LA CAMISETA PUMA
Santiago Gil
Supongo que escribimos porque lo que encontramos en la
calle no satisface nuestros deseos de vivir intensamente. Por eso a veces
nos refugiamos en una habitación y empezamos a darle vueltas a nuestros
recuerdos y a nuestra imaginación más o menos volandera. De niño
escribíamos a cada paso que íbamos dando por el mundo. Ahora también
escribimos mientras caminamos, amamos, sufrimos o vemos caer el sol a
última hora de la tarde. Pero no es lo mismo, siempre queda un regusto
agridulce en todo lo que hacemos, una especie de racionalización que acaba
matando la magia y el encanto de todos los momentos, incluso de los más
sublimes. Y luego están los miedos y está la muerte. De niños, si nos
acercábamos alguna vez a la muerte, era jugando; de mayores, en cambio, si
la vemos cerca nos solemos quedar apesadumbrados, y cuando se nos va
alguien próximo lo tomamos como un toque de atención, como un mensaje
evidente de que esto va en serio, de que es verdad que dura tres días, y
de que somos vulnerables y febles, esencialmente mortales, y por supuesto
no más que unas consecuencias del azar y de los golpes de suerte. Cuando
escribimos tratamos de ordenar un poco el mundo, y al mismo tiempo de
exorcizar los miedos y esos descontroles que nos dejan a merced de
cualquier contingencia, desde una maceta que cae justo sobre nuestra
cabeza, a un coche sin frenos o a un virus que a lo mejor ya llevábamos
dentro del cuerpo cuando nos veíamos como los reyes del mambo por haber
conseguido cuatro o cinco logros más o menos llamativos. Cuando escribimos
ponemos las cosas en su sitio, y cuando escribimos recordando nos damos
cuenta de que lo único que realmente controlamos y podemos transformar es
el pasado. Ahí sí somos los dioses y tenemos capacidad de quitar o poner
lo que nos dé la gana para que nada enturbie nuestros recuerdos. Por eso
en las memorias hay tanto de falsía y de encubrimiento, porque sentimos la
necesidad de tirar casi siempre de lo bueno: sólo olvidando los desastres
podemos seguir adelante. Los recuerdos siempre se inventan cuando se
escriben, aun siendo verdaderos y presentándolos casi como un acta
notarial. Cuando se llevan al papel pasan a ser literatura, y por tanto
entran a formar parte de la ficción: todo lo que se lee se sueña. Incluso
quien escribe de sí mismo sueña esa vida que reconstruye tirando de
fogonazos. Y vale todo para rescribirnos, por ejemplo la camiseta Puma que
atravesó conmigo casi toda la infancia. Era la misma camiseta que llevaban
en los entrenamientos y en las fotos del As Color y del Don Balón muchos
de nuestros ídolos futboleros, sobre todo Carlos Morete "el Puma", aquel
delantero centro que arrancaba como un caballo desbocado cada vez que
Brindisi le metía un balón en profundidad. Era como una ecuación perfecta:
control y pase al hueco, y luego carrera y remate certero al fondo de las
mallas. El Insular casi escuchaba el corazón de Morete a medida que corría
en busca de la portería con el balón siempre en el lugar preciso para
pegarle un chutazo imparable. La camiseta Puma que recuerdo, azul y
blanca, me sirve por tanto para ir asociando ideas que de no haber sido
por ella a lo mejor no habrían aparecido nunca o lo hubieran hecho de otra
manera, acompañadas con otras vivencias y otros rostros. Con esa camiseta
que no veo desde hace más de veinticinco años jugué partidos interminables
en la cancha del instituto: de esa cancha los recuerdos se asocian al
dolor de las caídas y a la constante búsqueda del balón: no nos gustaba
jugar en ella porque el gol se convertía en una penitencia si no lo
marcabas de tiro raso. Desde que pasaba la media altura se perdía la
pelota detrás de unas redes que nunca estuvieran puestas en su sitio. En
una portería el balón salía disparado hacia la cancha de baloncesto o
directamente al barranco, y en la otra cada gol nos ponía el corazón en un
puño si no alcanzábamos a ver sobre la marcha el balón entre la maleza,
las tabaibas y las tuneras que había justo detrás de las dos filas de
gradas. Claro que si los tiros salían desviados ya te podías ir
despidiendo del balón de reglamento. Pero esa camiseta Puma de la que les
vengo hablando también fue testigo de los partidos en la cancha del
barranco, aquel espacio multiusos y vallado en donde dejamos escritas
tantas tardes memorables los niños de mi generación. Allí también te
podías romper la crisma con los desniveles, además de hacerte un lío con
tantas rayas y tantas campos de juego marcados en el cemento. No nos
importaba ese galimatías: teníamos el pueblo a tiro de piedra apenas
levantábamos la cabeza y aquellas duchas de agua helada en las que nos
metíamos desafiando al invierno para refrescarnos entre partido y partido.
