Les debemos muchos obituarios y otras tantas necrológicas. Detrás de cada árbol que se ha quemado en nuestras cumbres había una historia. Y vale que la vida y la muerte están regidas por el azar, y que en cualquier momento nos cae un meteorito y nos manda a todos a las Chacaritas. De acuerdo, pero en este caso ha mediado la mano del hombre. Nosotros hemos prendido la llama. Y digo nosotros porque el pirómano era uno de los nuestros, un ser humano teóricamente racional y evolucionado. No nos conviene ahora el lloriqueo. Cometeríamos un gran error.

Lo que urge es un replanteamiento absoluto de nuestra conciencia ecológica. Subamos a la Cumbre y veamos qué vulnerable es nuestro territorio, y cómo cada paso que damos tiene sus consecuencias. Hemos de arrimar el hombro entre todos para tratar de devolver el verde a nuestros montes. Es probable que no los volvamos a ver en todo su esplendor, pero los que vienen detrás de nosotros sí podrían hacerlo. Dependerá mucho de lo que hagamos a partir de ahora.

Los que escribimos tenemos el deber de recordar cómo era el paraíso que hemos visto calcinarse entre las llamas para que no se repitan los mismos errores. No me valen las hectáreas ni el recuento de datos. Queda todo muy frío y distante. Cualquiera de esos árboles heridos de muerte me regaló en su día un momento de gloria. Ahora tengo miedo a caminar sobre sus cenizas. Me recuerdan el infierno, y no nos han educado para asumir el infierno tan cerca de nuestras casas. Se suponía que siempre íbamos a vivir en el paraíso, en aquel jardín sideral siempre en flor del que hablaban los pasodobles. Pero los paraísos no perduran porque uno los cante a todas horas como himnos patrióticos. Hay que cuidarlos.