martes, 28 de agosto de 2007 | |
Toda historia, como toda andanza,
tiene su inevitable comienzo. El episodio del “huevo milagroso” se inicia legítimamente con la visita de mi
abuela Leonardita, acompañada por mi
madre, Juana, que entonces contaba con
tan sólo diecisiete años, a una sobrina suya de nombre Wenceslá que vivía, en
el año 1913, cuando todo sucede, en Moya. Por aquel entonces, los protagonistas
de esta historia eran personas que disfrutaban de una cómoda condición, ya que
no soportaban ninguna dificultad para sobrevivir. Mi madre y cuatro de sus ocho
hermanos vivían en una casa terrera y sobrada, que aún perdura, aunque
vergonzosamente abandonada, donde dicen Al llegar a casa de la sobrina de mi
abuela, mi madre, que andaba siempre sin sombra debido a su pertinaz inquietud,
descolgó de una pared de la cocina un calendario que tenía tantas hojas como
días presentara el año. Eran de ese tipo de almanaques que pretenden instruirte
mientras deshojas mecánicamente al tiempo. El azar quiso que ese día, aún
figurara la hoja de la jornada anterior donde se exponía una vieja receta, de
origen incierto, que revelaba a regañadientes el secreto para escribir frases
imposibles sobre los huevos. Wenceslá se percató de la curiosidad de la joven y
abriendo el enorme cajón de la mesa tocinera, sacó un huevo que aguantaba en
su cáscara los siguientes términos: este huevo lo puso la gallina negra. Ni
mi abuela ni su sobrina pudieron entonces imaginar, y menos calibrar, la
historia que acababan de prologar. A pesar de que aún restaban unas
horas de luz, pues el sol aún estaba penetrante y diagonal, mi abuela decidió
retornar a Guía, pues esperaba que con el derrumbamiento del día llegaran, para
pernoctar, unas hermanas de pensamientos trabados y espesos, que respondían
sonoramente al apodo de Las Canelas. Tan pronto llegó a oídos de mi madre la
noche que gastarían estas hermanas en su casa, pergeñó la burla más contumaz
que ha sufrido esta comarca en los últimos veinte siglos de su existencia. Tras un regreso polvoriento y
pedregoso, y nada más apearse de la acémila tras pasar bajo el arco rebajado
del alpendre, sin anuncio alguno, corrió hacia el corral para pertrecharse de
algún huevo que aún hubiese en el nidal. Percatose rápidamente, pues mi madre
tenía buen ojo para los trajines del corral, de la existencia, en el nido de
las gallináceas, de un huevo huero, vano, vacío, el que por
enfriamiento se pierde en la incubación.
Con el huevo en uno de los bolsillos de su delantal, entró de esquivo en varias
dependencias de la casa para apoderarse de las herramientas rentables y
necesarias que le permitiesen ejecutar puntualmente la candonga que les
gastaría a las hermanas retardadas. A hurtadillas, pasó
por la cocina para apoderarse de un pedazo de manteca de cerdo sin sal, un vaso
de vinagre, que cogió de la alacena, y una botella vacía de las reservadas para
recoger agua del naciente. Siguió su ronda sigilosa por el escritorio de su
padre, que a esas horas rondaba por los callejones sin suerte de su ciudad inédita, y consiguió, al verla tendida sobre el buró, una pluma palillera
de guirre, regalo prescindible de un notario atribulado. Volvió astutamente al corral, sin levantar
sospechas, y con una vela y una cuchara, calentó el sebo del cochino para
licuarlo y tintarlo. Con el dedo gordo e índice de la mano izquierda soportó el
huevo, mientras que con la pluma ya cargada escribió rudamente sobre el
cascarón una frase que concibió como
terriblemente agorera. Tan sólo restaba el momento definitivo y sublime; para
cumplir fielmente lo establecido, sumergió, sin aviso previo, al huevo durante
un cuarto de noche en el mar de vinagre. Para no levantar
sospecha alguna, en vez de volver a la casa, donde andaban repartidos su madre
