DOCUMENTOS DE INTERÉS PARA 

GUÍA DE GRAN CANARIA

PREGÓN DE LAS FIESTAS DE LA VIRGEN DE 2001

Por D. Eugenio Suárez- Galbán Guerra

 

Iltmo. Sr. Alcalde D. Fernando Bañolas Bolaños, Escama. Corporación de Santa María de Guía, Sr. Concejal de Cultura D. Erasmo Quintana, queridos amigos, compueblanos y familia:

            Acaso le extrañe a más de uno que yo tenga la osadía de autonombrarme vuestro compueblano habiendo nacido y habiéndome criado fuera. Y no es sólo que nunca me he sentido extranjero aquí, sino que Guía siempre ha sido una constante en mi vida, una presencia, si no siempre física, sí siempre real por cuanto sabemos que no sólo del pan vive el hombre, que el ser humano es algo más que materia. Yo nunca llegué a Guía: siempre he vuelto, como se vuelve al mundo perdido de la infancia que todo regreso intenta en vano recobrar, pero que, no obstante, se vuelve a soñar. Tan así que recuerdo que en una ocasión me propuse poner a prueba esa misteriosa sensación de regreso apareciendo en Guía sin anunciárselo a  nadie. Tanto tiempo había transcurrido desde mi última visita a Canarias, que al preguntar en Gando por un pirata que me trajera a Guía, el hombre me miró sorprendido y simplemente me dijo: “mi niño, ¡ya los piratas no existen”!

             Supongo –curiosamente, no lo recuerdo ahora- que me trajo una guaguita pequeña o furgoneta. Y quizá no lo recuerde porque la memoria es selectiva, y hoy me devuelve sólo mi empeño de  entonces de ir constatando los lugares que yo escasamente conocía, y que sin embargo reconocía, y hasta anticipaba durante el trayecto de Las Palmas a Guía: una curva cualquiera, la casa de verano de mi tío Juan Aguilar en San Andrés, la Cuesta de Silva (donde mi tío Geño perdió los frenos una vez y salvó la situación arrimando el coche al lateral rocoso de la carretera, iluminado en ese momento sin duda alguna por las oraciones de su esposa y mi queridísima tía Ana María), el drago al borde de la vía, el lugar exacto donde aparecería, ya sin bruma y siempre imponente, el Pico de la Atalaya. Misteriosamente, en efecto, yo volvía, pero no con la sensación de regresar simplemente a mis raíces, sino de sumergirme de nuevo en un sueño que en el pasado había sido realidad.

             Pero no vengo a hablar de mí hoy, sino más bien de los guienses que me han marcado, y a quienes debo principalmente mi amor por este pueblo, y el orgullo que siento por mi sangra canaria.

             Permítaseme, no obstante, alguna anécdota personal reciente que resulta ilustrativa de esa constante presencia en mi vida de Guía y de Canarias, presencia que no vacilaría en calificar de obsesión si este término no resultara ser indicio de algún mal. Y aunque parezca que estoy contradiciendo y recurriendo descaradamente a la antigua artimaña retórica de anunciar lo que voy a hacer para continuar a hacerlo, téngase en cuenta que Guía me ha llegado, y tan hondamente, a través más que nadie y que nada de esos dos guienses, uno de los cuales, de hecho, nunca conocí, y así que a ellos está subyugada cualquier anécdota que voy a contar. Por lo mismo, mi amor por esta ciudad y este pueblo siempre, de alguna manera u otra, se remonta a estas dos personas por el momento permanecerán en el anonimato para asegurarme de que, al menos por el momento también, nadie se me duerma. Antes de continuar con la anunciada anécdota, me apresuro a añadir, sin embargo, que si la mayor fuente de mi amor y admiración por Guía brota de esas dos personas, ese manantial ha sido constantemente aumentado a través de los años, y no obstante las ausencias, por tantos familiares y amigos cuyo cariño ha aumentado a su vez esa misma sensación de regresar siempre a un sueño que fue real.

