DOCUMENTOS DE INTERÉS PARA 

GUÍA DE GRAN CANARIA

NÉSTOR ÁLAMO

MI PREGÓN DE SAN PEDRO MARTIR

29 DE ABRIL DE 1954

 

 

No debiéramos iniciar estas palabras, este Pregón de las Fiestas de San Pedro Mártir de 1954, sino con la ritual excusa por nuestra osadía al enfrentarnos con el tema. La justificación, que aceptaríamos en lo que toca a nuestra falta de auténticas facultades para resolver la empresa, la rechazamos ante la sospecha implícita de una falta de amor y devoción hacia nuestra tierra; hacia su pasado, hacia sus glorias y sus tristezas; hacia la sombra y el sol de su vivir de ayer, de hoy y de siempre. En ésto, en querer tanto como el primero a nuestra isla, en sentir su dolor y su alegría más que si en la propia carne y en la esencia de nuestro espíritu se asentaran, a nadie cedemos el más arriesgado lugar de la vanguardia; y por ello aceptamos la responsabilidad de que en el 471° aniversario de la hispanización de Gran Canaria, se alce nuestra voz registrando el hecho, glorioso y eterno.

 

Gran Canaria fue uncida oficialmente al cortejo de esplendorosos títulos que esmaltaban la Corona de los Católicos, en 1483. Pero desde el 24 de junio de 1478 había desembarcado en la Isla el gran soldado de Castilla que fue Juan Rejón; en ese propio, memorable día, fue fundada la Noble Villa del Real de Las Palmas; dos años antes de finalizar la Conquista, es decir, en 1481, se funda el Hospital de San Martín, de renombre imperecedero.

 

Desde aquellos mismos instantes, lo que hoy es nuestra ciudad no ha hecho más que crecer, estirarse con ímpetu sin contenciones; un ímpetu que ha llegado en los últimos cien años a lo asombroso y casi absurdo.

 

A Rejón, como Capitán de Conquista, suceden dos Pedros: en 1479, Algaba —el degollado-, y Vera, en 1480.

 

Es Pedro de Vera, de siniestra memoria en nuestras islas, quien corona la rendición de Gran Canaria. Esta rendición, por raro que parezca, se efectúa dos veces; es decir, Gran Canaria se rinde dos veces a las armas castellanas y las dos veces el día de San Pedro Mártir. La explicación a este curioso problema histórico, en el que nadie hasta nosotros había caído, pudiera ser la de que en ese primer 29 de abril -acaso de 1482— se realizara la rendición de hecho y que el 29 de abril siguiente, es decir, en el de 1483, se efectuara la rendición de derecho, la entrega oficial, llena de los protocolarios resplandores que la época permitiera.

 

Tal dualidad de fechas, esta ambivalencia curiosa que la Gran Historia no registra, la filaba documento tan fehaciente y auténtico como un acta -hoy desaparecida-, del glorioso Cabildo Catedral de Canarias; la que correspondía a la sesión celebérrima de 1.° de diciembre de 1590 y de la cual existen referencias absolutamente auténticas. (1)

 

Pero antes, hagamos un poco de alegre historia de lo que a esta ceremonia del Pendón de San Pedro Mártir se refiere.

 

El Pendón Real de Gran Canaria fue, según parece, el que trajo el Santo Obispo Don Juan de Frías. Era —y debe ser lo que queda— de tafetán blanco, con dos puntas en forma de «rabo de gallo» en la parte opuesta al asta y debió ser por delegación del Obispo Frías por lo que el Alférez Mayor de la Conquista, Alonso Jaimez de Sotomayor, dio los gritos de ritual, tanteen las altas cumbres de la isla en los instantes de la rendición efectiva, como el 29 de abril de 1483, al efectuarse la simbólica entrega, en la Villa del Real, de Guayarmina, la heredera de los Reyes y Señores de la Isla, a quien acompañaban sus leales, ceremonia en la cual, forzosamente, habrían de alzarse pendones por los Reyes gloriosos de Castilla.

En aquellos instantes, el cargo de Alférez Mayor no era hereditario; el Cabildo o Ayuntamiento de la isla nombraba cada año para llenarlo a un regidor, procurando señalar con ello a elementos de nobleza y categoría. Las prerrogativas oficiales del cargo eran llevar el Pendón Real en las guerras y batallas así como en las ocasiones de jura de Reyes Nuevos o en otras señaladas. Además, en tiempos de guerra se consideraba al Alférez Mayor como segundo del General Jefe del Ejército; y éste es el exactísimo papel que entre nosotros representó, con muy serena fortuna, el prudente hombre de armas que fue el primer Alférez Mayor de Gran Canaria, Alonso Jaimez de Sotomayor.

