Revista digital sobre el municipio de Guía de Gran Canaria (ESPAÑA)    

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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

BARCOS DE PAPEL

Santiago Gil

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"Aventurero audaz,
jinete de papel
cuadriculado
que mi mano sin pasado
sentó a lomos de un canal" (Serrat)
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Posiblemente la vida no sea más que una corta navegación a bordo de delicados barcos de papel que siempre acaban zozobrando en aguas turbulentas. Nosotros podíamos ser esos barcos de papel incontrolados y sin consistencia que van de un lado para otro movidos por la corriente o la fuerza de las aguas. Generalmente nos dejamos llevar y confiamos en la suerte. Mientras estemos vivos somos afortunados, navegamos, aunque cada vez nos cueste más mantenernos a flote.

Aquellos barcos de papel que construíamos en la infancia nos enseñaron mucho de la fugacidad de la vida. Pasaba lo mismo con los castillos de arena que levantábamos en las costas: siempre llegaba el agua arrasando con todo, llevándoselo todo y despreciando nuestras horas de trabajo, ilusión y sacrificio. Pero los barcos de papel cuadriculado eran mágicos mientras navegaban airosos sobre el agua de los riegos de las fincas. Yo recuerdo que Guía parecía entonces parte de La Alhambra. Por donde quiera que uno se moviera, sobre todo si salías de las calles principales y te adentrabas por las fincas y los barrancos, siempre se escuchaba de fondo el sonido del agua por los riegos y las acequias, o cayendo en presas y maretas. A mí recuerdo que me encantaban los riegos, sobre todo el que pasaba delante de casa de mi abuela Bárbara en Las Barreras. Podía estar durante horas mirando el agua, mojándome las manos o desafiando su fuerza sumergido hasta las rodillas. Y luego había un olor, aquel olor, mitad tierra mojada, mitad podredumbre, nada parecido al del marisco de las orillas, un olor más dulce y más denso, como un vino añejo que recogiera toda la humedad y las hierbas aromáticas en su líquido.

Los sábados salía corriendo a casa de mi abuela desde primera hora de la mañana, o me quedaba ya la noche anterior. De alguna forma aquella era mi casa, mi paraíso, siempre inventando juegos con Forillo, revoloteando alrededor de mis primas o sacando a Tomasín de sus casillas con mil mataperrerías. Teníamos un campo de fútbol propio justo detrás de la casa, en una finca que no era de mi familia pero que sólo recuerdo ver plantada una vez, y la verdad es que no creo que diera cosecha alguna. En ese campo salía hierba verde cuando llovía, unos hierbajos que duraban tres días y que tenían más hortigas que otra cosa, pero que para nosotros era el césped, y de hecho ése era el único césped que teníamos entonces para emular a Germán Dévora o a Brindisi. Bueno, me equivoco, el mejor césped era el de las maretas abandonadas, sobre todo el que brotaba en la de la Cuesta de La Caraballo. Esa mareta era el campo oficial del equipo de La Cuesta, una formación que como las otras del pueblo nunca estuvo federada, pero que sin embargo tenía forofos a tutilplén y jugadores dispuestos a sudar la camiseta por sus colores. Otro inciso, tampoco teníamos colores en la camiseta, los de la Plaza elegían por ejemplo el azul, los de san Roque el rojo, y los de La Cuesta el amarillo, y luego cada miembro del equipo se buscaba la vida tratando de ajustar las prendas como mejor podía. Tanito y yo, viviendo en San Roque, jugábamos en el equipo de La Plaza porque era el que estaba integrado por nuestros compañeros de clase. Digamos que fuimos unos mercenarios precursores en el mundo del fútbol, sin duda unos auténticos adelantados a su tiempo viendo lo que hay hoy en día. Pero yo les hablaba de lo maravilloso que era jugar en una mareta vacía moviendo el balón entre la arenilla del fondo y el césped. Hoy en día no sé si me atrevería a jugar un partido en esas condiciones. Desde arriba, o sea cerrando la salida y unas escaleras sin protección en las que no sé cómo no nos rompimos la crisma, nos acechaban los más pendencieros esperando a ver si protestábamos por algo o acabábamos a empujones, patadas o insultos. No eran precisamente partidos de hermanitas de la Caridad los que disputábamos entonces, aunque en La Cuesta preferías no protestar por las faltas con tal de que te dejaran salir de la claustrofóbica mareta. Sin duda era otro concepto del fútbol y de la pasión por el deporte, entre otras cosas porque nos construíamos hasta nuestros propios terrenos de juego, que ya es decir.

Pero yo les estaba hablando del riego que pasaba junto a la casa de mi abuela en Las Barreras, poco antes de llegar al Hospital. En aquel riego era en el que yo echaba a navegar mis barquitos de papel. Me costaba mucho deshacerme de ellos. Sabías que desaparecerían en unos segundos. A veces había suerte y salvando los obstáculos y los distintos saltos de agua aguantaban algunos minutos. Era una maravilla, algo casi inenarrable comprobar cómo tu pequeño barco resistía los embates de la corriente y se mantenía airoso sobre el agua. Parecía que te sonreía cómplice y ufano, aunque para verlo tenías que correr como un Zatopek saltando piedras, hierbajos y a veces llevándote por delante a algún paseante despistado que miraba con arrobo el paso del agua. Alguna vez los vimos perderse a lo lejos, y entonces nos imaginábamos que llegaban al mar y que luego surcaban océanos lejanos y recorrían el planeta de punta a punta. La verdad es que con que llegara a Agaete o a Roque Prieto nos conformábamos. Pobres ilusos, aun no sabíamos que los riegos de la vida real no se comunican o que esto está montado sobre secuencias que casi nunca tienen que ver nada entre sí. Pero entonces sabíamos poco del mundo porque vivíamos más en el mundo. Yo me entiendo y sé que lo me digo. Echo de menos esos barcos que preparábamos durante horas y a los que solíamos ponerles algún distintivo para que se supiera que eran nuestros. Ya hace muchos años que no construyo barcos de papel, y los riegos los veo casi siempre vacíos. Aquellas fincas de entonces no existen o están baldías o construidas. En el campo de fútbol que les contaba, por ejemplo, hay ahora un gran colegio y canchas con porterías reglamentarias y me imagino que hasta focos, aunque éstas nunca lograrán tener el encanto de aquel otro campo, ni su luz se parecerá a la de las linternas que colocábamos en los postes para poder jugar de noche imitando a nuestros ídolos. Tampoco estará aquella visión majestuosa del Teide encendido con el arrebol de la tarde cuando alzábamos la vista entre jugada y jugada hacia un horizonte sin cemento y sin tantas aberraciones urbanísticas. De mis barcos de papel tampoco he vuelto a tener noticias. Supongo que los que sobrevivieron como hemos sobrevivido nosotros estarán por esos mundos dando guerra y viviendo emocionantes aventuras. No creo que se hayan vuelto también unos nostálgicos coñazos y tendentes a la melancolía. Aquellos papeles que arrancamos de las libretas del colegio para construirlos seguro que también andan por el mundo escribiendo lo que de alguna manera fuimos o quisimos llegar a ser. ¡Que los vientos respeten siempre sus delicadas velas de celulosa y de sueños!

Agosto de 2006.

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