             Paseando yo por las calles de La Habana un día del pasado mes de marzo tras una intensa jornada de trabajo, al levantar la vista me hallo, sin habérmelo propuesto, frente a la sede de la Asociación Canaria de Cuba “Leonor Pérez Cabrera”. Un freudiano diría que mi subconsciente me guió allí, pero más atractiva, y hasta poética, se me antoja la explicación que sin duda daría mi madre (q.e.p.d.): la Virgen de Guía fue la que ahí te guió. El caso es que al entrar y comunicarle a la recepcionista que yo venía de Madrid, de cuyo Hogar Canario soy miembro, asumiendo ya la buena mujer que yo, precisamente criado en un barrio de La Habana, era canario cabal, me interrumpe para excusarse porque el presidente –Carmelo González Acosta- estaba reunido, pero que me recibiría el vicepresidente (Lázaro Rivero Galbán, con la misma be que también sustituyó la uve de mi apellido en Cuba, por cierto). En efecto, apareció momentos después el vicepresidente, no sin antes haber movilizado al camarero del bar para que me sirviera lo que me apetecía. Le expliqué mi complicado caso de canario-cubano-neoyorquino, el cual caso resumió unos minutos después al presentarme al presidente de la siguiente manera tan original: ¡”Este es un señor tan canario que nació en Nueva York, se crió en Cuba, lo llevaron a Canarias de niño, volvió a Nueva York y lleva veintiséis años en Madrid”!

             Dos casualidades canarias más me acontecieron durante este viaje: acompañaba yo a un grupo de un museo de arte, y sabido es que el Cementerio de La Habana es una visita obligada por la enorme y valiosa cantidad de escultura que ahí se encuentran. Años antes, había participado en un congreso literario que incluía una peregrinación literaria para visitar la tumba del escritor Lezama Lima. Largo tiempo busqué infructuosamente la tumba de mi abuelo, Luis Suárez-Galván. En esta ocasión, falto de tiempo, había desistido de reanudar la búsqueda, cuando un señor del grupo me pregunta por mi apellido, y acto seguido me guía –nunca mejor pronunciado el verbo- a la tumba de mi abuelo. De nuevo, no puedo evitar pensar que la Virgen de Guía y la poesía  me rondaban en ese momento.

             Finalmente, y para terminar con este reciente viaje, celebrando una cena en un antiguo palacio de la bella ciudad de Cienfuegos, se nos invita a subir a la azotea para contemplar la vista. Entablé conversación con un empleado, quien al enterarse de mi origen doblemente isleño, me comunica que una amiga suya estaba a punto de partir para Canarias en unos días. ¿”A cual isla”?, pregunto. “Gran Canaria”, me contesta. ¿”Las Palmas”?, conjeturo, más que preguntar ahora. “No”, viene la respuesta, “a un pueblo que se llama Santa María de Guía. ¿Lo conoce”? Estoy seguro que hasta ahora el cronista Pedro González Sosa le hubiera perdonado, como yo, el haber revertido a Guía a la condición de pueblo, tanta fue la emoción que sentí en ese momento al ver mis dos patrias tan hermanadas y presentes por otra bella casualidad.

             El buen señor quedó en intentar comunicarse con su amiga para que fuera a desayunar en el hotel, pues yo tenía que regresar a La Habana temprano la próxima mañana. No apareció. Pero no pierdo la esperanza de duplicar en Guía la casualidad de Cuba. Así que si alguien conoce a una cubana llegada de Cienfuegos, díganle por favor de mi parte que tenemos un desayuno pendiente