La cancha del colegio, en cambio, estando tan cerca y a lo mejor hasta
mejor equipada, nunca tuvo el pedigrí de la del Hogar Rural, que era como
entonces se conocía al actual Albergue, aunque la cancha actual no se
parece en nada a la de entonces. También los balones salían fuera si
desviabas un poco el tiro, pero solían quedarse a la vista o más o menos
localizados. Esa camiseta, de la que no he vuelto a tener noticia, también
estuvo conmigo en los primeros partidos de baloncesto, o en las
competiciones de fútbol que improvisábamos en cualquier descampado
colocando dos piedras a modo de portería. Uno luego se aleja de los
escenarios de la infancia, y también de las ropas y los amigos con los que
compartimos todas esas vivencias. Cierro lo ojos y soy capaz de rememorar
cada par de playeras o de botas de fútbol de esa época, y hasta los goles
logrados con cada una de ellas. Era nuestro equipaje cotidiano para
acercarnos a los sueños y para imitar a nuestros grandes ídolos futboleros
de la infancia. La camiseta Puma azul y blanca, que siempre me quedó
grande - incluso cuando me fui haciendo mayor me seguía quedando grande-
se empeñaba en cruzar conmigo cada día memorable de aquellos años: era la
que sentía el latido de mi corazón, la que recogía mis primeros sudores y
la que sufría los destrozos de alguna que otra pelea o de las jodidas
trabazones de cuando nos metíamos en cañaverales o fincas prohibidas.
También quedó empapada por la lluvia alguna tarde, o marcada con el barro
del balón que golpeaba nuestro estómago o nuestro pecho dejándonos al
borde de la asfixia. Lo que no hacíamos los niños de entonces era imitar a
nuestros ídolos en el intercambio de camisetas. Yo por lo menos jamás
hubiera permitido que mi camiseta Puma azul y blanca la llevara otro que
no fuera yo. Luego, ya ven ustedes, pasan los años y no sabemos ni dónde
la dejamos ni en qué momento empezamos a traicionarla. Supongo que sucede
como con casi todos los pasos que vas dando en la vida: que las cosas
suceden sin que nos demos cuenta, desaparecen por sí mismas, nos dejan o
las dejamos, y vienen otras que las reemplazan para que siga el curso de
la historia y de nuestra vida dentro de ella. Un pasar constante, que era
lo que nos decía Heráclito de Éfeso en las primeras clases de filosofía,
lo del agua y la imposibilidad de los dos baños en el mismo líquido
elemento, aunque en este caso el recuerdo se lleva por delante todas las
filosofías. No somos capaces de compartir lo que compartimos con nuestras
prendas más queridas de entonces, pero al recordarlas les estamos dando
vida, y de paso también nos revivimos a nosotros mismos cuando vestíamos
aquellos equipajes de sueños que no nos quitábamos de encima ni cuando
íbamos a dormir. La camiseta Puma ha aparecido rediviva después de muchos
años. De no haber escrito estas líneas posiblemente hubiera quedado en el
olvido para siempre; por eso la literatura es tan mágica, porque hace
posible la resurrección y también los milagros. A estas horas no creo que
haya otro niño corriendo por las canchas con ella, entre otras cosas
porque acabó desteñida y ajada de tanto uso y tantas tardes de pequeñas
glorias deportivas. Pero yo sí puedo volver a recuperarla con los brillos
y los sudores de entonces: azul con rayas blancas en el cuello y en las
mangas, casi siempre por fuera del pantalón, como los jugadores que más
nos gustaban entonces. Si alguien la descubre por las calles de mi pueblo
que sepa que soy yo el que va dentro de ella camino del barranco.
Abril de 2007.
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