martes, 20 de noviembre de 2007
EL CARRUSEL DE LOS LUNES
Música de Papagüevos II

Santiago Gil
            

Yo me crié entre recortes sepias de periódicos y noticias caducas. Bajaba a un cuarto trastero que estaba en la casa de mi abuela y abría cajas antiguas de madera llenas de recortes amarillentos que hablaban de sucesos lejanos y de protagonistas que casi siempre estaban muertos o formaban parte de  recuerdos ignotos. Mi abuelo Zenobio García Bautista fue durante muchos años corresponsal de muchos periódicos de la capital en la zona Norte, y también estuvo detrás de los que sacaron adelante La Voz del Norte. Pero no sólo iba guardando las crónicas que él publicaba en prensa: la caja de mis sueños infantiles contenía toda clase de noticias relacionadas con Guía, desde sucesos sanguinarios a gestas deportivas. Mientras en la calle vivía una realidad más o menos tangible y cotidiana, en aquel cuarto yo me adentraba en el mismo pueblo pero de una manera más literaria que real, como si lo estuviera soñando en cada una de las palabras que iba leyendo, aun cuando a veces no me enterara de la misa la media. Preguntaba a mi abuela y a mis tíos Fernando o Paco detalles de aquellas crónicas, y entre eso y la imaginación que yo le ponía fui conformando un universo guiense que al día de hoy me parece más literario e imaginado que verdadero. Tengo la misma sensación que cuando leí Cien años de soledad, la de algo que es y no es, que yo he creído haber visto, pero que no he podido ver porque llegué tarde y cuando las cosas ya habían cambiado, o directamente porque nunca tuvo relación lo que llevaba al magín con lo que leía o se suponía que contaban aquellas crónicas. Por eso a veces siento como si me hubiera criado en una especie de entelequia llamada Guía de Gran Canaria y no entre las calles que todavía sigo reconociendo cuando regreso. Yo me entiendo, y espero que ustedes también. También le debo a esas incursiones mis dos grandes vocaciones: el periodismo y la literatura. De alguna manera estaba predestinado a ser lo que soy. En aquella caja antigua llena de papeles desgastados había encontrado escrito mi propio destino.

Con el tiempo buena parte de aquellas noticias fueron expoliadas por algunos que se aprovecharon de la buena fe de mi abuela. Le pedían permiso para consultar datos, o simplemente para curiosear un poco por el pasado del pueblo, y se llevaban recortes relacionados con sus familias o sucesos que no querían que quedaran guardados para siempre en el papel. Del archivo que existe ahora mismo desapareció gran parte de lo que yo recuerdo haber leído de niño. Lo único que no tocaron fueron las crónicas deportivas, las esquelas y unas cuantas noticias más o menos asépticas o insustanciales. Pero supongo que eso será parte del destino del papel. Como nosotros, también está condenado al olvido más tarde o más temprano.

Creo que fue por esos mismos años cuando comencé a escribir mi primera novela. No recuerdo el título ni tampoco cuántas páginas llegó a tener. Supongo que no pasaría de diez o doce hojas de bloc de cuadros o de dos rayas. La escribí a cuatro manos con Carlos Aguiar. No sé cómo nos dio por meternos a escritores. Sí creo que iba de fútbol, de los sueños futboleros de un niño tan soñador como éramos nosotros entonces. Escribir formaba parte de un juego, y se conoce que más o menos tuvo que ser divertido porque con los años recaí varias veces en él, y de hecho ahora mismo no entendería mi vida sin contar con la alianza de palabras o de libros que me salven de la chabacanería, la mediocridad y de lo absurdo de nuestra poca existencia.

No mienten quienes dicen que la vida se va a en un abrir y cerrar de ojos. Creo que cada uno de nosotros tiene sobrados ejemplos de la verdad que encierra ese adagio. Y también es cierto que en medio de esa voracidad del tiempo y del caos más o menos cotidiano cada cual se defiende como buenamente puede. Yo lo hago tirando de las palabras. Ya no es tanto un juego como una necesidad imperiosa para asirme al mundo y para no perder las referencias del pasado. Digamos que es una forma de alargar nuestra propia existencia. Cada tarde que nos sentamos a recordar o a contar a otros nuestros recuerdos nos estamos regalando una moviola que nos ensancha y nos vuelve un poco menos temporales. Sólo así se entiende esta perseverancia literaria. Incluso las noticias que hoy leemos por encima en los periódicos las convertirán en sueños quienes nos sobrevivan. Si no escribimos, nuestra existencia no será más que una cita cronológica de hechos aburridos que se acabará muriendo indefectiblemente con nosotros. Sólo poniéndole ánima y palabra salvamos a nuestro tiempo del olvido.

Noviembre de 2007.

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Modificado el ( miércoles, 02 de enero de 2008 )