El fútbol suele ser el camino más
corto para volver a la infancia. Nunca queremos dejar de jugar. Ya no
vamos dando patadas a un balón, pero seguimos soñando como entonces, y
sobre todo seguimos vibrando y olvidando los problemas cotidianos cuando
nos metemos de lleno en un partido apasionante. Sin embargo yo no recuerdo
rivalidad mayor que la de los partidos que disputaba el Guía contra el
Unión Moral de Gáldar. Contra La Atalaya, el Galdense o el Agaete también
había su morbo, pero no era lo mismo. Aquellos partidos se vivían con una
intensidad tremenda, y raro era no ver cómo a alguien le faltaba el aire o
tenía un amago de infarto. Los escenarios eran el campo de La Atalaya y el
de Barrial, ambos con tierra de mucha polvajera y rudimentarias gradas. La
gente, además, tenía tendencia a quedarse de pie y a estar a escasos
centímetros del juez de línea, al que yo de niño recuerdo que siempre
llamaba Juan de Línea, y no había nadie que me quitara ese nombre
de la cabeza.
Mi padre estaba en la directiva
del Guía que presidía el inolvidable Octavio Estévez, y creo que de la
misma también formaban parte otros grandes amigos de mi progenitor como
Juanito Paeo o René del Pino. El equipo que a los de mi generación nos
aficionó al fútbol lo recuerdo como un verdadero equipazo. Me acuerdo del
portero, que se llamaba Carmelo y que era casi tan espectacular como
Carnevalli, o yo al menos los rememoro a ambos con idéntica grandeza y
reflejos felinos. Luego estaba un jovencísimo Víctor el Canario, Carreta,
los hermanos Torres, sobre todo el que jugaba de delantero centro, un
Andrés Pineda casi infantil, y muchos más que ahora no recuerdo. También
formaba parte de aquel equipo mi verdadero ídolo de la infancia, mi primo
Nano Saavedra, que venía de jugar con los juveniles de la Unión Deportiva
de Las Palmas junto a gente como Félix, Roque, Noda o Rivero. Yo además de
ir a ver el Guía iba a ver a mi primo Nano, a quien recuerdo como un
jugador técnico, con mucho carácter y demoledor en las inmediaciones del
área. Como a otros genios del balompié le perdía el temperamento. Otro
genio de entonces, aparte de un jugador que creo que se llamaba Juan, era
Isaac, todo un portento y uno de los mejores peloteros que ha dado el
Norte de Gran Canaria, y quien curiosamente terminó jugando en el Unión
Moral en la época dorada en que entrenaba a este equipo un casi novato
Álvaro Pérez.
En aquellos partidos los estadios
presentaban unos llenazos hasta la bandera, y uno se sentaba en las gradas
mirando cómo los más fanáticos amenazaban todo el rato con saltar al campo
a pedirle cuentas al árbitro, o cómo había amagos de peleas cada dos por
tres. El Guía del que les hablo se proclamó campeón de lo que entonces
creo que vendría a ser una especie de Preferente, pero con mucho más caché
que ahora porque en aquellos años no existían ni la Segunda B y en la
Tercera sólo jugaba El Toscal de Tenerife y luego Las Palmas Aficionado,
que es como en aquellos tiempos se llamaba Las Palmas Atlético. Como el
Guía se quedó campeón le tocó jugar en un partido de ida y vuelta que
finalmente perdió con el Real Unión de Tenerife, a la sazón campeón de la
otra provincia.
Cuando salió campeón el Guía sí
recuerdo la procesión de coches con las banderas rojinegras y cómo
abrieron hasta la iglesia a las tantas de la noche para cantar un Salve a
la Virgen de Guía. Tengo viva la imagen de Eulogio el gato envuelto en la
bandera del equipo guiense pegando gritos como un loco por las
inmediaciones de la Plaza Grande. La verdad es que aquello se vivía con
una pasión tremenda.