             Podría continuar relatando anécdotas relacionadas con Guía que me han ocurrido, y que se me antojan muchas veces, si no milagrosas, entonces ciertamente maravillosas, como cuando en pleno Nueva York, desempeñando la enseñanza en la universidad, un alumno me trae un recado del director del departamento de filología hispánica para que acuda a su oficina después de clase. No era la primera vez que se me solicitaba para ayudar a algún hispano parlante a rellenar algún formulario, o simplemente para indicarle alguna oficina del gobierno donde podrían atender sus necesidades, aunque sí me extrañó que no hubiera nadie en el departamento en ese momento que pudiera llevar a cabo esta tarea. Resultó ser un marinero mercante español que había decidido quedarse en tierra, un muchacho nada menos que del barrio de San Roque, que al ver mis apellidos en la puerta de mi oficina, insistió mediante señas y gestos que se me llamara. Pero más que quedarnos en anécdotas, insisto en que mejor me parece encausar mis palabras y esas anécdotas a destacar la importancia que sobre mi persona han dejado esos dos guienses, pero no por lo que a mi persona respecta, sino como ejemplo del valor humano y cultural que puede trasmitir la personalidad y la vida de nuestros antepasados.

             Alguno ya habrá adivinado que los dos guienses a los que me he referido son mi madre y mi abuelo paterno. Cuando afirmo que yo me crié en Guía a seis mil kilómetros de distancia simplemente estoy diciendo que mi madre nunca olvidó su pueblo. Mi prima, María Mercedes, recordará sin duda alguna el retrato de la Virgen de Guía que siempre adornó el armario de mi madre. Para mí la Virgen ha sido siempre esa imagen guiense. A la edad de cualquier niño criado en Guía, ya yo conocía el célebre milagro de la estatua que los bueyes no pudieron arrastrar más allá del lugar guiense señalado. Antes de que me trajera por primera vez a Guía - ¡hace ya cincuenta y un años!- ya yo conocía a don Bruno, ya yo sabía cómo era el campanario de la iglesia, que mi tía Nati hablaba inglés, y que a mi tía Manola la reconocería enseguida por su cabellera roja, que Gáldar (de donde, por cierto, procedía mi bisabuelo paterno, Matías Suárez Rodríguez) no era Guía, ni muchísimo menos, ¡no te confundas, muchacho! sabía, además, los nombres de las fincas de mi abuelo Fernando y que en una se cultivaba plátano, y en otra frutales que no acababan de dar fruta. Y hasta sabía que el caballo de mi abuelo materno, que llegaría a montar de niño, era de color grisáceo. Luego, lo que mi madre no me contaba, me lo contaba mi tía Toñy, aquella bella mujer que, con el permiso de mi tío Marino, enloqueció a tantos cubanos que –cariñosamente, y con el respeto que sólo es concebible dentro de cierto relajo cubano –la apodaron “el pichoncito canario”.

