martes, 05 de junio de 2007 | |
Música de Papagüevos LOS PERROS VAGABUNDOS Santiago Gil Las calles olÃan siempre a potaje y a sotal. Cada casa proponÃa un viaje gastronómico diferente, y cada vecina limpiaba su trozo de acera como si fuera una parte más del pasillo o del corredor de su propia vivienda. Siempre habÃa alguien baldeando o mandándonos a la otra acera para que no pisáramos lo mojado. Nos echaban de todas las casas los sábados por la mañana para que no pisáramos los suelos recién fregados. Sólo recuerdo quedarme entre cuatro paredes cuando estaba enfermo o cuando llovÃa más de la cuenta. El resto del tiempo nuestra patria eran todas las calles y todos los campos del pueblo. Pero no andábamos solos. Siempre tenÃamos un perro que iba con nosotros a todas partes. Perros sin nombre, sin pedigrà y sin correas. Fieles, leales y amigos a carta cabal. Nunca tenÃan nombres, o mejor, los nombres se los ponÃamos nosotros el dÃa que empezaban a acompañarnos. Se llamaban Canelo, Rayco, Tobi o Sultán. O bien adoptaban el apelativo de cualquier serie de dibujos animados que estuviera de moda. Se conformaban con los cuatro mendrugos o las dos o tres cáscaras de queso que sacábamos a escondidas de nuestras casas. No sabÃamos dónde dormÃan, pero siempre los encontrábamos en la misma zona del barranco, del PolvorÃn o de cualquiera de las plazas del pueblo. Se dejaban acariciar y nos lamÃan las manos en señal de agradecimiento. Qué vida habrÃan llevado cualquiera de aquellos chuchos de mirada triste. No se les trataba como ahora. Entonces eran pocos los que tenÃan perros metidos en su casa. Todo lo más andaban por las azoteas o las fincas a su libre albedrÃo. Quizá los perros de cacerÃa eran los más mirados y los que estaban en casetas más o menos bien alimentados. Bueno, y el pastor alemán de la guardia civil que salÃa a jugar con nosotros desde que pasábamos junto al aparcamiento de la calle Real. También recuerdo a Felipe, un perro bonachón que pertenecÃa a Benedita la de la tienda de San Roque y que dormÃa en la trastienda. Los otros, los que siempre andaban por el pueblo, aparecÃan y desaparecÃan igual de misteriosos. Los echábamos de menos un par de dