martes, 31 de julio de 2007
EN LA CASA DE SAULO
Música de Papagüevos


Santiago Gil
            
   
Para Saulo y Laura, que habitan el espacio en el que en otro tiempo tuvimos un rincón de nuestro paraíso

No sólo jugábamos en la calle. Los días de lluvia buscábamos refugio en nuestra casa o en las casas de nuestros amigos hasta que escampaba. Los niños éramos como las moscas o los pájaros y ya sabíamos desde que empezaba el día cómo iba a estar el tiempo. Todavía conservábamos un sexto sentido más en contacto con la naturaleza, una especie de herencia atávica que luego hemos ido perdiendo con el paso de los años y el alejamiento de la tierra mojada. De niños no teníamos miedo a los animales. El miedo viene luego con la racionalización de los sueños, las fobias heredadas y cuatro películas o leyendas mal asimiladas en su momento. Nos meten  el miedo en el cuerpo para intentar tenernos controlados. Y lo primero que hacen es robarnos la bendita libertad de seguir haciendo lo que a uno le da la real gana, que es lo que hacíamos cuando éramos niños, jugar, dejarnos llevar, disfrutar cada segundo de nuestra existencia y preocuparnos sólo cuando algo se interponía entre la diversión y nosotros.

La lluvia era una de nuestras más enconadas enemigas. Las calles mojadas no eran aliadas de las bicicletas y los balones, ni tampoco del callejeo en busca de aventuras. No quedaba más remedio que buscar refugios para seguir jugando. Y la Casa de Saulo, en la Calle del Medio, era sin duda uno de nuestros refugios preferidos. Por allí andaba un gato siamés abúlico y gandul que era de la Tía Seita, o el genio de la tía de Quica yendo de un lado para otro y sacándonos a todos nosotros la memoria de nuestros padres y abuelos, con todo el anecdotario socarrón tan propio de nuestros mayores. Y luego la tía Carmencita, que recuerdo que fue a la primera mujer que yo vi fumar, y además Mecánico. Nos quedábamos mirando para ella alucinados. No era el prototipo de señora mayor que veíamos por Guía. Tenía mucho carácter, se dirigía a nosotros de tú a tú y poniendo los puntos sobre las íes cuando hacíamos algo mal, y además no se casaba con nadie. Con los años la pude conocer más en el Puerto de Las Nieves, donde siempre iba con sus perros con nombres de personas y su cigarro pegado a la comisura de los labios. A mí si me dieran a elegir la vejez no desdeñaría un paisaje como el del Puerto de Las Nieves de hace treinta años y tres o cuatro perros para pasear al atardecer. Pude despedirme de ella un día en que Tomasín se metió como se metía siempre por el hospital de San Roque, igual que Mateo por su casa, y se empeñó en ir a saludarla. Él me decía que quería ir a ver a alguien a quien nombraba Ela, Meeela o algo parecido, que yo no era capaz de descifrar. Íbamos camino de la presa, pero no hubo manera de detenerlo. Cuando llegué frente a Carmencita, o Canca, que creo que es como la llamaba siempre su sobrino Braulio, se me puso un nudo en la garganta. No podía hablar, pero te seguía marcando el paso con los ojos, y les aseguro que los cruces de miradas entre ella y Tomasín todavía los conservo como si estuvieran generando la misma electricidad emotiva de aquel instante.

En la Casa de Saulo estábamos bajo la supervisión de su madre, Mercedes Gloria, que también tenía la facultad de saber hablarnos a los niños como si fuéramos adultos. Quizá hable de esta casa porque estaba situada entre mis dos paraísos infantiles, el de San Roque y Las Barreras y el de La Plaza y el Barranco. Por allí parábamos todos en las subidas y bajadas de las pendientes, siempre corriendo, por supuesto, o haciendo el payaso, o lanzados en bicicleta con el riesgo de rompernos la cabeza en cualquier esquina.