 

Tras él vemos que ejerce el cargo su yerno, Juan Melián, quien como tal Alférez Mayor de nuestra Isla y enarbolando el Pendón de ella —el glorioso Pendón de Gran Canaria—, asistió con las tropas de la Corona a la Conquista y Cristianización de Tenerife. Más tarde, en 1520, ejerce estas funciones de Alférez Mayor aquel magnífico personaje, espléndido, guerrero e incontrolable que fue Bernardino de Lezcano, el Grande, pero como las ambiciones se habían despertado y todo el mundo quería para sí y sus descendientes los pues-tos más altos de la sociedad, vemos que hacia 1550 el honrosísimo cargo se convierte en hereditario; fue Don Alonso Pacheco quien obtuvo Pragmática Real concediéndole a él y a sus herederos el cargo de Alférez Mayor Hereditario de Gran Canaria, pero apenas si pudo lucirlo, ya que a los nueve años, es decir, en 1559, lo adquiere Juan de Civerio Muxica, de la gran Casa de Civerio, Muxica y Lezcano, que todo fue uno y lo mismo en tierras de Gran Canaria. Muerto Miguel de Muxica sin heredero varón, pasa el Alferazgo a su primogénita, Dª Ana del Castillo, Xaraquemada y Muxica, que casó con Don Agustín del Castillo y León a comienzos del siglo XVII. Desde entonces, y hasta su extinción a comienzos del pasado siglo como tal empleo de honra, el oficio de Alférez Mayor queda vinculado a la familia del Castillo, que incluso tenía una casa destinada a vivienda del poseedor del cargo en la esquina izquierda de la Plaza de Santa Ana, frente al Palacio Episcopal y que llamaban «la Casa de los Alféreces Mayores».

 

Era un caserón enorme y destartalado, con grandes balcones al estilo del país. A mediados del pasado siglo lo habitaba una anciana solterona de esta familia, muy suya y muy llena de manías. La casa tenía una «pila» —la clásica destiladera de nuestras infancias lejanas— que daba a la calle del Reloj, y se contaba que la excéntrica señora hacía tirar el agua de la piedra y bernegal cada vez que pasaba un entierro, por si se hubiera contaminado...

 

Pero hablemos de la procesión de San Pedro Mártir. Cuanto se ha venido repitiendo sobre su origen no son más que bellas conjeturas; carece todo ello de realidad histórica, con perdón de cuantos se han ocupado hasta ahora del tema. Lo poco que sobre este asunto tiene raíces en auténticas fuentes indubitables lo vais a escuchar ahora.

 

Existe una verdad limpia y señera: la ceremonia, desde el propio día 29 de Abril de 1482 o 1483, es patrimonio único y exclusivo del glorioso Ayuntamiento de esta Muy Leal y Muy Noble Ciudad del Real de Las Palmas. El Ayuntamiento, a raíz de la conquista. no hacía procesión: y no la hacía porque a ello se opuso siempre celoso nuestro no menos glorioso Cabildo Catedral, que con ello creía ver aminorados sus prestigios. Hasta bien entrado el siglo XVI. la ceremonia conmemorativa se limitaba a que después de la función religiosa el Alférez Mayor tomara el pendón en sus manos, lo sacara hasta las gradas de la vieja y primitiva Catedral y en ellas lo tremolara dando los gritos tradicionales. Luego, solemnemente, volvía la enseña al lugar de su custodia: a esto se llamaba «alzar el Pendón».

 

Al progresar Gran Canaria en riqueza y dignidades civiles y castrenses, el Cabildo de la isla intentó hacer procesión el día de San Pedro Mártir con el estandarte que luciera en la Conquista. El Ayuntamiento quiso seguir el mismo itinerario que en su fiesta suntuosa recorría el Santísimo Corpus Christi, pero a ello, como decimos, se opusieron denodadamente el Deán y Cabildo de Santa Ana, que con el Gremio de Mareantes eran patronos absolutos de ella. Al fin venció el Ayuntamiento, aunque no sabemos si con el itinerario de la procesión del Corpus o con otro, pero es lo cierto que a través de casi todo el resto del siglo XVI, la procesión de San Pedro Mártir, bajo el patrocinio del Cabildo de la Isla discurrió por las calles de la vieja Vegueta sin variantes sensibles.

 

Fue en 1590, es decir, a fines del propio siglo, cuando se trató por vez primera de llevar esta procesión, la de más altura y prestigio después de la del Corpus, y por tanto, la más representativa de todo el archipiélago, a la iglesia del convento de Santo Domingo. La idea nació del Provincial de la Orden Dominica, a quien apoyaban los Inquisidores Don Francisco de Magdaleno y el Fiscal del Santo Oficio, Josepe de Armas, Canónigos a la vez de Santa Ana, quienes se veían encendidamente secundados por un grupo de capitulares.

