lunes, 07 de enero de 2008

                      

INVIERNO


Javier Estévez


        El invierno no comenzó oficialmente el pasado veintidós de diciembre. Lo hizo unos días antes, cuando floreció el único ejemplar de oro de risco que sobrevive en los riscos indómitos del barranco de Salinas. No hay seres vivos más sensibles a los cambios de estación que las plantas, y el oro de risco (Anagyris latifolia), especie que se ahoga en el mar de la extinción, celebra con sus pétalos dorados la llegada del invierno.

Sigue ausente el alisio. El frío y la oscuridad, con sus cuchillos y sus sombras, abrazan a las ciudades y sus calles. Al igual que el oro de risco, la nostalgia y la melancolía también florecen con el invierno. Y hace tiempo comprendí que los ángeles sólo mueren en estos días que se suceden.

 

Sin embargo, la naturaleza sigue con sus taquicardias y sus celebraciones. La vida no espera a nadie. Las noches comienzan a menguar y el sol abandona su timidez de otoño para alargar su elipse irremediable. En invierno se estremecen más que nunca las estrellas y sus luces. Durante las noches invernales tiritan sobre los tejados las doce estrellas más brillantes del firmamento: Sirio, Arturo, Vega, Capela, Rígel, Proción, Betelgeuse, Altair, Aldebarán, Antares, Espiga y Pólux. Con unos prismáticos rudimentarios también se pueden ver las lunas más brillantes e inimaginables de Júpiter y se puede hacer un recorrido por la franja estrellada que ahoga a la Vía Láctea. Sólo durante el invierno el cielo nos regala una estrella cada noche.

 

 Y sólo durante el invierno el verde alcanza al mar. Las laderas pedregosas y desérticas se disfrazan, con las lluvias, de prados esporádicos y nos invitan a tumbarnos sobre ellos para ver pasar el cortejo de nubes desplegadas sobre imaginarias líneas de combate, como férreos navíos. Y sus vientos, que arrastran desde Europa cientos de aves repelentes al frío continental y sus extensiones. En los bajíos y sus plataformas de lavas domadas se instalan silenciosamente chorlitejos, zarapitos trinadores, vuelvepiedras o andarríos.

 

Mientras escribo estas líneas, los almendros copulan dionísicamente sin pausas ni dilaciones y hacen del invierno su primavera, cumbre de su amor cenital. En el barranco del Calabazo, donde la tierra se arruga tímidamente, unas decenas de barbusanos descienden de las fisuras inalcanzables a los campos de cultivo abandonados y olvidados. El bosque recupera sus dominios gracias al sueño urbano y concupiscente del hombre. 

Pero regresemos al incendio verde, donde pasta Pantagruel con sus ovejas. Hay tanto verde para tan poco animal, que éstas deberían salir con tupperware porque no está el mundo para sobras. Son tan extrañas hoy en día las ovejas en el paisaje que en unos lustros alguna agencia avispada organizará excursiones y expediciones a cortijos y dehesas buscando un insólito animal rumiante ungulado cuadrúpedo, hembra de la especie Ovis aries.

 

Nosotros somos rumiantes como las ovejas, pero a diferencia de éstas, nosotros no regurgitamos alimentos, sino pensamientos. A fuerza de rumiar pensamientos y recuerdos el vértigo lo invade todo, cantó el poeta Kavafis. Es entonces cuando llega el invierno temido y verdadero con sus herramientas y sus miedos. Por eso, los ángeles sólo mueren en invierno.

Enero de 2008.



Modificado el ( lunes, 07 de enero de 2008 )