lunes, 23 de julio de 2007
EL MISÁNTROPO

Relatos cortos (1)

Erasmo Quintana

Nuestro personaje, solitario y algo hosco, se confunde con la estancia llena de libros predilectos, y nunca ésta sería la misma sin él. La silla desvencijada en que se sienta ha tomado su forma anatómica, como que no tiene sentido si no es prestando apoyo a su anatomía. Llevándolo al extremo, es como un libro, que pierde todo su sentido y razón de ser, cuando la mirada que se posa en sus páginas desaparece.

Aparte del inmenso número de libros, deformemente apilados por todas partes, hay también una lámpara de pie con una inclinación muy sui géneris –tiene una inclinación que nos recuerda su espalda contrahecha-, por lo que también habla sin palabras de su dueño. Se diría que la especie de guarida donde suele pasar un tiempo indeterminado ha ido cogiendo el sello personal inconfundible de su propietario. Una  luz natural recibe de un patio interior, lo que no evita la atmósfera lóbrega reinante. Abundan viejas revistas muy manoseadas y recortes de periódicos, donde proliferan subrayados y llamadas a simple lápiz, o a bolígrafo, en sus páginas amarillentas y llenas de mugre en un ordenado desorden por todos los rincones, lo que hace empresa harto difícil ir de un lado a otro de la habitación.

En uno de los tomos que se apilan caprichosamente sobre su abarrotada mesa de escritorio, conserva aún, casi borrada, una mancha de misterioso carmín, pues a nuestro personaje, que frisa la cuarentena, no se le conoce compañera o amante todavía. La persona contratada de servicio, que tiene prohibido tocar nada del escritorio, suele hojear cada mañana, mientras pasa levemente el plumero por todo objeto, el libro de poemas apilado, al tiempo que va dejando notas de amor encendido dirigidas al misántropo que se sienta todas las tardes a leer y componer poesía. Para ello, el hosco solitario invoca a todas las musas, y a ellas dirige sus cantos en ausencia de la mujer tangible que le hubiera podido inspirar.

La encargada de limpiar aquella vieja estancia es una mujer de mediana estatura y de complexión estilizada; muy joven, morena pero de tez blanca y unos ojos castaños almibarados, grandes, expresivos y llenos además del encanto enternecedor de la ingenuidad; no se oye su paso leve por donde va; de bello continente, su parca y algo andrajosa vestimenta entra en franca contradicción con la gentileza de su bello y deseable porte femenino. Hoy, la enamorada silenciosa, entre suspiro y suspiro, ha dejado en la portada del libro de poemas preferido, junto a un más visible rastro de carmín reflejando la exuberante carnosidad de sus labios, una recién cortada flor que ha manchado la superficie con gotas que parecen del rocío, pero que en verdad son lágrimas de una enamorada incomprendida y anónima. En la rutinaria ceremonia de llegar al sórdido lugar y sentarse en la silla con la anatomía de su humanidad, nuestro misántropo solitario se percata de la aparición de aquella flor tan extraña, ante lo cual, malhumorado la coge y tira a una mal llamada papelera que tiene a su lado. A continuación, agenciándose de lápiz y papel, anota con el ceño fruncido algo importante de realizar el día siguiente. Dicha nota rezaba: “Srta. Julia: No sea usted tan descuidada con mis cosas y no vaya dejando flores recién cortadas sobre mis libros. Se le agradece el estricto cumplimiento de esta orden.”  R.S.

La joven debió contar, dolorida, el incidente a una amistad muy próxima, la cual le informa de la homosexualidad de su soñado y romántico amor. Este curioso caso es parangonable con el de la señora Von Meck, espléndida mecenas del compositor ruso Chaikovski, de quien estaba enamorada y que, al enterarse de la condición homosexual del músico, rompió bruscamente toda relación con él y, por ende, su mecenazgo. El final de nuestra gentil damisela fue, sin dar la más mínima explicación, recoger todas sus cosas y desaparecer de aquel antro.                 

Erasmo Quintana Ruiz/julio-2007



Modificado el ( mircoles, 31 de diciembre de 2008 )