Guía de Gran Canaria

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“DONDE POSAN SU SOMBRA LAS ESTRELLAS”:  LA LÍRICA DE MANUEL GONZÁLEZ SOSA

 Por Eugenio Suárez-Galbán Guerra

Hoy luchan en mí una mezcla de emociones:  alegría, ante todo, por estar entre vosotros que siempre me habéis acogido como un hijo más de Guía y de toda Canaria; honra por haber pensado en mí para hablar de nuestro poeta; pero también miedo, incluso temor, por no poder hacer justicia a la persona y obra de Manuel González Sosa.  Por eso, no vacilo en excusarme y escudarme detrás de Cervantes, y más específicamente, de su “Prólogo” a la primera parte del Quijote.

También como en ese prólogo, quisiera yo poder dar esta charla monda y desnuda, y también como en ese prólogo me ha resultado sumamente difícil escribir esto.  Y es que, al igual una vez más que ese prólogo, también la poesía de González Sosa se esfuma y desvanece frente a nuestros ojos cuando intentamos captar el milagro y el misterio de su creación.  No me refiero ahora tan simplemente a la inevitable injusticia o frustración que supone todo comentario sobre una poesía verdadera que, como tal, escapa cualquier intento de apresarla: más allá de esta inevitable limitación, me preocupa no poder alcanzar siquiera un resumen elemental de la obra de quien considero un poeta ejemplar, cuya poesía no ha dejado de brillar, aunque como estrella solitaria muchas veces, desde sus comienzos hace ya más de sesenta años.

No oculto mi alivio por la ausencia esta noche de Manolo entre nosotros:  sé lo incómodo que le harían sentir mis palabras ante su extraordinaria modestia, que es precisamente lo que le ha impedido venir esta noche.  Y sé también que esa enorme modestia convertiría en incrédulas para él mis palabras, palabras que no pretenden alabar, sino simplemente intentar explicar lo que irremediablemente tiene que terminar en admiración por una obra y su autor.

Tampoco oculto la presencia indudable del peligro que supone glosar la poesía de quien considero amigo y maestro, cuyos versos, además, a medida que me iban llegando libro tras libro, iban nutriendo en mí una nostalgia por esta tierra y estas islas que no ha dejado de acompañarme desde que primero me trajeron aquí de niño.  ¿Cómo no sentirla ante un poema como “Pico de la Atalaya”?, el cual no me dejaron escalar con mis hermanos por ser demasiado pequeño.  Recibía, pues, los libros de Manolo como decía Lezama Lima se recibían los libros de la editorial y revista Orígenes en La Habana:  como pan recién horneado para una fiesta de todo el barrio.  Ha sido la nuestra una amistad ciertamente rara, pues ha sido mayormente epistolar (aunque salpicada de visitas a Canarias), y todos sabemos que el don epistolar no es precisamente uno muy hispano.  Comenzó con una carta que aún conservo y que me entregó José Luis Cano, editor de una revista en la que yo colaboraba entonces.  Me encargaba de la literatura canaria y caribeña en dicha revista, así supuse que la carta sería de algún lector comentando, o incluso quejándose de, alguna reseña o trabajo.  Encontré en vez una carta, típicamente pulcra y redactada con una sencilla elegancia, valga la redundancia que puede aplicarse también a las publicaciones de Manolo, de portada, papel y tipografía a la vez exquisitos y sencillos, como corresponde a quien ha tenido una intensa actividad como editor.  Me preguntaba la carta si yo estaba emparentado con . . .   En fin, era prácticamente una genealogía de mi familia y de Guía entera.  Ahí empezó todo.

No es fácil encontrar en Madrid literatura canaria.  Creo que fue el propio José Luis quien me consiguió unos versos de Manolo, describiéndolo como un fino poeta canario, cuya obra, lamentablemente, no se conocía en la Península como se merecía.  Y a pesar de lo dicho, la inaccesibilidad de la literatura isleña se encontraba en aquellos días algo disminuida debido a la labor editorial de Josefina Bethancourt y Manolo Padorno con sus Talleres JB.  Creo recordar que también ellos me hablaron de la poesía de Manolo González Sosa, junto con Baltasar Espinosa.  Y otro canario, de cuyo nombre no quiero acordarme, siempre bromeaba de que Guía pudiera tener un gran poeta (no era una broma cruel, y, por supuesto, iba dirigida contra mí por mi relación con la patria chica de Manolo, y no contra él, cuya poesía en más de una ocasión elogió con total convicción y sinceridad.  No, ¡no era de Gáldar!, y si no quiero recordar ahora su nombre, será porque temo que su broma se saque del contexto amistoso en que la pronunciaba).