             Por otro lado, también es verdad que la historia ha bendecido a dos pueblos uniendo de manera hasta hoy indisoluble a Canarias y Cuba. “Cuba y Canarias: dos pueblos, un solo corazón” reza acertadamente el lema del escudo de la Asociación Canaria de Cuba. Luego, ¿no es cierto también  que existen afinidades entre dos pueblos que son justamente quizá las que explican esos lazos tan entrelazados?, si me perdonan la redundancia. Pero supuesto que el hombre es historia, y de alguna manera la historia canaria encajó con la cubana y viceversa, acaso más que lo que ocurrió en otras tierras. ¿Me ciega mi parte y patriotismo cubano? Recuérdese que fueron la actual República Dominicana y Haití, la antigua Hispaniola, el original centro de la Conquista. Desde ahí partían las naves hacia otras tierras y nuevas colonizaciones, y fue ahí donde se establecieron las dos primeras universidades americanas. Incluso, podría argüirse  -y se ha argüido – que hasta fines del XVII y comienzos del XVIII no empieza a ceder La Hispaniola esa su posición privilegiada a la mayor de las Antillas. Es más, también el mismo Puerto Rico, al hallarse a la entrada del Caribe, con todo y ser relegado fundamentalmente a una estrategia militar – o acaso precisamente por ello -  parece revestir mayor importancia que Cuba en un momento dado. Fue desde allí, y no desde la más próxima Cuba, desde donde partió la expedición de Ponce de León que terminaría en la conquista de la Florida, cuando los indios de Boriquen, para librarse del conquistador – al menos, eso afirman ciertos historiadores -, le convencieron que allá, en la Florida, se encontraba la fuente de la juventud. A las tres islas antillanas llegaron canarios, y muy tempranamente. En Puerto Rico, tierra de mi esposa, he probado un maravilloso gofio – canarión, de millo, naturalmente – que me brindaron los descendientes de canarios arribados a principios del siglo XIX. Sin embargo, creo que pocos discutirían que ha sido Cuba donde lo canario ha calado más hondamente. Y si Venezuela llegaría a rivalizar con Cuba en este sentido, esa honra le tocaría después. Ya que la literatura ha sido para mí, más que un modus vivendi, un modo de vivir embellecido, me vais a permitir recordar ahora que cuando la literatura canaria en castellano estaba aún en lo que quizá podría llamarse el último esplendor – y sin duda el más brillante – de su lento alba que había despuntado siglo y medio antes don las Endechas a Guillén Peraza, ya en Cuba un canario iniciaba la literatura de esa isla a comienzos del siglo XVI. Recientemente, un crítico cubano ha puesto en duda dicha primacía del Espejo de paciencia de Silvestre de Balboa, alegando que más que cubanizar el canario Balboa su mundo literario, los cubanos lo cubanizaron a él en un momento (siglo XIX) en que la isla forjaba su identidad nacional-literaria, para lo cual, innecesario es decir, una épica venía al pelo. Luego, que un canario se cubanice con tanta facilidad, y que su obra permanezca como característica en tantos sentidos de la literatura que se seguirá desarrollando en Cuba, ya de por sí pone en entredicho la última validez de cuestionar la nacionalidad literaria de esa obra. Como si una obra, y más si escrita en la misma lengua, no pudiera pertenecer simultáneamente a dos literaturas.

             Sin menospreciar, ni muchísimo menos, la importante contribución también de nuestros hermanos gallegos, hay que reconocer, no obstante, que fue no sólo posterior a la canaria, sino asimismo procedente de una región de España que no admite comparación con la canaria por sus afinidades con el entorno geográfico, social e histórico de Cuba, como recuerda, de hecho, el crítico literario Lázaro Santana para explicar precisamente porqué fue un canario el iniciador de la literatura cubana. Sin duda esta mayor afinidad entre cubanos y canarios explica también porqué el término gallego se convierte en Cuba en metonimia de español para todos los españoles, menos para los canarios, que aún reciben el fraternal calificativo de isleños.

             Precisamente un gallego (de verdad, de la propia Galicia), Cándido del Río, y un isleño, Luis Suárez Galván, ambos hombres, se encuentran un buen día en Cuba y realizan una de esas raras epopeyas que vienen a reforzar mitos y leyendas de la emigración. Porque si es verdad que la historia la escriben los vencedores, también lo es que de la emigración suelen recordarse demasiadas veces sólo los triunfos, salvo en estudios especializados cuyas estadísticas desmienten las fábulas y ficciones de calles pavimentadas de oro. De niño escuché también historias fantásticas de hombres que se lanzaban sin más a la aventura (de aquel lejano pariente, por ejemplo, cuyo nombre ahora no puedo recordar, que bajó un día a Las Palmas, y ahí mismo decidió de golpe vender su caballo por el precio de un pasaje a Cuba, a donde fue a parar sin  más también, aunque enviando un recado a su esposa que se iba de viaje). Que los isleños en general, y el canario en particular, tengan un carácter aventurero, bien puede ser, aunque quizá el refrán de a la fuerza ahorcan es lo que mejor explica la fiebre emigratoria que asoló a Canarias durante la segunda mitad del XIX, y que en lo que a Guía respecta, quedan tan exactamente documentada en la obra de Pedro González Sosa. Y su hermano, Manolo, una vez me contó que otro antepasado mío, Salvador Guerra –personaje estrafalario y pintoresco que ha regalado leyendas por Canarias y Cuba- de niño jugaba a lanzarse al mar en una barquilla con otros amigos rumbo a Cuba, y en una ocasión al menos tuvieron que ser rescatados por las autoridades marinas. Aun así, ¿qué duda cabe que casos como el descrito por Andrés Navarro Torrent en su Diario representan a la postre una clara minoría? ¿Cuántos, como Navarro, pudieron darse el lujo de abandonar profesión y vida acomodada en búsqueda de una fortuna aún mayor de la que gozaba? Si algo típico hay en ese diario es el resultado final de la aventura emigratoria, pues si su caso es excepcional por haberse lanzado a la aventura sin necesidad aparente, a la postre, sin embargo, esa su aventura se hace pareja a la de tantos que como Navarro encontraron desilusión y engaño al final del camino.