Pero este pretendido itinerario de la procesión del Pendón de la Conquista a Santo Domingo, no tenía raíz histórica alguna; obedecía al solo deseo de dominicos e inquisidores —que así lo dejaron escrito-de que ella fuese a rendir homenaje a un templo y monasterio de su Orden y Tribunal, templo y monasterio que aquí en la Ciudad llevaban el nombre del famoso Santo Inquisidor Pedro de Verona. Así acrecentaban entre nosotros el brillo y prestigio de ambos institutos; de paso, el Cabildo Catedral no tendría más remedio que inclinarse ante la importancia de los dominicos al tener que ir a visitarlos, por obligación y corporativamente, en forma más o menos directa y reconocer lo que siempre odió: la supremacía inquisitorial.

 A esto se opuso tenaz nuestra Santa Iglesia Catedral —tan defensora siempre de sus glorias y prestigios, que han sido y son las glorias y prestigios del país— por estimarlo innovación irritante. Al frente de la oposición iba el Prior del Cabildo, el canónigo Don Luis Ruíz de Salazar. Pero trabajados los elementos catedralicios —que en parte temían las represalias sin reservas del Santo Oficio—, tras votación enconadísima vemos que es derrotada la Catedral, y a partir de 1591, con el pleno triunfo de los partidarios de Inquisición y dominicos, se establece que la procesión del Pendón de la Conquista hiciera el recorrido desde la Catedral a la iglesia de Santo Domingo, con el consiguiente regreso.

 Pero escuchad el argumento, tremendo y sibilino, que el Inquisidor Don Francisco de Magdaleno esgrimió en la sesión histórica que celebrara el Cabildo Catedral de Canarias el 1.° de diciembre de 1590, para decidir si dicha procesión iría o no a la iglesia y monasterio de Predicadores. El Señor Inquisidor habló así:

«Vueseñorías sepan que voto aquesto por ser cosa justa y ra-zonable. Esta isla tiene por Patrón al gloriosísimo San Pedro Mártir «y lo tiene por Patrón el monasterio de Predicadores y es en ella «muy público que en tal día se ganó dos veces a los infieles y por haber sido Inquisidor el gloriosísimo Santo, Vueseñorías recibirán particularmente merced yendo allá el Cabildo en procesión»...

Estas manifestaciones se hicieron en la famosa junta capitular que narramos en nuestra tradición «La Peregrina y su misterio». (2) La clarísima y tajante manifestación del Inquisidor Presidente y Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Canarias, Don Francisco de Magdaleno, es de tremenda importancia puesto que fija de manera meridiana, sin dejar puerta ni postigos a distingos ni interpretaciones, que la isla fue tomada a sus hijos naturales dos veces, y las dos en el día de San Pedro Mártir, 29 de abril.

 Para afincamos por nuestra parte en la seguridad absoluta de esta aseveración tenemos en cuenta, primero, la casi infalibilidad celestial que el cargo de Inquisidor confería en tiempos de Felipe II a quien tuviese la gloria de desempeñarlo, y que para documentarse sobre el tema —de enorme importancia para ellos— el señor Inquisidor Magdaleno debió echar mano sin oposiciones a cuanto papel o pergamino le diera gana, ya que por su citado cargo nada ni nadie podía negárselo, y finalmente que le escuchaban hijos y nietos de conquista-dores -—entre ellos el propio Cayrasco de Figueroa— ante los cuales su autoridad altísima —ya que era en su aspecto mucho más temido que el propio Obispo, a quien se amaba, pero no se temía por su autoridad -, no podía errar, salvo que quisiera correr el peligro del ridículo, cosa que sabemos perfectamente no entró jamás en la absoluta gravedad de sus cálculos de hombre de leyes, sotana y bonete.

 Tenemos pues que la procesión del Pendón de la Conquista a Santo Domingo no obedece a razón histórica alguna, sino a principios protocolares y de representación; por ello, solo a partir de 1591 inició el recorrido a dicha iglesia y monasterio, con el único objeto de rendir pleitesía al Santo Oficio de la Inquisición y a la Orden poderosa de Santo Domingo.

