miércoles, 29 de agosto de 2007 | |
Del
corral al camino y por los caminos hacia las ciudades. Asà se extendió la
noticia, como si fuese una trémula niebla en una larga noche de invierno. La
divulgación galopó sobre el caballo de Marquitos Mendoza, que tras devolver el
huevo a las hermanas, remontó a su cabalgadura, espoleó frenéticamente al
animal y éste, más que correr, voló bajo, despertando en el viento y todos sus componentes, una antigua nostalgia
por el mÃtico Pegaso.
Tanto
cabalgó y cabalgó que ni se percató de que habÃa atravesado en una sola carrera
y de norte a sur, todo el pueblo de GuÃa. Al llegar a la pendiente engreÃda
de Caraballo tiró de las riendas de su alazán,
que no sólo se vio dolorosamente obligado a frenar su carrera sino que clavó en
tierra la baldÃa excitación del jinete. De
vuelta al pueblo, atravesó la nube de polvo que habÃa levantado su jaca
tras la frenética galopada, y evitó, como pudo, los cientos de adoquines
volteados por el golpe seco y contundente de los cascos traseros de su caballo.
Al pasar junto a la portada del cementerio, desbordado de muertos
incomprendidos, se quitó el sombrero por respeto a los difuntos que allÃ
yacÃan, en especial por sus padres; bordeó la ermita por uno de sus costados y
se dirigió hacia la tienda de comestibles y ultramarinos de mi tÃo Juan Molina,
fraterno suyo no de sangre, sino por obra, tiempo y sentimiento. Cuanto más se acercaba,
más respiraba abdominalmente para digerir cuanto antes, tanto frenesà que se
acumulaba en algún rincón de su confuso vientre. Sobre
una de las esquinas que dibujaban los lÃmites de la plaza de San Roque,
se encontraba, primigeniamente, la tienda de mi tÃo. A pesar de sus ahogadas
dimensiones, Juan, que se habÃa convertido en un auténtico prestidigitador del
orden y su estructura, habÃa conseguido introducir en ella un inimaginable universo
de mercancÃas. OfrecÃa un completo surtido de todo
tipo de productos, desde zapatos hasta mechas para candiles. Sobre el mostrador
principal tenÃa tres frascos repletos de caramelos, a parte de los necesarios
instrumentos de precisión: una balanza,
pesas y una báscula con plomada. Pegada a la pared del fondo se alzaba una
enorme estanterÃa. Los bajos de la misma estaban destinados a los productos más
cotidianos, mostrándose al público los cajones de legumbres y hortalizas,
interrumpidas por marbetes marcaprecios de cristal esmaltado. Sobre los
cajones, las repisas donde reunÃa todo tipo de lÃquidos y bebidas fundamentales
y de cuyas esquinas pendÃan las medidas
de lÃquido fabricadas en hojalata de diferentes capacidades. Como si de un museo se tratara, los granos se
exponÃan en grandes sacos, todos remangados por sus cornisas y cada uno con sus
almudes correspondientes, y los repartÃa
entre los huecos que creaban generosamente las cuatro puertas que ofrecÃa el
comercio. Sin embargo, en ese orden
aparente habÃa dos elementos cuya presencia me generaban cierta incomodidad
además de crear un ambiente, para mÃ, hasta esotérico. Colgada del techo, entre
el mostrador y la entrada principal habÃa una rueda, que no era otra cosa más
que un volante de fundición con los tÃpicos radios sinusoidales, que ponÃa en
movimiento una correa amarrada a uno de los ventanucos que culminaban las
puertas. Hoy en dÃa, sospecho que era un rudimentario sistema de protección
contra robos desesperados. Por otro lado, el juego de espejos de las esquinas
para visualizar en un coup de vue el espacio absoluto de la venta. Yo siempre recordaré a mi tÃo Juan como un
buen tendero, amante del tremendismo, pero con un humor congénito y una risa
ardiente. Marquitos Mendoza intentó entrar en la tienda con la única
intención de anunciarle lo que, con sus propios ojos, habÃa visto. Pero ante el
alboroto y la algarada que habÃa en su interior, prefirió permanecer fuera y llamar
su atención hasta que Juan lo alcanzara. Se arrimó a un viejo laurel, plantado
en la última glaciación, y comenzó a
gesticular afanosamente con sus brazos y manos, con su rostro y con otras
partes inevitables de su cuerpo. A pesar
de que la perspectiva elegida permitÃa una conexión visual directa entre ambos,
Juan continuaba sin verlo. Desesperado, Marquitos Mendoza volvió a respirar
abdominalmente, esta vez en ocho tiempos, y a pesar de la alergia que le tenÃa
a los correveidiles, decidió entrar sin anunciarse y decididamente, como si
fuera un guardia civil. Juan Molina, abandona cuanto antes la tienda y
acompáñame a casa de tus padres, pues suceden allà cosas de difÃcil
explicación. La risa de mi tÃo Juan tronó bajo el cielo circunstancial.
