Los niños de los setenta veíamos escrito nuestro amor
por las paredes y las calles del pueblo. Generalmente lo escribían los
amigos cuando robaban cuatro tizas desgastadas en el colegio. Dibujaban un
corazón y dentro colocaban tu nombre con la novia que ellos creían que te
convenía en ese momento. Nos cuidábamos mucho de desvelar nuestros
enamoramientos. Desde que nombrabas a la deseada ya estaba en boca de todo
el mundo y lo más probable es que en un par de días estuviera escrito por
todas las calles. A veces éramos nosotros mismos, bien escondidos de los
demás y cambiando la letra, los que escribíamos los nombres que nos
interesaban. Era una forma curiosa de declararte o de dejar caer una
noticia a ver qué tal la acogía la susodicha. De todas aquellas parejas
que fueron escribiendo sus comienzos con tizas blancas no creo que se
concretara casi ninguna. Echando la vista atrás creo que sólo una se
mantiene tal y como la trazábamos entonces. Las demás no solían durar más
de dos o tres semanas, y generalmente se quedaban sólo en un rumor, en un
cruce de cómplices miradas o en un par de paseos nerviosos por los
alrededores de la plaza. A veces se podía llegar a la confidencia, pero
poco más. No se escribieron nuestros primeros besos en esos amores que se
trazaban con tiza. Fueron tan efímeros como el propio material que se
utilizaba para los escritos. Se borraban con un par de gotas de lluvia o
con los baldes de agua que tiraban a la calle una vez terminaban de
limpiar las casas. Uno no recuerda hoy ni siquiera los nombres. Sí
mantenemos algunas caras, tal vez un par de gestos, o el recuerdo de los
recaditos en papeles anónimos. Hoy no sabría reconocerlas si me las
tropezara por la calle.
La tiza tenía ese encanto del amor, pero también servía
para el insulto o la burla cuando trazaban cualquier barbaridad por las
calles. Lo rayábamos todo, pero nuestros grafitis eran inocuos y no
perduraban ni dañaban las piedras históricas del pueblo. No tenía nada que
ver ese uso de las tizas con el que les dábamos en el colegio cuando nos
mandaban a la pizarra a resolver cualquiera de aquellos problemas
matemáticos que tanto nos descorazonaban. La pizarra era una especie de
escenario del que nos viene a la mayoría el miedo escénico. Resultaba
terrorífico estar delante de toda la clase con una tiza en la mano y sin
saber cómo diablos se resolvían aquellos condenados polinomios de las
narices. Uno lo único que deseaba en esos momentos era que se lo tragara
la tierra.
Luego estaban las tizas que equivalían a armas
arrojadizas y que volaban de un lado para otro cuando no estaba el
maestro, o si éste era despistado o estaba todo el santo día pensando en
los celajes. Un machangazo de tiza lanzado con fuerza y puntería te podía
dejar la cara como los palillos que ponían para que disparáramos con las
escopetas de balines en las casetas de las fiestas. Abrir un paquete nuevo
de tizas era como descubrir una mina. Te sentías medio explorador teniendo
entre los dedos todos aquellos tesoros sin desgastar. Hablo de las tizas
blancas de aristas marcadas. Las de colores, en cambio, eran menos
atractivas, y encima te dejaban la ropa toda manchada a poco que te
despistaras. Las blancas se quitaban con una buena sacudida en la ropa o
metiendo las manos debajo del chorro unos segundos. Pero ya digo que esos
trozos de tizas que iban quedando en la parte baja de la pizarra, o del
encerado, que es como llamaban a la pizarra las profesoras más cursis,
eran las que servían luego para escribir la actualidad amorosa del pueblo
por todas las calles. Pocas veces se escribían con tinta los nombres y las
cuitas que queríamos hacer saber a todo el mundo. De alguna forma teníamos
claro que la tiza era efímera, tan efímera y tan pasajera como la propia
esencia de los amores que contaba. Un mes de enamoramiento entonces podía
equivaler a un par de años de ahora. La tiza era como una especie de
ceniza blanca que iba desapareciendo tan rauda como nuestras proteicas
pasiones. No quedaba nada de ambas. Los escritos se borraban como los
propios amores improvisados. Ni siquiera recordamos los nombres con los
que un día compartimos corazones blancos en las aceras o en los muros de
las casas y de las fincas.
Diciembre de 2006.