             Este, ciertamente, no fue el caso de Luis Suárez Galván: empezó pobre como casi todos y terminó rico como pocos. De mi abuelo, quien muriera veintidós años antes de nacer su último nieto que hoy les habla, sé lo que he podido leer en una breves memorias que escribió para su nieto mayor, así como por un libro que trata de canarios en Cuba que le dedica un capítulo, y otras memorias breves que compuso uno de sus socios, Heriberto Lobo, para el acto que celebraba su jubilación justo ese mismo año de 1.938 que me vio nacer. Gran parte de ese discurso reproduce las palabras dedicadas a Luis Suárez Galván que en la revista Cuba y Canarias había publicado ya en 1.912 Heriberto Lobo. Completa mi información lo que he podido recoger en conversaciones con personas ya fallecidas que conocieron a mi abuelo. Una curiosa coincidencia lo une a Silvestre de Balboa: también mi abuelo ejerció de escribano, si bien, contrario a Balboa, nunca pudo cumplir su sueño de ser escritor. Su mismo nacimiento estuvo marcado por adversidades, pues el año en que vino al mundo –1.851- azotaba el cólera a Guía. Su madre sufrió la epidemia, a resultas de lo cual mi abuelo tuvo un desarrollo tardío, no logrando caminar hasta los seis años, y no pudiendo asistir al colegio hasta los nueve. Y a tan temprana edad muestra una feroz tenacidad, superando obstáculo mediante el esfuerzo y el trabajo que le permiten pronto alcanzar el mismo nivel escolar que sus coetáneos. La pobreza le acarrea la que sin duda fue la más grande desilusión de su vida: no poder continuar el bachillerato en Las Palmas, como era la costumbre en Guía en aquel entonces para los que disponían de los medios necesarios. En vez, tuvo que ejercer de aprendiz a los doce años en un taller de zapatería, pero poco después, debido a su buen manejo de letras y matemáticas, el Cabildo Municipal lo emplearía como amanuense y ayudante de un agrimensor, ganando una peseta diaria, pasándose la semana entera fuera del hogar y pernoctando en cuevas donde se guardaban los alimentos para el ganado. Una vez más, las letras y los estudios le permiten mejorar de situación, y logra colocarse en una escribanía en Guía. Ya para este entonces, entrando mi abuelo en la adolescencia, un tío materno había escrito desde Cuba ofreciéndole una plaza en su pequeño comercio. Mi abuelo ni quería ir a Cuba, ni quería ser comerciante, pero a la pobreza de su situación vino a unirse otro motivo cuyo carácter macabro no deja de encerrar cierta nota humorística debido a unas circunstancias que sus memorias narran con verdadera maestría: aun vacilante respecto a si aceptar o no la oferta de emigrar a Cuba, la escribanía le pide a mi abuelo que redacte un informe sobre una autopsia en el cementerio de Guía, para lo cual era necesario su presencia durante la actuación del cirujano. Ahí mismo decidió emigrar.