Cuando jugaron con el Real Unión
fuimos muchas familias de Guía a ver el partido en Tenerife. Yo tendría
siete u ocho años y era la primera vez que subía a un avión. Para mí era
un lujo estar cerca de los jugadores del Guía y del entrenador de
entonces, un señor muy serio y muy respetado por los jugadores que vivía
en La Atalaya y de quien ahora mismo no recuerdo el nombre. Nos quedamos
en el Hotel Parque de Santa Cruz, y tuvimos la suerte de que allí se
alojaba también el Real Club Celta de Vigo para jugar con el Tenerife en
Segunda División. Me vine cargado de autógrafos. De aquel Celta, que era
el típico equipo ascensor que cada dos años salía en las estampas o jugaba
en el Insular, destacaba sobre todo el potero argentino Fenoy. Yo recuerdo
todos los prolegómenos del partido como una fiesta, y de lo menos que me
acuerdo es del encuentro en sí, que se celebró en el estadio de La Salud,
en La Laguna, y donde creo que perdimos 3 a 1. La vuelta fue en La Atalaya
y no remontamos, aunque lo que más recuerdo fue la fiesta posterior al
encuentro que se celebró en el casino de Guía. Allí todos tenían que ver
con un señor que se llamaba Segundo Almeida, que desde aquellos años era
poco menos que dios en el mundo de la radio deportiva de la isla.
Al Guía todos le llamaban el
Tirma. No había manera de que la gente mayor lo nombrara de otra manera.
No en vano era heredero de un pasado futbolístico del que ha escrito
detallada y maravillosamente en este mismo portal digital Juan Dávila,
sobre todo dibujando el perfil de muchas de sus más legendarias figuras. A
mí me hablaban de esa época gloriosa mi padre y mi abuelo, que eran dos
grandes futboleros. Algún día contaré las historias de mi abuelo Santiago
con las palomas mensajeras como anticipo de lo que fue el Carrusel
Deportivo.
El recuerdo más agridulce de mi
infancia futbolera tuvo lugar el año en que les pedí a los Reyes Magos el
equipaje del Guía. No había manera de localizarlo y lo que hicieron mis
padres fue dejarme la vestimenta de la selección española. Recuerdo montar
una carajera de cuidado y maldecir mil veces a los Reyes por no haber
rebuscado en las tiendas el equipaje del representativo guiense. La única
solución de los Reyes fue dejarme a los dos días el equipaje del Bilbao.
En la nota me decían que para formar el equipaje del Guía podía coger el
calzón del equipo vasco, y claro, yo salí a calle más feliz que Ricardito
con mi flamante equipaje del Guía, lo cual no quitaba para que presumiera
ante mis amigos de tener el de la selección, el del Atletic, y combinado
cuidadosamente, también el del Atlético de Madrid. A todos ellos había que
sumar un par de zamarras más, aunque ninguna tan valiosa como aquella de
tela acartonada que tenía el escudo de la Unión Deportiva Las Palmas, y
que había comprado en el bar de Paquito, en San Roque.
Ahora hace más de veinte años, que
se dice pronto, que no veo un partido del Guía. Sin embargo nadie me quita
la costumbre de ir a buscarlo todos los lunes en la clasificación de la
categoría en la que se encuentre. Cada cual cuenta la feria según le va en
ella, y cada uno tiene sus recuerdos idealizados y grandiosos, aunque
después resulte que no valgan un colín. En mi caso, la intensidad de mis
recuerdos futbolísticos no sólo se escribe con el amarillo de la Unión
Deportiva o el blanco del Real Madrid. Mis primeros colores fueron el rojo
y el negro del Guía, y en la vida uno jamás olvida las luces primeras que
nos emocionaron, ni por supuesto los colores, ni tantos goles memorables
que sólo caben en la imaginación y en el recuerdo más o menos recreado a
nuestro antojo.