sábado, 25 de agosto de 2007
EL MONO DEL RECUERDO
Música de Papagüevos II 

Santiago Gil
            
Los recuerdos no tienen segundas partes. Vienen cuando quieren y se esconden de ti y de la gente si nos les interesa que removamos el pasado por el que ellos ya transitaron. Si no los escribimos no existen. Y además morirán inevitablemente con nosotros. Recordar es revivir, o reeditar en mejor formato lo que un día protagonizamos o vimos protagonizar desde la primera fila de un patio de butacas cargado de complicidades y caras conocidas. Vuelvo a la infancia porque ella quiere invitarme al regreso. Sin dobleces y sin segundas, cara a cara otra vez con los olores y los fogonazos que ya no sabes si son verdad, mentira, o medias verdades y medias mentiras que se confunden con la literatura y la fuerza de las palabras. No busco nada, sólo encuentro. Y los hallazgos me sirven para echarme unas carcajadas que me salven a tiempo de la mediocridad, o para ponerle un brillo cómplice y cercano a mi mirada. También para hacer revivir algunos muertos. Y para no olvidar, sobre todo para no olvidar.

Hoy me he levantado surrealista y burlón y me he acordado de Milagrosa la barrendera corriendo por los alrededores de la Plaza Grande con una especie de mandril subido en su cabeza. La pobre mujer iba desarretada y fuera de sí pegando gritos por todas partes. Era la época en que estaba de moda tener un mono pequeño, un titi o un mandril metido dentro de una jaula. Tenían mala leche los jodidos monos. Si les acercabas la mano te intentaban pegar una dentellada, y más de una vez agarraron la muñeca de los más osados con intención de no soltarla en la vida. Me imagino cómo debían sentirse metidos en aquellas jaulas claustrofóbicas, y con el tiempo uno entiende que estuvieran todo el santo día estresados y de tan mal humor. El que se agarró a la cabeza de Milagrosa sí que era un malandrín de cuidado. La imagen era esperpéntica, pero nosotros en lugar de ayudarla nos tiramos al suelo descojonados de la risa. La pobre mujer, colorada y pegando chillidos como una loca, se ponía a llamar a los guardias municipales. Finalmente no me acuerdo cómo acabó todo, pero sí estoy seguro de que no lo solucionó ninguno de aquellos guardias tan poco versados en el control de animales salvajes y tan dados a echar barriga y a pasear  relajadamente por un pueblo que apenas tenía incidencias fuera de las cuatro borracheras de las fiestas.

Milagrosa y el resto de los barrenderos de aquellos años formaban una estampa inolvidable y casi goyesca por las calles de Guía. Iban todos colocados como si hubieran ensayado las posiciones durante años, uno al lado del otro, y dos delante o al fondo del grupo acumulando la basura que los más fuertes metían dentro de un cubo. Barrían con escobas y con hojas de palmeras secas que arrastraban de un tirón los restos que hubiera entre las dos aceras de las calles. La verdad es que uno no valoraba entonces su trabajo, pero ahora, al paso de tantos años, no recuerdo ver unas calles tan limpias como aquellas. Gracias a eso podíamos improvisar nuestros partidos de fútbol o bien ir golpeando las chapas todo el rato desde nuestras casas hasta las mismísimas puertas del colegio. No había entonces reciclajes, como tampoco se percibían los cambios climáticos o las consecuencias del efecto invernadero. Tampoco sé qué exigían para ser barrendero, un oficio, como todos los de aquellos años, enraizado y unido al paisanaje y a la puesta en escena diaria en la que desarrollábamos nuestra vida.

A lo mejor si a Milagrosa no se le hubiera subido el mono en la cabeza, hoy no me estaría acordando de aquella tropa organizada que ponía una percusión suave en la música diaria de nuestras calles, un raspado de adoquines con hojas de palma que ahora soy capaz de rememorar con todos sus sugerentes tonos mañaneros.

Los barrenderos sólo nos incordiaban cuando terminaba la procesión del Corpus y nosotros emprendíamos una guerra con bombas de serrín o chiribitas, puñados de sal y hasta huevos que ponían de decoración en algunas alfombras. Llegaban raudos con sus escobas y sus cubos limpiando nuestro campo de batalla improvisado, y si nos poníamos farrucos nos echaban por delante a los guardias, o Milagrosa pegaba tres gritos de los suyos para que vinieran nuestros padres a echarnos la bronca. Nos duraba poco el escenario bélico y colorista. Sólo al día siguiente, ya camino del colegio, y por tanto cabizbajos y domesticados, echábamos de menos las alfombras y las guerras ulteriores al ver los colores del tinte todavía marcados sobre los adoquines. Supongo que desaparecerían del todo con las primeras lluvias o con los distintos cubos de agua que se echaban desde cada una de las casas una vez se terminaban de limpiar los suelos.

Fíjense todo lo que ha dado sí un mono en la cabeza de una señora desesperada que corría por las calles de mi pueblo. La risa me ha llevado luego a la ternura e incluso me ha puesto a guerrear en una batalla de colores y olores memorables. Porque lo que quedaba de las alfombras era el olor a naturaleza y a madera que se metía en las ranuras de las piedras de la calle. Y ya hace tiempo que aprendimos que los recuerdos terminan oliendo, y que todo lo que huele nunca muere. Trata de recuperar cualquier olor mañanero de tu infancia y verás la cantidad de imágenes que se te aparecen en la película de tu propia vida. Cada día de entonces nos daba para escribir un capítulo memorable.  

Agosto de 2007.

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Modificado el ( domingo, 02 de septiembre de 2007 )