 A partir de entonces, la procesión de San Pedro Mártir no hizo más que ganar en barrocos esplendores y enrevesadas etiquetas y el Cabildo Catedral no tuvo más remedio que arriar sus banderas. Pero contagiados por los capitulares de Santa Ana y con el apoyo de la Real Audiencia, el Corregidor y Regidores de la Isla hacen suyo —años después— el punto de vista de los canónigos que se oponían a la ida al monasterio y en 28 de abril de 1614 deciden no volver a Santo Domingo con la procesión de San Pedro Mártir; y pudieron lograr sus deseos.

 El Concejo hizo un requerimiento a los Señores Deán y Cabildo —que lo acataron— y durante unos años, pocos, la procesión recobró su vieja forma; es decir, dejó de ir a hacer la visita improcedente al monasterio dominico. Escuchad lo que decía el acta —también desaparecida— de nuestro Ayuntamiento que recogió aquella actitud inhibitoria de 1614:

 «Se acordó se haga un requerimiento a los Señores Deán y «Cabildo haciéndoles saber la costumbre antigua de que ha tanto «tiempo usa la Ciudad —aquí la palabra «Ciudad» equivale a Ayuntamiento—, que es que el Pendón se entregue después de dicha la «misa en la Catedral al Capitán Miguel de Moxica, que por orden y «mandato de la Ciudad acostumbra llevar el Pendón, y que salga la «procesión con él y se anden las calles principales, y se vuelva a «la dicha iglesia donde se entregará en el depósito acostumbrado...» 

Pero a la larga, vuelven a ganar los dominicos; no obstante, aquel descontento que animara antaño al Cabildo Catedral queda la-tente ahora en el Ayuntamiento, quien por unas causas o por otras entabló diferentes cuestiones, todas relativas al protocolo y forma procesionales del acto y en defensa siempre de lo que estimaba su propia dignidad corporativa. 

La procesión salía de Santa Ana con toda pompa. Los dos Cabildos en pleno; el de la Isla, con sus Reyes de Armas, mazas al hombro. El Catedral, con su cohorte innumerable de señores Dignidades, Canónigos, Racioneros, Sacristanes y mozos de Coro. Al centro el Alférez Mayor con la enseña, muy asistido de elementos oficiales y, a veces, hasta de sus particulares servidores —pajes y lacayos-, con sus armas y librea.

 En la plaza de Santo Domingo esperaba a la comitiva la plena comunidad de la Orden de Predicadores con cruz alzada, abierta en dos alas y con su Prior al frente. Entraban todos los señores en el templo, se rezaban las preces rituales en honor de San Pedro Mártir, cuyo día se celebraba, y luego, coordinada la comitiva iniciaban el regreso a Santa Ana con parejas pompa y ceremonia.

 A mitad del agónico XVII español, la procesión de San Pedro Mártir se llenó de sofisticaciones y distingos, a tono con la España de los Austrias postreros. Así tenemos que se hizo obligatorio que una diputación del Ayuntamiento fuese a buscar a su casa al Alférez Mayor, lo acompañara a las Casas del Concejo y luego de asistir con éste a las ceremonias, lo devolviera desde el Ayuntamiento a su casa. A esto hubo oposición incluso de la Audiencia, quien en 1649 obliga al municipio a regresar a las viejas costumbres. Pero triunfaron los partidarios de las nuevas formas, aunque la cosa no se decidió hasta 1690 en que el Alférez Mayor, Don Agustín del Castillo, padre del historiador famoso D. Pedro Agustín, obtiene clara ejecutoria de todos sus honores y derechos. En 1702, el Ayuntamiento quiere de nuevo sacudirse la molesta servidumbre de que fuera su pleno, con el Corregidor al frente, a buscar y devolver a su casa al Alférez Mayor, pero la Audiencia le obligó a acatar lo ordenado por el Consejo de Castilla.

 En el siglo XVIII, la procesión de San Pedro Mártir llegó a su climax. Sin saber cómo la vemos convertida en procesión doble; es decir, una, menor, la víspera, y la otra el propio día. La víspera iba el Ayuntamiento a buscar al Alférez Mayor a su casa. Luego, en corporación - creemos que de media gala— iban a la Catedral a buscar la enseña, que era llevada a las Casas del Concejo, donde quedaba hasta el siguiente día 29. En esta fecha y con mayor solemnidad, tras ir a buscar otra vez el pleno del Ayuntamiento, con el Corregidor al frente, al Alférez a su domicilio, se llevaba el Pendón desde el edificio municipal de Santa Ana a la Catedral, para celebrar la ceremonia magna. Una vez terminada ésta se entregaba el trofeo a los señores Capitulares para su custodia, hasta el año venidero.

 A nuestro entender, esta doble procesión no tenía más significado que el de hacer constar la propiedad que el Ayuntamiento tenía sobre la enseña y el carácter de custodio que respecto a ella ejercía el Capítulo de Santa Ana.