             Corría el año 1.867, contando mi abuelo quince años y medio, cuando embarcó para Cuba. En vez de cama con sábanas de holanda, le esperaba un catre en el almacén del comercio que montaba por la noche y desmontaba a la madrugada. Pero si mi abuelo no pudo seguir el camino de las letras que tanto anhelaba, y que de alguna manera llegó a compensar con una intensa lectura, al punto de ganarse la reputación de un hombre de fina cultura, su vida en cambio se tornó novela. Novela realista, a lo Galdós, si se quiere, en determinados momentos, como cuando, al tocar los veinte años, y al decidir el tío materno regresar a Canarias, se encuentra ya mi abuelo a cargo de la empresa debido a su inteligencia y capacidad de trabajo, tal cual uno de esos personajes en los que don Benito veía el porvenir de España. Esa dicha que le permitía aprender de todo, sacarle provecho a la más desventajosa situación, brindaba ya sus frutos. Pero también novela maravillosa, fabulosa, más próxima ahora al realismo latinoamericano.

             Recién he nombrado a Cándido del Río. Por otra de esas casualidades de la vida, mi familia tropezó en Madrid hace años con la descendiente de del Río, relación que nos une hasta hoy. Intercambiando  anécdotas, he logrado completar lo escrito tanto por  y de mi abuelo. Sin duda lo más llamativo fue el primer encuentro entre el gallego y el canario. Debió ser un domingo, pues mi abuelo cruzaba la Bahía de La Habana hacia el casco de la ciudad como solía hacer cada otro domingo, único tiempo de solaz que le permitían las circunstancias. El negocio de del Río era precisamente el de facilitar el trayecto en su barco a través de la bahía, negocio que floreció hasta permitirle adquirir una pequeña flota. Por lo visto, del Río y mi abuelo entablaron enseguida una sincera amistad, la cual fraguaría algún tiempo después en lo que sólo puede describirse como uno de esos episodios tan maravillosamente novelescos que vuelven a comprobar que la vida, en efecto, puede llegar a superar la ficción. Pues en uno de esos trayectos, Cándido del Río le revela a Luis Suárez Galván que sus años de ardua labor le habían permitido acumular un capital considerable. Él, sin embargo, desconocía el mundo de los negocios que mi abuelo ya para ese entonces sí conocía a trancas y barrancas en el pequeño comercio de su tío materno. Y hay quien cuenta que el gallego, que  como tantos entonces no creía en la blanca, le enseñó a mi abuelo un cofre lleno de dinero. Para mayor maravilla aún, la muerte de su socio gallego años después sumió a mi abuelo en una profunda tristeza, desmintiendo así el tópico de la incompatibilidad entre amistad y negocio, pero también brindando un claro indicio de la gratitud que siempre sintió y profesó mi abuelo hacia su socio y amigo. La misma, dicho sea de paso, que aquel otro socio posterior, Heriberto Lobo, alabaría en su discurso de jubilación.

             Así, con un golpe de suerte de carácter novelesco, digno de un García Márquez, me atrevo a decir, comenzó la fortuna de Luis Suárez Galván. Y si maravillosa es la anécdota, no menos lo es la humildad de mi abuelo. Porque lo que acabo de contar es lo mismo que cuenta don Luis en sus memorias familiares, y lo mismo que después me contaron los nietos de del Río. Es decir, Luis Suárez Galván, indudable genio empresarial y hombre de negocios admirado por todos, no tiene ningún reparo en admitir que una sonrisa de la suerte le abrió el camino de la prosperidad y el reconocimiento. Y esa humildad, naturalmente, no refleja una virtud aislada, sino que es más bien reflejo de una personalidad y un carácter fundamentalmente éticos. Los hechos vuelven a confirmarlo, no las palabras de su nieto que aquí se limitan a recordar esos hechos.

             Que Guía honre la memoria de Luis Suárez Galván con el nombre de una calle y su retrato en el ayuntamiento, habla ya del sentido de la lealtad de mi abuelo. Como también mi madre, mi abuelo jamás olvidó su pueblo, tal que cuando le llegó fortuna, la repartió generosamente aquí. También en mi reciente viaje a Cuba, al entrar en el Hotel Inglaterra (el mismo, por cierto, en el que se alojó García Lorca durante su estancia en La Habana), descubrí una placa dedicada a Nicolás Estévanez, aquel canario, que siendo aún español en aquel entonces antes de consumarse su evolución hacia posturas más radicales, renunció a su carrera militar en protesta por el fusilamiento de unos estudiantes cubanos. Mi abuelo no fue tan dramático. Lo debió pasar mal durante la Guerra de Cuba, aunque sabido es que los canarios fueron mejor considerados en general por la población, y, de hecho, un número de isleños simpatizó con la causa cubana, al igual que otros españoles, entre los que se encontraban, por cierto, los que querían una intervención norteamericana por favorecer sus negocios. Otros, como el propio Estévanez, sienten el desgarro entre la patria y el derecho a la libertad y la justicia. Y aunque es el silencio la nota predominante en las memorias de mi abuelo durante este periodo, una acción posterior da a entender a las claras que su corazón debió estar como el de Estévanez partido en dos.

