de aquellos años, de la Lucha Canaria o de la mismísima Natación. Pero yo quiero volver a los pájaros, a aquel ensordecedor bullicio de canarios y palmeros, o a los solos de pájaros a los que casi había enseñado a cantar haciéndoles escuchar durante horas la música del timple. Se cuenta siempre, y mi padre puede dar fe de ello, que llegó a enseñar a un pájaro canario a piar una folía. Subir a la azotea era sumergirte sobre la marcha en un mundo de presencias aladas por todas partes. Los palomares lo llenaban todo y tras las sueltas el cielo de mi pueblo parecía más proclive o más cercano a los milagros. Uno las veía perderse en la distancia y luego volver, milagrosamente, a la mano de mi abuelo.

Otra de las anécdotas sonadas de mi abuelo Santiago Gil Cabrera que yo no viví por lejana, y porque cuando vine al mundo ya teníamos televisión, fue la de las retransmisiones en directo de los partidos de fútbol o de las grandes agarradas de lucha canaria. Hace cincuenta años no había Carrusel Deportivo, y mucho menos para los partidos de los equipos de pueblo. Lo que hacía mi abuelo es que se llevaba un cajón lleno de palomas y las iba soltando cada vez que había novedad en los encuentros. Delante de la casa del Siete que hace chaflán entre Marqués del Muni y Médico Estévez se concentraba medio pueblo pendiente de las palomas mensajeras que mandaba mi abuelo con las incidencias deportivas. Mi padre esperaba en la azotea, y era el que se encargaba de desanillarlas y de decir a viva voz si había marcado el Tirma, el Victoria o si el Ajódar seguía consolidando su leyenda en el mundillo de la Lucha Canaria. La verdad es que cuando uno escribe esas anécdotas se siente como si estuviera inventándose un mundo que nunca existió. Lo mismo que cuando mi abuelo tenía el surtidor de gasolina justo enfrente de la bodega, también en El Siete, y tenía que bajar a reponer a las tantas de la madrugada si venía un camión cargado de tomates de La Aldea o había que bajar urgentemente para la capital. Todo quedaba más a mano y tenía su nombre, su cara y aquella sabia pachorra que tanto añoramos en estos tiempos alocados en los que hemos perdido la mayor parte de las referencias de nuestros ancestros. Ya no veo tantos pájaros como antes. Uno iba a cualquier casa y lo primero que le llamaba la atención era la fiesta pajarera que apenas dejaba escuchar nuestras palabras. Me imagino que será porque los propios pájaros, con este clima tan raro que tenemos hoy en día, estarán también desnortados y con pocas ganas de cantarle a la vida y a un sol que tampoco se parece al mismo sol que cantaban eufóricos y festivos los pájaros de nuestros abuelos. Los que vivimos con muy pocos años los epígonos de aquel mundo que poco a poco hemos ido perdiendo casi por completo, sí conservamos una especie de recuerdo de paraíso que a lo mejor puede ser mendaz o inventado, pero que en muchos días grises y aburridos nos ayuda a reconciliarnos con la vida. Nuestros abuelos tenían una serie de conceptos esenciales bastante claros, sobre todo el del paso del tiempo y la convivencia con el medio y la fauna que habitaban. Hoy en día los pájaros y nosotros nos miramos como bichos raros, como si nunca hubiéramos compartido tantas horas de trinos confundidos con el sonido de los timples y los ecos de folías o de boleros nostálgicos que nos llegaban de Cuba. Mi abuelo formaba parte de ese mundo mágico de entonces. Dejó unos olores y unos sonidos que lo reviven apenas cerramos los ojos. Posiblemente en esos pequeños asideros sea donde se queda para siempre el espíritu que tanto se afanan en complicar los curas y los filósofos. El espíritu o el recuerdo. Pueden llamarlo como les apetezca.

Diciembre de 2006.

info@guiadegrancanaria.org

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