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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

EL NIÑO QUE VOLABA

Santiago Gil

Yo de niño volaba. Con los años he ido perdiendo las alas, poco a poco, casi sin que me diera cuenta. Realmente no sé cuándo dejé de volar. Ya algo mayor podía hacerlo de vez en cuando al lado de la persona que me enseñó a creer que todo lo que uno imagina se puede llegar a conseguir. Él fue fiel a los sueños hasta el último de sus días. Si quería ser cura decía que era cura y no había nadie que le llevara la contraria. Yo vi como cambiaba de oficio cada semana y a veces varias veces al día. Lo mismo podía ser médico, futbolista, camarero, cantante de folías, guardia urbano que hombre serio y circunspecto, casi imperturbable. Yo de niño lo envidiaba porque no tenía que ir al colegio ni a trabajar. Para él nunca existió la tortura de los domingos por la tarde. Vivió por tanto una vida libre, defendiendo siempre su particular anarquía y manteniendo una defensa a ultranza de la amistad y de la lealtad hacia sus amigos y su amor platónico. Un buen día dijo que se había enamorado y ya fue fiel para siempre a su amada aunque ésta estuviera a muchos kilómetros de distancia. En eso, y en casi todo, era muy Quijote.

Para un niño es un lujo poder jugar con alguien de treinta y tantos años y hacerlo como lo haría con un compañero de Primaria. Tomasín marcaba las pautas del juego y los sobrinos seguíamos a rajatabla sus consignas. También nos convertía en camareros auxiliares, futbolistas suplentes, o guardias urbanos vigilantes de sus surrealistas pertenencias. Nos gustaba molestarle y hacerle rabiar, sobre todo empujándole la puerta de la habitación en la que se encerraba durante horas a trazar los planes de sus futuros sueños. Tenía Síndrome de Down. No era como el resto de los mayores, nunca se hizo mayor. Encaneció, se avejentó, pero nunca dejó de comportarse como un niño grande. Llegó un día en que los mayores éramos nosotros. Cuando estabas un rato a su lado te dabas cuenta de cómo te había cambiado la vida. Cada vez iba quedando menos del niño soñador e imaginativo que fuimos, pero bastaba estar con Tomás un par de horas para recuperar parte de las esencias perdidas. Él seguía siendo el mismo, incluso se sentía más importante desde que le levantaron un busto en la Plaza de San Roque. Antes ya se había sentido como dios cuando su amigo Braulio le compuso esa canción que tan bien lo describe. Era un tipo feliz, y de tonto, la verdad, no tenía un pelo. Como te diera por burlarte de él lo más probable es que salieras trasquilado o con un par insultos subidos de tono que generalmente daban en la diana de los burleteros que querían hacerlo pasar por un caricato. Hoy me he encontrado una foto de uno de mis cumpleaños. En ella Tomasín me está enseñando a volar. A los pocos meses les juro que ya me soltaba y era capaz de quedarme flotando en el aire de los juegos y las risas del que posiblemente me estaba hablando en el momento en que Paco Rivero encendió el flash. Yo jamás hubiera sido el mismo de no haberme criado tan cerca de Tomasín. No hubiera desarrollado algunas de mis aficiones favoritas, sobre todo la de creer que todo puede ser posible si uno se propone que lo sea. Gracias a eso escribo y puedo hacer creíbles las historias. Él hacía lo mismo cuando nos contaba trolas increíbles durante horas. Nos las creíamos todas. El día que lo enterramos, hace ahora siete años, sabía que una parte de mí se perdería para siempre. Posiblemente por eso desde entonces es cuando más he escrito y más he leído. Me falta su bendita inocencia y su capacidad para hacerme revivir al niño que se fue quedando cada vez más lejos a medida que asumía responsabilidades y se comprometía con hipotecas y otras zarandajas por el estilo de las que Tomasín jamás tuvo noticia. Cuando perdí a mi hermana pequeña Tomás fue uno de los que más se preocupó para que no cayera en una tristeza que inevitablemente siempre ha estado aposentada por ahí adentro. Era de los pocos que no me decía que mi hermana Mónica estaba en las estrellas o que era un ángel de los que aparecían en los cuadros de los santos. Él hablaba de ella como si estuviera viva, o como si nos la fuéramos a encontrar otra vez en cualquier fiesta de cumpleaños. Gracias a eso siempre pude endulzar su ausencia y evitar las negruras con que la iglesia y los más necrófilos suelen vestir a la muerte. Me enseñó que a los muertos se les mantiene vivos cuando los recordamos tal como eran, o cuando los escribimos o los tenemos presentes con toda su felicidad y su ternura. Es lo que estoy haciendo yo ahora cuando me he acordado de él, escribirle un rato sin tener que contarle que el mundo sigue siendo el mismo lodazal del que siempre supo mantenerse a salvo. Nació sabiendo volar.

5 de enero de 2007.

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