En la Casa de Saulo reinaba el Monopoly. Los demás podíamos tener el juego de marras, pero no era lo mismo, no tenía el mismo caché jugar en tu casa o en cualquier otro lugar que jugar allí con toda la tropa de amigos peleando por la calle de Alcalá o Leganitos. Voy a nombrar a alguno de los que parábamos por allí a menudo, aunque de entrada sé que me voy a dejar a muchos en el olvido. Allá van los que me vienen ahora a la mente: Carlos Aguiar, Pedro Silvela, Martín Julio Suárez, Víctor Aguiar, Francisco Talavera, Antonio y Jerónimo Vera, Tano Mateos, Julio y Rubén Padrón, Octavio Estévez, Miguel Ángel Saavedra, Luis Marino, Quique Miranda, Santiago Bañolas, Isaac, Juanjo Trujillo, Sergio Aguiar, Máximo Bautista, Alex Estévez, Javier Mateos, Francisco Aguiar, José Juan Moreno o Pepe Roque (la casa de éste último era para todos nosotros el paraíso soñado por la cantidad de juguetes y cachivaches que había por todas partes). Se me quedan muchos atrás, lo sé, y cualquier error es una falta de respeto a quienes éramos poco menos que  hermanos.

La Casa de Saulo fue testigo de nuestros sueños y de nuestros deseos para el porvenir. No sé si luego a alguno de nosotros se le cumplió ese sueño prematuro que con el tiempo seguro que se fue perfilando de otra manera hasta casi diluirse o parecerse muy poco al original. Saulo tenía el balón del que ya hablaba en otro relato: un balón que nunca recuerdo nuevo y que yo creo que duró toda nuestra infancia, con aquel peso justo para que no te doliera al rematar de cabeza y la textura casi aterciopelada del cuero ajado y curtido en mil batallas. Pero cuando hablo de la Casa de Saulo hablo también del zaguán, de la acera que estaba delante o de la azotea, con esa magia y esa incitación a la aventura que tienen muchas de las azoteas de Guía. En aquella casa, por ejemplo, nos decantamos en la final del Mundial 78 por Holanda o por Argentina. Recuerdo que era el cumpleaños de Saulo. Yo iba con Argentina, por la influencia de Carnevalli, Brindisi y compañía, aunque incomprensiblemente ninguno de aquellos argentinos de Las Palmas jugó el Mundial, y también por Mario Alberto Kempes, uno de mis grandes ídolos de mi infancia futbolera. Esa final se ha convertido en una de las imágenes que se siguen presentando nítidas con el paso de los años. Igual hablo con Saulo o con alguno de los amigos de entonces y ni siquiera se acuerdan. Puede pasar. De hecho yo creo que para recordar deberíamos reunirnos con todos los amigos de la infancia para que cada uno fuera relatando ese momento inolvidable que seguro que el resto no recuerda, entre otras cosas porque los momentos sublimes e inolvidables de cada cual son tan subjetivos como la vida misma. Y también porque la memoria suele hacer con nosotros lo que le da la real gana, aunque por suerte sí es verdad que tiene tendencia a olvidar lo más funesto, y de hecho gracias a esos olvidos necesarios podemos seguir sobreviviendo más o menos dignamente.

Casi todos los amigos que coincidíamos en la Casa de Saulo estudiamos juntos durante muchos años, la mayor parte de ellos con Nicolás Aguiar en el colegio que hoy lleva su nombre. Nos unía el callejeo constante, la búsqueda del juego y un solidario sentido de la diversión y de la propia existencia. A muchos no los veo hace años, y sin embargo cuando nos encontramos nos basta una mirada o un pequeño gesto para recocernos casi como hermanos. No en vano juntos fuimos descubriendo el mundo en las cuatro calles que ahora parecen tan poca cosa, pero que entonces no tenían límite porque nuestra calle no eran sólo unos cuantos adoquines y unas estrechas aceras por las que jamás recuerdo que fuéramos caminando. Cada paso valía su peso en oro y no nos permitíamos jamás perder el tiempo. Siempre estaba la imaginación revoloteando como aquellas mágicas mariposas de colores que andábamos esperando desde que veíamos los capullos de seda en los muros y las paredes. Al final ni las mariposas ni nosotros logramos que se eternizara la primavera.

Septiembre de 2006.


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Modificado el ( lunes, 18 de agosto de 2008 )