Bien:  basta de preámbulos y entremos en a lo que hemos venido: la poesía, y la poesía de Manuel González Sosa.  En cuanto a lo primero, es sin duda paradójico lo que estamos haciendo aquí esta noche.  Venimos a homenajear a un poeta en un mundo cada vez menos interesado en la poesía.  Tan así que cualquier docente puede atestiguar que motivar al alumnado a leer, estudiar y disfrutar de la poesía hoy equivale a arrancar muelas a gallinas, si se me permite y perdona tan prosaica comparación.  Y, sin embargo, se sigue escribiendo, leyendo y recitando poesía.  Se hace dentro de un círculo eminentemente minoritario, pero igual de eminentemente fiel.  Y, sin embargo, los regímenes totalitarios siguen persiguiendo a poetas y prohibiendo poesías.  No creo que baste con razonar que en un mundo antipoético la poesía se hace lo suficientemente necesaria como para engendrar estas minorías perdidas dentro del marasmo del mundo actual.  Algo de razón habrá en ello, pero creo que la antropología y la sociología de la literatura, así como la filosofía, podrían proveer argumentos más convincentes: el ser humano lo es por la palabra.  A partir de la llamada crisis de la razón a fines del XIX, la creatividad artística como definitoria de la condición humana va cobrando cada vez más una mayor consideración (piénsese en Nietzsche, por ejemplo), y con ella, la poesía, con su remite a una dimensión religiosa (George Santayana), y el lenguaje, cuando cuaja en estética (Wittgenstein).  Volvemos a lo mismo: si la ciencia ejemplifica lo rápido que cambia la historia y el progreso, las artes revelan que el ser humano “Vaso/sólo es de preguntas desaladas” (sin título, de Sonetos andariegos)  Y ese vaso lo llena la poesía.  De suerte que, consciente o inconscientemente, seguimos buscando en el poeta al mago, al poseedor del don divino.  Porque en el principio era el Verbo.  Y así estamos aquí hoy porque – nos demos o no cuenta de ello – reconocemos en Manolo el juglar de nuestro sueño colectivo. 

La idea de que un verso salva un poema y un poema a un poeta, puede resultar tan atractiva como apologética. En todo caso, y ciertamente en el de Manuel González Sosa, hay poemas y poetas que se salvan de cualquier apología precisamente porque no les sobra nada (caso también, sin ir más lejos, del "Príncipe de los poetas españoles", San Juan de la Cruz, a quien el poeta de Guía dedica un bello soneto, por cierto).  Es así cómo se explica lo compacto de la obra poética de González Sosa: como el resultado de una vocación y dedicación poéticas tales, que sólo lo que soporta una rigurosa y constante criba llega a la página impresa. Esta conocida manía revisionista del poeta termina cuajando en una obra que crece más en hondura que en extensión, pero que a la vez se extiende a lo largo de un tiempo prolongado, debido justamente a la lentitud y el cuidado con que la mima el poeta.  Ya señalaba Sebastían de la Nuez, en su "Introducción" a Poesía canaria, 1940-1984, que se trata de una poesía "en continua gestación y perfeccionamiento", lo que dificulta su inserción dentro de una generación determinada. Por lo demás, consabido es que, a diferencia de otros géneros,  la poesía por naturaleza sigue precisamente una orientación vertical opuesta a otra horizontal.  Si Goethe explicaba la ley de la épica, o narrativa, como la de un lento detenimiento que implica una acumulación de palabras y frases, no habrá que recordar que la poesía aspira a exactamente lo contrario: una concentración de palabras que a su vez concentren al máximo el fondo a través de la forma.  Y si lo hace con un verso que vibra de emoción, tanto mejor.  De ahí, el uso del término “lírica” en nuestro título y  en forma de sustantivo.  Porque adjetivarlo, hablar de la poesía lírica de Manuel González Sosa, podría dar a entender que sólo una parte de ella lo es.  Pero raro sería hallar entre sus poemas alguno que no tiemble de un  vivo sentimiento, ya bien sea el de un dolorido sentir, ya bien el de alguna vaga esperanza perdida paradójicamente entre la resignación, o ya bien el de algún consuelo que la propia poesía logra arrebatar por su mera belleza de cualquier contenido triste.  Algo así como la luz de las estrellas combatiendo su sombra.