             Tras la independencia de Cuba, pero durante la primera intervención norteamericana en la isla, debido justamente al ya mencionado reconocimiento del que gozaba mi abuelo como hombre emprendedor y empresario inteligente que ya lo había llevado a la presidencia de la Cámara de Comercio de Cuba (de la que también sería presidente honorífico después), así como a ser miembro de la junta directiva de la institución bancaria de Nueva York que era depositaria del dinero del gobierno cubana, dicha institución le encarga a mi abuelo fundar y organizar el Banco Nacional de Cuba. Acepta, funda y organiza, pero al cabo de un año, en marcha ya el proyecto, renuncia el guiense Luis Suárez Galván al puesto de Presidente del Banco Nacional de Cuba, esgrimiendo justamente su condición de canario, español y extranjero, alegando que no era propio que un extranjero presidiera el banco nacional cubano. En ese momento en que norteamericanos y españoles se reparten el comercio cubano, un comerciante español defiende la justicia y el derecho de los cubanos a regir su destino en materia tan imprescindible como la economía. Lo de menos es que su ejemplo no fue emulado, pues le sucedió otro extranjero al puesto. Lo notable es que don Luis siguió su conciencia una vez más en contra de toda tentación de vanidad y avaricia. Una vez más, porque se trata de la misma rectitud y el mismo sentido de justicia que siempre practicó mi abuelo, cuya generosidad le llevó a repartir fortuna también entre sus empleados, ofreciéndoles la oportunidad de convertirse en socios de Galbán y Co. Así como nunca olvidó su pueblo, jamás tampoco olvidó a los que como él no heredaron, sino que forjaron su propia fortuna.

             Recientemente se presentó en Londres un bello libro fotográfico sobre La Habana escrito por la nieta de Heriberto Lobo, cuyo apellido pasaría a Galbán y Ca., llamándose en adelante Galbán Lobo y Ca. Esa empresa que fundó como pequeño comerciante un guiense, José Antonio Galván, el tío de mi abuelo, y que otro guiense, Luis Suárez Galván, convertiría en una multinacional azucarera, pasaría a ser tras la muerte de mi abuelo un imperio azucarero que se extendía desde Cuba a Filipinas. Lo cual era del todo previsible al morir mi abuelo, quien ya desde principios de siglo había abierto oficinas en Nueva York, tal era la magnitud de su negocio. En las palabras introductorias de ese libro fotográfico sobre La Habana, sin embargo, no se habla de Luis Suárez Galván, aunque sí de la empresa que él fundó de los restos de aquel pequeño comercio de su tío materno, incluyendo, por cierto, el central azucarero más importante de esa empresa que hasta la fecha lleva el nombre del príncipe guanche Tinguaro que le debió dar mi abuelo, o quizá su socio en honor al canario que le acogió cuando Heriberto Lobo se vio forzado a huir de la dictadura venezolana de Cipriano Castro. Lo digo sin ninguna animosidad, y con total comprensión, pues la autora escribe para honrar la memoria de su padre, el hijo de Heriberto Lobo. Pero además, la ausencia ahí del nombre de Luis Suárez Galván resulta del todo consubstancial con su personalidad.

