Guía de Gran Canaria

 Revista digital sobre el municipio de Guía de Gran Canaria (ESPAÑA)    

PORTADA ACTUALIDAD HEMEROTECA NOMBRES PROPIOS CRÓNICA DE GUÍA QUIENES SOMOS WEB AYUNTAMIENTO
 
Mp

MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

EL GUA DE LA PLAZA CHICA

Santiago Gil

Mis recuerdos están dispersos por todo el pueblo. Cuando paseo por las calles o por los caminos cercanos al casco histórico de Guía me llegan a todas horas voces, olores e imágenes que me desenmascaran ante el tiempo. No puede ser que de casi todo aquello hayan pasado más de veinticinco años. Parece mentira. Rilke decía que nuestra patria es la infancia, y no sé quién repetía que uno es del lugar en el que estudió el bachillerato. En ambos casos, salvo los recuerdos que como otros muchos guienses guardo de los veranos en Agaete, el escenario es el mismo. Me basta cerrar los ojos para verme sobre la marcha guerreando a pedrada limpia contra los de La Cuesta en la Montaña del Teléfono o para reconocerme con un pirulí recién comprado a Doña María y a don Federico en el quiosco azul de latón que estaba frente a la iglesia. Dejándome llevar no acabaría nunca de rememorar lugares, personajes y momentos inolvidables que me fueron abriendo los ojos a la vida.

En Guía aprendí a dar mis primeros pasos sobre la tierra, leí mis primeras palabras y sentí la libertad casi inexplicable del primer momento en que parecía que volaba sobre una bicicleta ya sin las malditas ruedas traseras de la vergüenza, auténtico baldón para quien las sufría por impericia o por miedo a perder el equilibrio. La Plaza Chica fue testigo de muchos de esos momentos, aunque la libertad de la bicicleta la gané en la Plaza Grande, sin duda nuestro circuito predilecto para todo lo que rodara por no tener obstáculos en todo el contorno. En la Plaza Chica siempre había alguien que recordaba haber visto la fuente iluminada y llena de agua. Yo sólo la recuerdo con agua un año para las Fiestas de la Virgen, y siempre la recreo como parte de nuestro escenario para los juegos o para andar dando trompicones de un lado para otro o serpenteando como un reptil ufano.

También estaban el tobogán, unos artilugios aburridos que creo que conocíamos como los remos y los columpios y la barca. Desde esta última salimos volando más de una vez sin que de momento a ninguno de los de entonces nos haya pasado factura en la cabeza. También podías salir con la cara amoratada y los dientes tirados por el suelo por culpa del efecto rebote de la jodida barca en el momento en que la impulsabas desde fuera. Supongo que serían dientes de leche y que además estarían acostumbrados a salir varias veces al año. Sólo así me puedo explicar que hoy no estemos mellados todos los guienses que tenemos entre treinta y cinco y cincuenta años.

En la Plaza Chica también hacíamos mucha vida social en las escaleras de piedra que conducen a uno de los laterales de la iglesia. Solía ser el tapete preferido para jugar a las estampas o para destrozarnos los pantalones o las rodillas rodando por las escalinatas. También en esas escaleras se escribieron muchas primeras historias de amor que no pasaban de un ligero y arrobado pestañeo o de unos dedos entrelazados, que ya me dirán ustedes para qué diablos se entrelazaban los dedos entonces. En fin, ya más adelante descubrimos los bancos más recónditos de la Plaza Grande, el gallinero del cine Hespérides y otros lugares que creo que por el bien de todos y para que no pierdan su propio encanto lo mejor es que cada uno se guarde para sí con la misma intensidad con la que se guarda el primer beso.

Junto a esas escaleras, y al lado mismo del que se supone que es el busto de Luján Pérez - ya desde aquellos años teníamos claro que a quien se parecía era al Cristóbal Colón que estaba en las ilustraciones de los libros de texto- se encontraba un gua que fue sobreviviendo estoica y milagrosamente a las distintas pequeñas reformas de la plaza. Hasta Tomasito el jardinero se cuidaba de que no se enchumbara cuando andaba con la manguera reverdeciendo los muchos jardines del entorno de la Plaza. A Tomasito recuerdo que le pedíamos que nos echara agua en la cara cuando acabábamos de jugar a las chapas y sudábamos de arriba abajo. Cuando nos echaba el agua nos sentíamos igual que los jugadores del Guía o de la Unión Deportiva Las Palmas, y el bueno de Tomasito nunca quiso que frustráramos nuestros sueños de grandeza futbolística. También nos dejaba enjuagarnos la boca con el agua y hasta coger la manguera para echar un par de chorros entre las raíces de los laureles de indias de la Plaza Grande. Pero yo estaba hablando del gua de cemento situado en medio de la Plaza Chica. No sé cuántas generaciones habrán jugado al boliche en ese gua. Yo por lo menos tengo recuerdos de tardes enteras tirado en el suelo tratando de atinar con el boliche y de sumar bolas de colorines para mi colección, o lo que era la repera: aquel bolón enorme que no cabía en el bolsillo y que tenía más de diez colores. Creo que desde entonces aprendimos que la vida es una cuestión de rachas, y, tal como sucede ahora, a veces regresabas a tu casa con los bolsillos llenos y otras con el sabor amargo de la derrota dibujada en la comisura de los labios. Cierro los ojos y soy capaz de rememorar el ruido que hacían los boliches cuando chocaban violentamente. Jamás se rompían. Se ajaban y perdían brillo, pero esos eran justamente los más deseados, los que habían pasado por las manos de los más expertos y los que habían protagonizado muchas partidas memorables. No conservo ni un solo boliche de aquellos años, pero sería capaz de señalar el punto exacto en el que estaba el gua de la Plaza Chica. De hecho, no creo que pueda mirar el pavimento de esa plaza sin verlo: uno cuando mira los lugares en los que fue feliz los vuelve a ver como eran antaño, con los mismos amigos por los alrededores y el mismo color de la tarde reflejado por todas partes. Por eso evitamos tantas veces regresar a Ítaca: para salvarnos de los desengaños y de los destrozos del tiempo. A nosotros no nos queda París. Lo que tenemos para seguir sobreviviendo es la Guía de entonces, que era la más nuestra porque fue en la que aprendimos a ver el mundo. Los niños de ahora seguro que dirán lo mismo dentro de treinta años, aunque la verdad es que a los niños de ahora no los veo yo como nos veíamos nosotros en la calle. La calle era la vida, nuestra casa, nuestra libertad, nuestro único paraíso imaginable.

Agosto de 2006.

info@guiadegrancanaria.org

REGRESAR A LA WEB DE SANTIAGO GIL