 Así, el Pendón, como propiedad del Ayuntamiento que era, salía del propio solar del Concejo y no de la Catedral, donde sólo se hallaba en depósito y a la que en calidad de tal se entregaba una vez terminados los regios actos conmemorativos. Esto que es hoy detalle nimio, en aquella época, hervida de distingos y menudencias protocolares, debió tener vital interés.

 Pero el cargo de Alférez Mayor tenía también sus quiebras, y era la más sonada la del gran refresco que por obligación había de ofrecer el titular en su domicilio y a propia costa, a cuantas personalidades asistieran a las ceremonias.

 En el pasado siglo, abolidos los antiguos privilegios, desapareció con ellos la efectividad del vistoso cargo de Alférez Mayor de Gran Canaria y nuestro Ayuntamiento volvió a las costumbres enraizadas en los primeros momentos de la hispanización de la isla: es decir, cada año nombraba un elemento de su seno para enarbolar la enseña por Castilla y su dominio.

 Todo cuanto aquí se ha dicho tenía comprobantes legales en el tesoro documental existente en el maravilloso archivo del Cabildo —Ayuntamiento—, de Gran Canaria, desaparecido en el incendio que manos criminales (3) provocaran el año triste de 1842. Nuestra isla —el archipiélago todo— no llorará bastante esta pérdida que anegó en la nada los más valiosos testigos de nuestra historia regional, desde los tiempos de los Reyes Católicos a la etapa primera del reinado de Isabel II. Por eso, la historia del Ayuntamiento de esta Muy Noble y Muy Leal Ciudad del Real de Las Palmas de Gran Canaria, la de la isla e incluso la del archipiélago, difícilmente podrán ser escritas con sujección a la más rigurosa verdad.

 Hará diez o quince años llegó a nuestras manos por milagro verdadero un testimonio de las diligencias incoadas en 1795, a instancias del Conde de la Vega Grande de Guadalupe, Don Francisco Xavier del Castillo, sobre los honores que a su persona, como Alférez Mayor de Gran Canaria, correspondían. Acto seguido hicimos llegar el valiosísimo texto a Don Alejandro del Castillo y del Castillo —titular hoy de aquel Condado— a fin de que obtuviera copia de él por tocar dichos particulares, directísimamente, a su persona y familia. (4)

Don Alejandro obtuvo sólo copia de un documento —que damos en apéndice— de los muchos que conformaban aquel hito monumental de nuestra historia, sin hacerlo con el resto de ellos, acaso en su interés por devolver unos papeles que no eran de su propiedad. Por nuestra parte dejamos aquella documentación en la gaveta principal de la mesa de trabajo que por entonces ocupábamos en la Biblioteca de El Museo Canario, pero al dejar de asistir a nuestras funciones de bibliotecario en dicho centro, esta gaveta fue descerrajada por quienes nos sucedieron, sin que hasta la fecha se nos haya dado cuenta de lo que allí teníamos de nuestra particular propiedad, una de cuyas más valiosas piezas era el testimonio a que nos referimos. A base de aquel texto compusimos entonces una tradición titulada «La Isla y su Alferazgo Mayor», publicada en el diario «Falange» de Las Palmas, el 29 de abril de 1942 y que por ello se convierte en el más completo comprobante de cuanto llevamos dicho.

 Este es solo un incidente de los muchos que han tenido por escenario el Archivo y Biblioteca de aquella Sociedad, a la que acertada y galdosianamente pudiéramos llamar «la de los tristes destinos».

 No obstante, y como al parecer soplan en el Museo vientos regeneradores, confiamos en que algún día volverá a aparecer aquel resumen documental que tan maravillosamente situaba los hitos principales de la historia de la procesión de San Pedro Mártir de la vieja Ciudad de Canaria.

ASI SEA

 

 

Néstor Álamo

Cronista Oficial de Gran Canaria

Académico Correspondiente de la Real de la Historia

  

 

NOTAS:

(1) Vid. W. de Gray Birch.—«Catalogue of a collectíon of original manuscripts...to the Holy Office... in the Canary Islánds».— Tomo 1.°.—Londres 1903.

(2) Vid. W. de Gray Birch, obra citada y N. A. "Thenesoya Vidina y otras Tradiciones "Las Palmas, 1945, pp. 118 y sigtes.

(3) Las del Secretario Capitular Don Carlos Grandy y sus secuaces.

 (4) Estimamos que al entrar en posesión del Título de Vega Grande y de los fondos documentales de dicha casa será fácil al actual Conde hallar en su archivo de familia los originales de estos autos, para nosotros, de incalculable valor histórico.

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