Algún que otro despistado que andaba a cuatro manzanas de allÃ, miró extrañado
al cielo creyendo oÃr los tambores de Júpiter. Le bastó a Juan ver que el
rostro de su amigo permanecÃa ingrávidamente circunspecto, para confirmar, con
certeza religiosa, la veracidad de las palabras arrojadas sobre el mostrador.
Se deshizo, como pudo, del delantal y pidió a Dolores, su mujer, que permaneciese
al frente de la venta hasta su regreso. Montó sobre el curvado lomo del caballo donde ya lo esperaba
Marquitos y ambos se dirigieron a horcajadas, calle abajo, hacia la Vega Mayor.
Cabalgaron tan deprisa que entre los que les vieron corrió el rumor de la
existencia de unos viejos malhechores imperdonables. Su presteza casi les desbarranca al final de la calle del Marqués,
en el encuentro brusco de la misma con la hendidura del barranco. Ante la insistente petición de Juan para que le aclarara lo
sucedido, Marquitos trató, en un principio, de alejarle la sensación de lo
irremediable asegurándole que nada le sucedÃa a su familia; intentó,
seguidamente, introducirle la tranquilidad por sus oÃdos tan mal educados para
la música, y por último, le perjuró que preferÃa, y lo dijo poniéndose la mano
en el corazón, esperar a llegar hasta su
casa para que fuese él mismo quien descubriera el milagro acontecido, no fuese
a ser que lo tomara por loco o ignorante. Restaban aún unos cuerpos para llegar a la altura de su casa, y
con el caballo aún entre trote y resoplidos, cuando Juan saltó del rocÃn a la
tierra. Las siluetas inquietas de Las Canelas se advertÃan desde el principio
de la larga recta que trazaba el camino en su discurso secular, y sólo cuando
llegó a su altura, les ordenó que le contarán lo sucedido. Éstas, sin introducción alguna y con los ojos
cerrados, pusieron el huevo en su mano y añadieron al mismo tiempo: Esto es
un aviso de Dios, Juanito; mire usted, qué mensaje tan terrible. Por temor
a una caÃda inoportuna, Juan acunó el huevo entre sus manos, pero con el texto
dispuesto al revés. Con exquisito cuidado y con mayor curiosidad, lo giró para poder leer el incógnito mensaje
que la cáscara recogÃa. La incredulidad inicial se tornó rápidamente en un
gesto facial de secreta complicidad, al comprender fácilmente que la grafÃa
cincelada sobre el cascarón, ni se correspondÃa con mensajes divinos, ni con
letras de serafines, querubines o de ángeles expulsados, pues la ingenua falta
de ortografÃa allà registrada, descartaba brutalmente a todo lo celestial y a
lo del más allá, también. De forma precisa, y algo torpe, alguien habÃa escrito
en el huevo: En este siglo se berá. Y Juan, mirando hacia la ventana que se
correspondÃa con el paradero de sus hermanas, dedujo sólidamente, quién habÃa
sido la inocente escritora. Javier Estévez, agosto de 2007. Descargar texto completo |
|
Modificado el ( miércoles, 31 de diciembre de 2008 ) |