domingo, 21 de octubre de 2007
LOS CAMINOS DE LA AVENTURA
Música de Papagüevos II

Santiago Gil
            

Nuestros pasos más aventureros nos conducían siempre hacia las montañas. Delante estaba el mar, pero el mar frenaba nuestros pasos. Sugería otros mundos y otros escenarios, pero quedaban lejos y jamás se veían desde la orilla. Las montañas, en cambio, nos invitaban a buscar detrás de ellas: en el mar aprendimos a soñar; en la montaña fuimos haciendo el camino.

Qué habría detrás de los riscales y los montes. Esa era la pregunta que guiaba nuestros pasos más osados. Partíamos hacia Ingenio Blanco, hacia Hoya Pineda o hacia San Juan con la intención de descubrir otros mundos y otras gentes detrás de cada loma. Nosotros, para sobrevivir, tenemos que exagerar las distancias de nuestros límites insulares. Cuando eres niño parecen inabarcables, pero también llega un momento en que pueden resultar claustrofóbicas, sobre todo desde que llegamos a todas partes en un par de horas y desde que atisbamos los cuatro puntos cardinales. No resulta fácil asumir la cortedad de miras, por eso, a medida que vamos creciendo y asumiendo nuestros límites, necesitamos tanto el mar para ampliar los horizontes, y también para soñar y para darle un sentido más trascendental y mítico a nuestra propia existencia. En aquellas incursiones de la infancia todavía creíamos que la tierra no se acababa nunca. Subíamos hacia Hoya Pineda descubriendo un mundo que para nosotros podía ser casi tan grandioso como el descubierto por Colón y por cualquier Livingstone metido en las entrañas africanas. Nunca llegábamos al final; por tanto la isla no la teníamos asumida: siempre quedaban caminos por recorrer.

Mis escapadas hacia el campo las hacía subiendo por las pendientes de la Cuesta de Caraballo o de la presa. Conocía al dedillo esos caminos porque mi madre había estado dando clases en la escuela de Ingenio Blanco y alguna que otra vez nos había llevado de aventura por esos campos. Y también porque iba con mi abuela Bárbara a una casa abandonada que tenía en la zona del Gallego a coger moras rojas: mantengo intacto el sabor agraz, lo mismo que la sensación de aventura cuando nos adentrábamos entre las zarzas y la maleza. En las islas la maleza y las hierbas silvestres son casi edénicas, luminosas y sorprendentes por la cantidad de flores bellas que nacen entre tanta maraña. También aprendimos que entre la mala hierba suelen salir muchas veces las flores más hermosas, y que la naturaleza es en sí misma un milagro, vida y muerte diaria conviviendo más allá de nosotros y de nuestras triviales ambiciones pequeñoburguesas.

La escuela rural de Ingenio Blanco en la que mi madre daba clases se integraba maravillosamente en el paisaje con sus tejas y sus blancas tapias, y aún hoy permanece en el mismo lugar dándole a esa zona de nuestras medianías un toque reconocible y cercano. Subiendo todo recto desde La Cuesta se llegaba a la escuela, y de ahí hacia arriba se gestaba la aventura con el descubrimiento de paisajes, bosques y animales cada día más llamativos y sorprendentes. Nos encantaba el olor de la hierba mojada, la neblina, la tierra cada día más roja manchando las playeras y los pantalones, y el agua limpia y helada que nos daban en las casas cuando llegábamos exhaustos de tanta cuesta y de tanto camino zigzagueante y escarpado. Tendríamos doce o trece años. Íbamos sin permiso, que es como único concebíamos las aventuras. Lo otro, lo pactado con los padres o los profesores, eran excursiones de tortillas de papas y canciones cutres en las que no se corría ningún riesgo, y en las que tampoco podías esperar nada fuera del guión que previamente te habían contado. Sólo se salvaban las primeras excursiones con los Scouts. Yo pertenecí a la primera promoción de exploradores que hubo en Guía. Nos reunió la madre Gloria en las Dominicas un sábado por la tarde y nos planteó la posibilidad de crear un grupo para ir de acampadas algunos fines de semana. Lo pasábamos de maravilla descubriendo Guayadeque o los pinares cumbreros, y sobre todo durmiendo en las casetas de campaña, con toda la aventura improvisada de los animales nocturnos, los ruidos desasosegantes y la sensación de supervivientes y osados que teníamos cuando nos veíamos amaneciendo en medio de un bosque de pinos. Nunca olvidaré el olor de esas primeras mañanas cumbreras, ni tampoco el cielo azul y limpio que casi tocábamos sobre nuestras cabezas. Con los años los Scouts se fueron consolidando y convirtiéndose en un referente para varias generaciones de guienses. De Gloria Betancort habría que hablar largo y tendido. Era una monja atípica por su apuesta decidida por los postulados del Vaticano II y por la filosofía más progre y social de Juan XXIII. Nos transmitió un código ético imprescindible a muchos niños de entonces. Uno se ha alejado de la iglesia, sobre todo de la oficialista y carca que manda hoy en día, pero siempre reconozco los valores que aprendí con Gloria entre acampadas y participativas clases de religión. Mi agnosticismo se ajusta a buena parte de aquellas enseñanzas sobre la solidaridad, la entrega a los demás y la apuesta por la justicia social y la igualdad entre todos los seres humanos. Y creo que aquel mensaje caló porque nos fue transmitido en medio del divertimento y la aventura. Y como buen scouts también aprendí a respetar a los animales y a defender cualquier iniciativa que conlleve el cuidado y la preservación de la naturaleza.

Con los años fuimos descubriendo que las montañas también tenían un final. Salimos de la isla en busca de nuevos horizontes, y poco a poco aprendimos a asumir nuestra condición de insulares apegados a un territorio separado del resto. Ahora nuestra mirada se fija más en el mar que en las montañas. Y soñamos cada dos por tres con salir en busca de nuevos horizontes. Pero siempre volvemos para coger resuello y para no perder el norte de nuestra existencia. Cada paso que damos sigue teniendo la misma fuerza que aquéllos que íbamos dando para descubrir lo que había detrás de los riscos y los montes. Ahora quizá trascendemos un poco más, y escribimos, y también llevamos el recuerdo de muchos muertos que en su día caminaron junto a nosotros. Pero sigue siendo mágica esa sensación diaria de salir a la calle. Todo puedo suceder. Lo aprendimos encarando los senderos de la infancia y desbrozando los horizontes. Sigamos doblando esquinas y adentrándonos en la aventura diaria que nos ofrecen los caminos.

Octubre de 2007.

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Modificado el ( domingo, 21 de octubre de 2007 )