             Innegable es que todo escrito autobiográfico responde a una dosis de vanidad. Si a alguien se le ocurriera ahora recordar el caso de Teresa de Ávila, cuyas memorias responden al mandato de su confesor, basta recordar también ahora que era una santa, y por tanto, la obligada excepción a la regla. También mi abuelo tuvo su dosis de vanidad, pero a menos que admitamos que la vanidad puede ser virtuosa en algún momento, tendríamos que decir que en su caso se trata más bien de la satisfacción personal que conlleva cumplir con la justicia y con la solidaridad hacia el prójimo. Porque si de algo se precia Luis Suárez Galván en sus memorias es de haber respondido a todo momento a ese sentido de justicia y solidaridad, a los cuales, de hecho, subyugó esa otra vanidad mundana, ausentándose de honores y reconocimientos, conforme hace constar también su socio Heriberto Lobo en su escrito. Es más, el hijo de Heriberto, Julio Lobo, último presidente de la compañía, bajo cuyo mandato, muerto ya mi abuelo, la casa prosperó inmensamente, en cierta ocasión me expresó la misma admiración por mi abuelo en términos extraordinariamente emotivos. Hombre inmensamente rico, como se podrá imaginar, había viajado por todo el mundo, aunque no a Canarias. Pero tan grande fue esa admiración por mi abuelo, que antes de morir en su exilio madrileño, este empresario cubano viajó a Canarias y a Guía para conocer personalmente la tierra donde nació Luis Suárez Galván en una especie de peregrinación al verdadero origen de todo lo que tanto había significado en su vida de empresario. Y lo más curioso para mí es que este otro gran hombre de negocios, tan poderoso que llegó a influir en la política cubana de su tiempo, no hablaba de la misma capacidad empresarial de mi abuelo tanto como de su admiración por el carácter recto y la personalidad que infundía respeto y admiración de Luis Suárez Galván.

             En Cuba y en Canarias, el nombre de Luis Suárez Galván evoca la épica de un emigrante que remando contra viento y marea arribó al puerto de la bienaventuranza. Y aunque sin menospreciar en lo más mínimo esa hazaña, más meritoria aún para él y para todos nosotros es saber que de Guía salió un hombre a quién el éxito con todos sus peligros y tentaciones no pudo privar de disfrutar de esa otra bienaventuranza de los humildes. Hombre sencillo, de Santa María de Guía, que aún muchacho tuvo que emigrar, pero que nunca olvidó la tierra que tuvo que abandonar por tristes circunstancias, porque tampoco olvidó nunca que la tierra propia no se mide por beneficios materiales, sino por el cariño, el calor y la cultura que forman la verdadera fortuna de los hombres sabios.

             Si hoy he hablado de dos guienses a los que me unió el destino y la vida con franco orgullo por la sangre guiense que corre por mis venas, repito que ha sido con la intención de poder compartir con todos ese orgullo de nuestros antepasados que tantos valores y riquezas espirituales nos ha legado. Cabal canario, mi abuelo, clara canaria, mi madre, que me inculcaron con sus memorias y su ejemplo el amor a este pueblo que hoy, celebrando el cuatrocientos setenta y cinco aniversario de su fundación, honra a su nieto e hijo invitándole a pronunciar este pregón que yo hubiera deseado cantar con mejor plectro. Bien sabe la Virgen de Guía que jamás como hoy he envidiado a los poetas, no pecaminosamente –también lo sabe la Virgen-, sino sanamente para poder hacer justicia poética a este pueblo, cuna de mi ser aunque no de mi nacimiento. Para compensar por el vacío de mi verbo, usurpo los versos del poeta guiense, Manuel González Sosa, que con la misteriosa maravilla de todo poema me da en el blanco del corazón, expresa mi sentir hoy el mismo que el de su personaje “El Cruzado” al regresar a su pueblo:

                                                            Entra en su valle. Absorto

                                                                    detiene el paso.

                                                                          Canta

                                                           Un mirlo entre los álamos.

           Yo también regreso hoy con el canto del mirlo a postrarme bajo el manto de la Virgen de Santa María de Guía y de los álamos de su pueblo, que siempre ha sido el mío

            Muchas gracias, y ¡que viva Santa María de Guía!

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