El Circo Bruselas
LA LLEGADA DEL CIRCO
Santiago Gil
A veces los sueños se convertían en realidad. Siempre
nos dijeron que deseando algo con toda el alma se acababa consiguiendo.
Con la experiencia de los años preferiría guardarme la opinión sobre ese
adagio, aunque puestos a opinar debo reconocer que casi siempre te quedas
con la miel en los labios, o a años luz del deseo o del sueño que
pretendes alcanzar. Otras veces sucede el milagro y resulta que te ves
colmado de dichas y accediendo a situaciones, vivencias y sobre todo
amores que superan con creces tus propósitos más optimistas. De niño nos
pasaba igual, si bien entonces la suerte estaba más de nuestra parte, o
por lo menos no había tantos aguafiestas dispuestos sólo a incordiar al
prójimo. Yo de niño vi cumplidos muchos sueños, entre otras cosas porque
casi todos eran pequeños, de andar por casa, y fácilmente asequibles. No
cambiábamos París por nuestra aldea, ni jugar de delantero centro con el
equipo de tu calle por ganar la Copa del Mundo. Digamos que así lo tiene
más fácil el destino. Pero no todos los sueños de entonces eran de fácil
acceso. Muchas veces nos imaginábamos cómo debía ser el mundo del circo
por dentro y lo maravilloso que sería poder convivir con elefantes, cebras
o leones. Alguna vez bajábamos a Las Palmas a ver el Circo Ruso o a cantar
con Fofo y compañía aquellas horteradas que entonces eran nuestras
canciones comprometidas y la banda sonora de nuestras meriendas. Nuestros
padres y abuelos nos hablaban de cuando venía a Guía el Circo Toti y de
ese Pepe el Cañadulce que tan maravillosamente rememora nuestro paisano
Braulio en su canción (sin caer en pasión de paisanaje creo que Braulio
vuelve oro casi todo lo que toca, aunque por desgracia habrá que esperar
para que ese oro reluzca como se merece incluso en su propio pueblo), pero
nosotros soñábamos con algo parecido a los circos que veíamos en la
capital.
Sucedió una tarde, porque de alguna forma las tardes
solían ser las partes del día más propicias para los milagros. Salíamos
del colegio del barranco, supongo que con las mismas ganas de recuperar la
libertad perdida en la calle cuanto antes, cuando alguien empezó a decir
que habían montado unas carpas en la zona de Marente, justo enfrente de
Muebles Díaz, nuestro pequeño paraíso para rebuscar las maderas necesarias
para los carricoches de cojinetes, para las carretas de la Romería o para
las hogueras de San Antonio, San Juan y San Pedro. Al principio no creímos
al vocero que quería marcarse la exclusiva, pero poco a poco fuimos
metiéndonos por el barranco y descubriendo cómo de fondo se veían los
colores de una gran carpa y se escuchaban los sonidos de unos animales que
no tenían nada que ver con la fauna de las plataneras, los estanques y los
barrancos. Allí estaban los elefantes, los monos y la carpa central con
los malabaristas y los trapecistas volando de un lado para otro. Recuerdo
que la estrella del trapecio se llama Mara, y que era una señora muy
sensual, muy psicalíptica y de rasgos algo agitanados que a todos nos
volvía locos con el minúsculo biquini de colorines con el que se
presentaba en el espectáculo. No queríamos volver a casa, y mucho menos al
colegio. De milagro no acabó alguno de nosotros fugándose con los del
circo como mismo hizo José Arcadio Buendía cuando se fue de Macondo. Ganas
no nos faltaban, por más que hubiera que dormir casi a la intemperie.
Estuvimos toda la semana conviviendo con los domadores y los payasos, y
haciéndonos amigos de los hijos de los artistas que ya eran a su vez
pequeños artistas en ciernes que hoy en día seguro que seguirán en ese
mundo tan literario y tan maravilloso. Les echábamos una mano en todo lo
que nos pedían y a cambio nos daban entradas para todas las primeras
sesiones. Era como si el paraíso se hubiera instalado a las puertas de
nuestras casas, y durante esos días no recuerdo que hubiera nada más en el
mundo, y si lo había nos importaba un carajo. Todos soñábamos con volar
como Mara, o ya puestos con volar junto a Mara, una mujer de rompe y rasga
para aquellos tiempos de rombos en la tele y de pacata moral cristiana que
nos tenía con las hormonas alteradas. Por unos días cambiamos las calles,
las plazas, las canchas y los barrancos del pueblo por la magia del circo
Bruselas, que tampoco es que fuera nada del otro jueves en el panorama
circense nacional, aunque a nosotros eso nos importaba tres pitos. Y lo
que daríamos hoy por volver a vivir aquellos maravillosos días de
aventuras y de sueños cumplidos. Podíamos tocar las trompas de los
elefantes y acariciar las serpientes, nos subíamos encima de los ponys y
participábamos en las órdenes que daban los niños del circo a los perros o
a los caballos para que se pusieran a dos patas. A lo mejor la mitad de lo
que escribo me lo estoy inventando, o fue algo soñado, pero juraría que
fue tal como lo cuento, incluso más emocionante. Fuimos felices, y eso es
lo único que cuenta. El circo de verdad estaba en Guía y nosotros también
formábamos parte del sueño.
Agosto de 2006.