lunes, 29 de junio de 2009 | |
La felicidad Javier Estévez Coincidimos en el encuentro de las calles de Enmedio y Canónigo Gordillo, allà donde la ferreterÃa hace esquina. Siempre fue una mujer divertidÃsima, fumadora hasta el fin, admirable, risueña y simpática como pocas he conocido, a la que le entraba la risa en medio de una regañina –y entonces estaba perdida-. Cuando tuve cuatro años, fue ella quien me enseñó a leer y escribir. Tras un pequeño diálogo intrascendente, con sus maneras suaves y algo distraÃdas, con su expresión afable y hablar pausado, me preguntó: ¿Eres feliz?. Y no me mientas, que a los ancianos no hay quien nos engañe. La felicidad, esa gran palabra, es un concepto equÃvoco. Y aunque la canción diga qué bonito nombre tiene, es una entelequia que puede causar daño y angustia. Si algo he aprendido con la edad es que en el terreno de la felicidad no existen ni fórmulas magistrales ni consejos infalibles. Cada cual ha de buscarse su felicidad como pueda. No deja de ser sintomático que seres humanos que aún andan por el mundo desnudos y desposeÃdos de casi todo, como los pigmeos africanos o los yanomami amazónicos, no tengan en su vocabulario la palabra felicidad. No la necesitan. Mientras, en nuestra moderna sociedad, las enfermedades psicológicas, la ansiedad, la angustia o la depresión van en aumento. La obligación de ser felices nos convierte en infelices patológicos, a pesar de que hoy presumamos de tener muchas cosas que aparentemente nos deberÃan procurar la ansiada felicidad. La conversación pronto finalizó. La esperaban en su casa y hacia ella se dirigió caminando por una acera tan estrecha que era tan ancha como ella. Dejé que se alejara unos metros y la observé marchar despacio hacia la calle del Agua, mientras el bastón en el que se apoyaba le imprimÃa una cadencia sonora y una serena dignidad a su vejez. Entonces, no sé aún bien porqué, pensé que quizás la felicidad no es un lugar al que llegar; es más bien una manera de andar. |
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Modificado el ( sábado, 11 de julio de 2009 ) |