Reconocemos que nuestro mundo y época ha sido – y sigue siendo – uno en el que los géneros tradicionales han ido perdiendo su vocación original.  Desde que la rebeldía romántica rechazó el mismo concepto de género literario, y Benedetto Croce aupó a comienzos del siglo pasado ese rechazo a un consenso considerable entre críticos, la poesía ha ido perdiendo cada vez más en determinados círculos su fuerza original como canalizadora de emociones profundas, a diferencia de la narrativa que insiste sobre todo en contar historias y el drama que propone acción y conflicto como su dimensión fundamental.  Desde luego que la contaminación entre géneros es inevitable. El poema que provee la cita de nuestro título (en realidad, parte de dos versos, repletos de recursos poéticos), titulado “El cuerpo entero” (de Cuaderno americano), alcanza una altura épica, claramente rematada por su final, pero no por ello deja de latir de lirismo. Esa misma cita relativa a la astronomía introduce una sensación de ternura humana que toma al lector por sorpresa y le deja impactado de emoción.  No es éste el sitio adecuado para un minucioso análisis, pero tampoco queremos desperdiciar la oportunidad de aprovechar – siquiera de paso – un magnífico ejemplo de maestría poética: quizá un astrónomo pueda explicar – u objetar a – la imagen literal detrás de la poética, pero a nosotros nos incumbe intentar (otra cosa no permite la poesía en su mejor sentido) explicar esa reacción lírica de sorpresa: antítesis (luz de “estrella”-“sombra”), aliteración interna (“posan”-“sombra”, y también la o de “Donde”), personificación, al menos implícita (“estrellas” que “posan”) y un hipérbaton, o transposición de la sintaxis, que, por leve que sea, destaca “estrellas”.  ¿Hace falta volver a destacar ahora la capacidad de concentración poética de González Sosa?

Este mismo poema, de comienzo claramente - o mejor dicho, oscuramente – gongorino, suscita otra reflexión:  la variedad de versos que maneja el poeta de Guía.  No se crea que atenerse a la dimensión más tradicional del género implica estancarse en una lírica pasada de moda.   Al contrario, por su poesía ha pasado más bien  - y perdónese otra redundancia - el pasado remoto y reciente de la poesía, tanto nacional como universal.  Si Góngora puede surgir en un poema (“No de roca desnuda,/ de arena los descalzos/ pies que mojan las olas”), en otro aparecerá Quevedo (“Cuando se venga a tierra/mi esqueleto,/ de cal será y ceniza,/ pero también de polvo/ de fiel maíz” [ "Maíz", de Cuaderno americano]); si la angustia interrogativa de Unamuno late en "Teide incierto" (¿“Estás allí? ¿Se figura/mi fe que sí eres no siendo”?, de Paréntesis), "El poeta contempla un lejano sueño suyo" (Sonetos andariegos) suscita la honda melancolía de Antonio Machado (“Es el atrio de abril y la violeta/desolación del monte lacerado”.). De repente, el verso libre libera a un soneto de la rima clásica de Sonetos andariegos. La prosa de El mirador o de "Entrevisiones" (de Paréntesis) reivindica plenamente el arriesgado experimento de Baudelaire.  Y si los poemas en prosa de González Sosa lo son, esquivando el peligro de que lo narrativo ahogue lo poético, también su verso puede incorporar una escritura afín a la prosa sin perder el temblor de la poesía, como en el magistral "El cruzado" (Paréntesis).   Luego, a la originalidad formal con que el poeta dota una intertextualidad múltiple, habría que añadir la personalísima perspectiva canaria de un fondo que trasciende las típicas alusiones al paisaje y el folklore.  Ya hemos visto cómo el monumental Teide, abandonando la larga tradición paisajista,  se convierte en su poesía en un motivo metafísico existencialista.  Más aún, algo tan aparentemente poco poético como el gofio se eleva a la categoría quevedesca del polvo humano en el mismo poema ya mencionado (“Maíz”), donde, además, la histórica unión entre canarios y diferentes pueblos americanos queda asimismo plasmada por el maíz.  Poesía también es eso:  elevar lo cotidiano, o lo considerado insignificante a una altura relevante (caso también de "Juan, grumete de la Santa María" de Paréntesis).  Porque esa elevación sólo la puede lograr un lenguaje potenciado a su máxima expresividad.

Como toda poesía que perdura, un misterio late al lado del milagro en la  poesía de González Sosa: el significado se pluraliza y la vida entra en el verso con toda su complejidad y ambigüedad. Entra el lector  en la región religiosa.  Se escribe como se ora, decía Kafka.  Esa misma actitud sagrada ante el verbo es la del poeta de Guía.

Feliz coincidencia entre su lugar natal y su poesía:  ella nos guía por la oscura pradera que convida.

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NOTA:  Conferencia pronunciada en la Real Sociedad Económica de Amigos del País el día 30 de enero de 2003.                                                                    

 

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