y sus hermanos, se dirigió hacia un pequeño cuarto disperso y allí se dispuso, mientras el tiempo y el ácido
acético actuaban sobre los carbonatos oriundos de la cáscara, a lustrar todos
los aperos de labranza concernientes a la tierra. Mientras bruñía y se
esmeraba en la limpieza de esos aparejos agrícolas, unas voces se introdujeron girando y girando
por el único hueco que presentaba el ancho vano del cobertizo. Inmediatamente,
desempolvó de las repisas de su memoria todos los registros auditivos
almacenados hasta encontrar el correspondiente a esas voces saladas y
marineras. Así las identificó casi al tiempo que se introducían a empellones en
sus oídos: las moscas. Estas primas lejanas suyas eran unas alcahuetas
del demonio, pues tan grande era su ignorancia que todo lo relacionaban con el
demontre, con hechizos desatinados y con el negro encantamiento. Temerosa de
que se encontraran con el huevo anotado, resolvió sacarlo del vinagre para
incrustarle una cruz sobre el mensaje grabado de forma soez a la manera
cervantina. De este modo, consiguió defender las letras tanto de voluntades tenebrosas como del
temido fuego eterno. La noche espesa se
sentó sobre la isla y entonces, cuando las estrellas retozaban sideralmente en
el firmamento, Juana sacó el huevo, sumergido con alevosía y con un fragmento
de nocturnidad en el caldo avinagrado, y
entre risas malandrinas y plumas desvanecidas, levantó a la gallina para poner
bajo ella el huevo con el dictado grabado en relieve. La noche devino en
luminoso amanecer y antes de que el día sucediera definitivamente a la noche, el canto del
gallo, atravesando como pudo la relentada, avisó del comienzo de una jornada
que, desde tiempos irreconocibles, sería, de manera casi ineludible, similar a
la que inevitablemente ocurrió. Entonces sucedió lo
que Juana esperaba. Una de las Canelas, que habían dormido en una de los
cuartos perdularios del bajo, se acercó al nidal para recoger lo dispuesto por
la gallina y se encontró no con un huevo cualquiera, sino con el que mi madre
había ilustrado. Asustada, llamó a Manuel, el ovejero, que se preparaba para
sacar el ganado a pacer. Yo no sé leder, pero letras son, concluyó el pastor, con
su acostumbrada parsimonia y brevedad, antes de empezar a bastonear al hato
hambriento. Para finales de ese año se había
planeado la boda de nuestros padres. De
esta manera, se habían vuelto muy frecuentes las visitas de la familia de mi
padre a casa de mi madre y viceversa. Esa misma mañana, tan temprano como el
huevo fue descubierto en el nidal, mi abuela paterna, acompañada por dos tías
nuestras, rindieron visita a Leonardita. Mientras hablaban de zagalejos,
capotillos, casaquillas y justillos, las Canelas, alucinadas con la gallina
ponedora, trataron de abandonar la casa y el huevo, no sin antes mostrarle el
milagro referido a dos jinetes que con sus monturas aletargadas, por allí
coincidieron, aunque llevaran rumbos opuestos, pues mientras don Ramón
cabalgaba a Gáldar, Marquitos Mendoza se dirigía hacia la cercana ciudad de
Guía. Las hermanas, demoradas en inteligencia y con cierta tartamudez mental, les
ordenaron parar, desmontar sus caballos y mirar el huevo huero rayado. Los ojos de Marquitos Mendoza tanto se
agrandaron, por lo que a través de ellos veía, que D. Ramón se apartó unos
pasos de él no fuese se le vayan a salir
de sus cuevas y yo se los pisara. Encrespado, preguntó a la mayor de Las
Canelas: Señora, pero ¿quién puso este
huevo? Fiel a la verdad y a su limitada razón, respondió ésta: Pues, una gallina, señor; quién si no. Javier Estévez, agosto de 2007. ![]() |
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Modificado el ( miércoles, 31 de diciembre de 2008 ) |