miércoles, 03 de diciembre de 2008

La belleza
Relato corto

por Javier Estévez

Sentado en el ghat de Pancha Ganga, las escaleras de piedra que descienden hasta el Ganges, contemplaba el insólito amanecer mientras cientos de hombres y mujeres rendían tributo al dios del Sol a la vez que realizaban sus baños purificadores en el río. Cuando los primeros rayos del sol incendiaron al unísono las fachadas de los templos y los rostros de los peregrinos que permanecían sentados en las escaleras, cerró dulcemente los ojos y volvió a escuchar la voz serena de Krishnamurti: sólo cuando observes algo y sientas que desaparezca ese yo que te hace juzgar, desear, poseer y matizar, sólo entonces podrás regocijarte y fundirte con plenitud en lo realmente bello.

Gracias a esta revelación, pudo disfrutar de la belleza absoluta cuando contemplaba el fulgor de las estrellas tumbado sobre el empedrado de las eras, o cuando leía las palabras impresas en los paisajes, porque los paisajes suenan, cantan, interpretan y, por supuesto, dicen; o cuando escuchaba una y otra vez el suave lamento del piano en una de las obras que el lenguaje humano no podría calificar jamás. La música, y en concreto aquel adagio sostenuto, siempre había sido el camino que más le acercaba a las lágrimas y a la memoria.

Sin embargo, y a pesar del sincero deleite que experimentaba cada vez que descubría la presencia embriagadora de la  belleza, su espíritu comenzó a mostrar cierta desazón al comprobar cómo sus experiencias con lo bello se limitaban al diálogo que aprendió a establecer con la naturaleza, con las mil entonaciones del viento y de las aguas y la infinita gama de tonalidades que se desprenden de las caricias que esos dos elementos le dan a todo lo que vemos. En menor medida, el arte, en sus diversas manifestaciones, también le había brindado la oportunidad de aprehender la belleza y siempre había admirado febrilmente esa sutil cualidad, que poseen muy pocos seres humanos, de crear orden, belleza y finalidad allí donde el resto de la humanidad sólo es capaz de ver caos y desconcierto.

Entonces, sucedió que fue incapaz de estremecerse al andar entre los bosques de hoja caduca mientras los árboles se encendían con los colores del otoño y el viento colgaba de sus ramas rumores y sinfonías que traía de mares lejanos.  Incluso aquel adagio que tanto lo conmoviera años atrás, en especial cuando el pianista se acercaba al final del primer movimiento encadenando una serie de arpegios ascendentes y descendentes que prologaban la última genialidad –las tres notas que ya parecían todo un riesgo en lo agudo, se trasladaban al registro grave y aparecían como preludio irremediable al adiós- ahora le parecía una melodía vulgar y unísona.

¿Ha perdido la belleza capacidad para sorprenderme?, terminó por preguntarse de modo obsesivo, al no sentir, desde hacía mucho tiempo, emoción, serenidad, solemnidad ni agrado allí dónde antes la belleza se le mostraba de forma excelsa e imprevista.

Una tarde lluviosa de noviembre, regresó a su casa antes de lo previsto. Pasó bajo el manto de silencio que se había extendido esa tarde inesperadamente y  dirigió con determinación sus pasos hasta el dormitorio, intrigado por la sonora ausencia de voces y latidos. Desde el quicio de la puerta contempló a su padre, delgado, enfermo, moribundo, quien dormía abrazado a su hija recién nacida. Mientras la tierra giraba, él permaneció inmóvil durante varios minutos, tratando de no interrumpir con su presencia  aquella extrema fragilidad que abrazaba, sin distinciones, a una vida que se extinguía y a otra que, hacía tan sólo unos días, había pedido a gritos permiso para nacer.

Sentado en la vieja mecedora, decidió cerrar los ojos para llorar calladamente, pues reconoció, en ese abrazo dormido, a la belleza absoluta que nos ofrece de modo esporádico e inesperado la vida y sintió, en última instancia, lo que aquel viejo filósofo definiera sabiamente como la presencia ignorada de dios.

Pineda, diciembre de 2008.



 

 

 

 

 

Modificado el ( miércoles, 31 de diciembre de 2008 )