sbado, 25 de agosto de 2007
LA REDENCIÓN POR EL ESTUDIO
Relatos cortos (6)

Erasmo Quintana

Tiene que irse pronto a la cama porque al día siguiente y muy de madrugada se le pone de parto una de las mejores vacas del establo. Cenó como siempre en compañía de su enjuta y callada esposa y una abundante chiquillería que cabía toda debajo de una cesta. Como siempre, también, frugal fue lo que cenaron esa noche: caldo de papas con cilantro que sobró del mediodía, y gofio o un mendrugo de pan duro –a elección- y derechitos al catre. Y así, como respondiendo a un hábito por repetición sin hacer el menor ruido aquella prole famélica, encabezada por el mayor que portaba un quinqué, salía uno tras otro en número de ocho de la mugrienta cocina, si es que se le podía dar ese nombre.

Ignacio el de Tomasita es desde no se sabe cuándo el encargado o mayordomo de la finca de plataneras que don Anselmo Avellaneda posee en una de las zonas más fértiles y llanas junto a la costa orientada al poniente; y es fama la cantidad de racimos y su envergadura que vende a la Cooperativa, siendo este extremo motivo de orgullo de su dueño y la consiguiente envidia de todos. Este es el escenario donde se desarrolla la vida austera y aburridamente cotidiana de nuestro encargado y su familia, donde el mucho trabajo, interminable trabajo se diría, es el pan nuestro de cada día. Allí todas las manos son pocas, pues una plantación tan importante y los animales que tiene también que atender dentro de la finca, hacen de la faena diaria un agobio permanente para él y su compañera. Con los hijos no contaba, ya que algo sí tiene claro: que a poder que él pudiera sus hijos estudiarían todos, para que no sufrieran las privaciones y penalidades por las que sus progenitores estaban pasando; tan seguro estaba de que el estudio los redimiría de aquella precaria situación, haciendo de ellos hombres y mujeres de provecho, honrados y de bien. Es por esto que no los dejaba nunca sin ir a la escuela.

Un buen día el mayor de ellos, Juan José, que terminaba el bachillerato, le trajo un recado de su tutor donde lo citaba para hablarle sobre algo respecto a su hijo. Preocupado por la cita esa noche no durmió, y al despuntar aquel día señalado, dejando la mitad de las cosas sin hacer acudió a la cita tal como estaba: alpargatas, camisa y pantalón manchados de platanera y, gorra en mano pidió permiso para entrar. Después de los saludos y en tono solemne, como creyéndose que cumplía un deber sagrado el tutor fue directo al grano:

-    “Sr. Ignacio: lo he mandado llamar porque creo una obligación poner en su conocimiento que su hijo Juan José es uno de mis alumnos más aventajados y con mayores posibilidades de todos los que tengo en clase. Brilla con luz propia en todo: es aplicado, inteligente y muy trabajador. Estas son sus notas, sobresalientes y matrículas de honor; por ello me creo en el deber de decirle que sería imperdonable que este hijo suyo no hiciera una buena carrera universitaria. Yo he cumplido con decírselo. Ahora vaya con Dios y cumpla usted, que es su padre”. Con un “gracias” y un adiós” imprecisos y casi imperceptibles abandonó el despacho Ignacio el de Tomasita, mascullando para sus adentros “¡Qué puedo hacer, pobre de mí, con el sueldo de miseria que gano!” Imposible que su hijo continuara estudiando, y menos en la Universidad, No obstante, pensó, hablaría con don Anselmo por si algo se pudiera solucionar. Después de consultarlo con su esposa, aprovechando que giraba la visita semanal rutinaria a la finca, y después de darle puntualmente las novedades de las reses, según el Veterinario, le empezó contando su problema.


-    “Don Anselmo, usted está contento conmigo y son muchos los años que estoy a su servicio; de más está decirle que mi situación no es muy boyante, pues nos hemos ido cargando de hijos, y aunque me permite que algo de los alimentos los coja de la finca, no es suficiente. Días pasados el profesor del mayor de ellos me dijo que es muy bueno con los libros y que debía darle estudios superiores en la Universidad. Lo decía por si usted me puede echar una mano”.  Don Anselmo, que había cogido una tosca y corta butaca de alpendre para refrescar y escucharlo, saltando de la misma como un resorte, voz en grito contestó:


-    “¡Qué dices, Ignacio, tú te has vuelto loco! ¿Cómo se te ocurre mandar al mayor de tus hijos a la Universidad? ¿Quién limpia entonces, cuando tú no puedas, la florilla? ¿Quién arregla los camellones, quién riega, quién deshija -dímelo tú-, y quién atiende los animales? Además la Universidad, por si no lo sabes, es una fábrica de nihilistas, ácratas y comunistas. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar en semejante disparate?”  A lo que el temeroso Ignacio contestó como pudo:

-    Don Anselmo, tranquilícese, no se preocupe, que le puede dar algo; retiro lo dicho y haga como si nada ha salido de esta boca. Cambiando por completo el mayordomo la conversación, dieron por zanjado el tema.

Esta primera y descomunal adversidad, en nuestro preocupado mayordomo no mermó un ápice el deseo inquebrantable de dar estudios al prometedor Juan José, estimulándolo más si cabe. Tanto empeño puso en ello que al final encontró la amistad que lo puso en contacto con un probo comerciante hindú, quien le dio toda clase de facilidades pecuniarias con la sola condición de presentarle resultados con las mejores notas y reembolsarle parte de los gastos cuando estuviera ejerciendo la carrera. Andando el tiempo, Juan José, que había escogido Medicina, pronto se convirtió en un reputado especialista en Cardiología, jefatura que en la actualidad desempeña en el principal hospital de la provincia. Una tarde el doctor Juan José, como era costumbre, yendo camino de su despacho privado creyó reconocer a don Anselmo Avellaneda en una persona mayor que se tambaleaba a punto de caerse de la acera, encorvado y las manos apretando el bajo vientre y con señales de estar sufriendo un fortísimo y extraño dolor. Corrió cuanto pudo a socorrer al anciano y nada más observarlo, sospechando que se podía tratar de un aneurisma, con la ayuda de algunos viandantes lo subió a un coche que pasaba en esos momentos y lo llevó directamente al hospital. Desde la primera auscultación clínica se confirmó el diagnóstico y lo ingresó urgentemente en quirófano. Hubo suerte tras la operación, pues la aorta quedó perfectamente corregida, y el éxito, fundamentalmente fue debido a que se acudió a tiempo. Una vez que se le subió a planta, el médico que lo había salvado de una muerte segura quiso conocer la evolución postoperatoria. A un enfermo ya plenamente consciente y lúcido y en camino de su plena recuperación, se quiso dar por conocido, diciéndole que su padre era el encargado de la finca de su propiedad, Ignacio el de Tomasita.

 -¿Usted, doctor, es hijo de Ignacio? Inquirió visiblemente incrédulo.

 -Sí, soy su hijo mayor. Contestó el galeno creyendo con ello de algún modo agradarlo.

 -¡Qué hombre bruto –obtuvo como única respuesta- y cabezota es su padre, ese encargado que tengo en la finca! El muy cretino se empeñó en dar estudios a todos sus hijos, ¡incluso superiores a uno de ellos!, y ahora anda como un desgraciado, solos él y su pobre mujer, sin que nadie les eche una mano en los quehaceres de la finca. El muy estúpido va a morir como un perro, convertido en el más infeliz de todos los mayordomos. Se lo tiene merecido, por ignorante.

Erasmo Quintana Ruiz            agosto-2007




Modificado el ( mircoles, 31 de diciembre de 2008 )