Cuando yo era niño venían los dulces a nosotros. Los
viernes a mediodía, cuando llegábamos del colegio después de la clase de
gimnasia- hasta que el deporte empezó a tomarse en serio en la enseñanza
siempre recuerdo la clase de gimnasia los viernes después del recreo, y
además hablo de una Educación Física que consistía en un balón y treinta
chiquillos corriendo detrás de él por una cancha pedregosa y bacheada-,
escuchábamos de lejos la letanía de los dulces variados. Se iba acercando
a nosotros como nosotros nos íbamos acercando a él con nuestros deseos por
hincarle el diente a aquellas milhojas que colmaban nuestra glotonería o a
las benditas palmeras de azúcar que volvían dulces las tardes de la
infancia. No creo que fuera siempre el mismo, pero siempre llegaba puntual
los viernes sobre la una de la tarde anunciando los diferentes dulces que
vendía. Había que bajar con el plato más grande que hubiera en la casa y
ponerse en la cola para poder acercarnos a aquel pequeño paraíso
ambulante. ¡Cómo olían de bien aquellos furgones! Cierro los ojos y
recuerdo aquel olor como uno de los más intensos y sugerentes de mi
infancia. La espera se hacía eterna, pendientes de que no se acabaran los
petisús o las ensaimadas. Uno lo único que soñaba cuando le llegaba el
turno es que el plato fuera todavía más grande de lo que ya era.
Intentábamos que cupieran todos los dulces, y no recuerdo si el del furgón
nos cobraba por unidades o por capacidad. Supongo que sería por unidades,
pero aún así nunca teníamos bastante. Comíamos con los ojos, o más que con
los ojos con el olfato. Los viernes a mediodía siempre olían a dulces
variados, lo mismo que la salida del colegio por la tarde cuando sabías
que ya no había clases hasta el lunes y que en casa te esperaba un festín
de azúcares y cremas pasteleras. Por eso digo que los dulces nos venían a
buscar a nosotros. Y eso era el viernes, porque luego el sábado por la
mañana nos venían a ofrecer las truchas de batata que hacía Virginia,
aunque uno nunca esperaba a que vinieran: según me levantaba de la cama me
iba a buscar a Tanito y a Morera-el hijo de Virginia- o a Francis y Jesús
–sus sobrinos- y me ponía a ayudar con la masa de batata y matalahúva o a
moldear las truchas para conseguir como premio aquel bolón de batata con
el que luego presumíamos en el pueblo. Generalmente los sábados se
mezclaban los dulces variados de los viernes y las truchas de Virginia de
los sábados. Ya los domingos por la mañana, e incluso algunos sábados, nos
venían vendiendo panes de huevo o brazos de gitano, también de puerta en
puerta, tentando con aquellos maravillosos olores nuestra glotonería y
nuestro amor por los dulces. Y entretanto podías acercarte a comprar una
bolsa de mantecados a Casa de Chonita o a la panificadora de la calle del
Medio. No parábamos de comer dulces a todas horas. Supongo que nos
salvamos del colesterol por estar todo el santo día corriendo y jugando
por el pueblo, aunque ahora entiendo por qué durante unos cuantos años
engordé como lo hice: me prohibieron hacer deporte, y en vista de que no
hacía caso me largaron un yeso en cada pierna y me mantuvieron inmóvil
casi medio año. Huelga decir que durante ese tiempo no renuncié a los
dulces, con lo cual es fácil imaginar las consecuencias. Y es que a todos
los dulces ya referidos habría que sumar los de los domingos por la tarde
que íbamos a comprar a la Dulcería Castellanos, en Gáldar, o a la Dulcería
La Rosa, en la calle Marqués del Muni de Guía.
Curiosamente al paso de tantos años uno no recuerda los
sabores, o por lo menos no con la nitidez con que sí somos capaces de
recordar el olor del furgón de los dulces variados cuando abría la puerta
y nosotros habíamos sido los más rápidos, y por tanto los primeros en
poder elegir entre todo el surtido que teníamos delante de los ojos. Y lo
mismo que venían los dulces a nosotros venía la ropa, con el furgón de
Ñito tocando la bocina todas las tardes para que bajáramos a buscar el
pantalón vaquero o el chubasquero con gorra como el que salía en la
teleserie de moda. Y venía también el afilador con su inconfundible
pitido, o el lechero, también con el aviso sonoro, o Felito tocando el
trompetín para que bajáramos a decidirnos entre los helados de vainilla,
coco o tutti fruti – qué mágica nos ha parecido siempre la expresión tutti
fruti, es como si viajáramos al pronunciarla, o como si uno se hubiera
criado en el Trastévere romano, o en medio de una calle de lujo de Milán:
tutti fruti, tutti fruti, no era nuestro preferido porque no nos gustaban
los tropezones de fruta confitada, pero lo pedíamos siempre porque
haciéndolo parecía que viajábamos o que éramos hombres de mundo-, o las
sardineras del Puerto de Las Nieves, anunciando las sardinas vivitas, de
Agaete, vivitas. Entonces no había ni centros comerciales ni
hipermercados, y aunque resulte increíble tampoco supermercados. Había
tiendas, y muchos de los complementos como el pescado, los dulces o la
leche nos venían a buscar a nosotros. La vida estaba a las puertas de
casa, y el comercio, y todos aquellos personajes curiosos y populares que
ahora es como si se los hubiera tragado la tierra. Bastaba escuchar el
altavoz o un par de bocinazos pactados previamente para que nos echáramos
a la calle. Igual todavía siguen yendo por los pueblos, pero supongo que
las normas sanitarias y la educación recibida nos han hecho mucho más
tiquismiquis y aprensivos. Hoy en día ya casi no hay ni moscas rondando
entre los alimentos, y tampoco es que vaya uno a reivindicar las moscas a
estas alturas, pero como machadianas que son sabían ir a lo bueno y
revolotear entre aquellos dulces de recuerdos tan idealizados. Igual ya no
hay moscas no porque se estén aplicando mejor las normas sanitarias sino
porque ya ni las sardinas, ni los petisús, ni la leche saben y huelen como
antes. A mi sólo me basta cerrar los ojos y recordar aquellos olores para
acercarme sobre la marcha al paraíso. Por eso a veces reconozco que es una
ventaja contar con los recuerdos: lo guardan todo, lo mismo un olor que
una mirada o un paisaje. Gracias a ellos no nos morimos del todo con el
tiempo que va pasando presuroso con nosotros.