lunes, 23 de julio de 2007 | |
UN SUEÑO Relatos cortos (3) Erasmo Quintana Sumido en una vaga duermevela noto que todos se han
ido y me encuentro en casa, solo, al cuidado de uno de mis sobrinos de apenas
cinco años. Desde hace no sé qué tiempo ando de un lado para otro buscando, sin
conseguirlo, las llaves de la puerta de acceso a la azotea y el niño, de
natural inquieto, no para con sus endiabladas travesuras: busca y rebusca sus
golosinas ora abriendo las puertas de la alacena, ora las de la nevera, pero
nunca da con el lugar donde las escondo.“Ten cuidado con Mario, que puede subir
a la azotea”, resuena con insistencia en mis oídos la advertencia de mi
hermana. El niño es toda mi preocupación y malestar. Estoy en mi casa pero
advierto que no es en realidad la mía; que, aunque es una casona antigua
también, ésta en la que estoy sus techos son más altos, con más ventanales y un
número mayor de estancias. El niño me
preocupa y oprime el estómago porque no para de dar grandes zancadas de un lado
a otro de la galería; intento cogerlo para mi tranquilidad porque sigo sin encontrar
las llaves perdidas de la azotea, pero se me esfuma siempre de las manos. Ello
me llena de angustia por momentos. Lo sigo observando cómo se mueve e intento
por enésima vez atraparlo, siempre sin éxito, a lo largo de un infinito pasillo
del piso alto. Noto con qué intensidad golpea mi corazón en el pecho, a punto
de reventar; corro con desesperación tras de Mario y nunca lo alcanzo. Éste
logra llegar hasta la escalera y la sube raudo como una centella con mi agobio
tras sus talones. Veo en mi desesperación, que sube al pretil de la primera
azotea, origen de mis temores, pues es la que está sin protección. Cuando me abalanzo
sobre él para cogerlo atenazándolo, lo único que consigo es que se arroja al
vacío cogido fuertemente de mi mano. Ambos nos precipitamos, pero no caemos en
tierra, sino que es en el mar, donde nos sumergimos. Yo trato insistentemente
de no soltarlo, y a pesar de que avanzamos en las profundidades, observo con
asombro que puedo (y puede Mario) respirar bajo el agua mientras nadamos. Cuanto más nos hundimos, más
contento se pone el niño, el cual guía nuestra trayectoria. Próximos ya a los
arrecifes de coral marino me parece ver un destellante resplandor que procede
de un manojo de llaves, cosa que le hice saber a mi sobrino para que nos
detuviéramos, y averiguar si eran las que con tanta insistencia yo estaba toda
la tarde buscando sin fortuna. Mi alegría no tiene límites, ya que entre ellas
distingo la llave deseada pero, al poco de tenerlas observo que no son llaves
lo que había aprehendido, sino que era un manojo de caracolas minúsculas. Con
enorme inquietud veo cómo se nos acercan grandes escualos en actitud
amenazante, e incluso, alguno me ataca abiertas sus enormes y terroríficas
fauces pero, extrañamente, no siento los efectos de su descomunal dentellada, y
se alejan como han venido hasta nosotros. Mi angustia y pavor crecen a cada
instante, pues, aunque lo trato de evitar desesperadamente, Mario se me aleja
sin que yo pueda evitarlo. Me atormenta tanto que bloquea mi percepción onírica
y, de pronto, me veo nuevamente delante de una casa extraña para mí. De ella
entran y salen grupos de personas siniestramente desconocidas; vagan en
silencio y cabizbajas, vestidas de riguroso negro. Con mucho esfuerzo por fin
llego al umbral de la puerta objeto de tanto trasiego, y es una amplia
habitación en penumbra, sólo iluminada por la incierta y mortecina luz de
cuatro pequeños candelabros que rodean a una reducida caja blanca, y un fuerte
olor a azahares y cera quemada domina la estancia. Me acerco y veo dentro de la
cajita, orlado de rosas blancas y amarillas, el pálido y marfileño rostro de un
niño esbozando una sonrisa de ángeles en su rostro de la inocencia. Nadie me reprocha ni pide
explicaciones por nada, pero yo no paro de repetir “No es mía la culpa; Mario
jugaba con sus primos en la azotea, y fue el destino, la fatalidad. Ninguno
pudo hacer nada por salvarlo; yo tampoco”. Y repito y repito con monótona
letanía la misma insustancial excusa –que, he dicho, nadie me pide- a
sonámbulos que tropiezan ásperamente conmigo y parecen no escucharme. Pero yo,
en mi profunda estadía onírica, quiero convencerme, y estoy seguro de ello, que
sueño que estoy soñando y Mario, mi sobrino, alborotándolo todo, me incomoda
continuamente con sus endiabladas travesuras. Erasmo Quintana Ruiz julio/2007 |
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Modificado el ( mircoles, 31 de diciembre de 2008 ) |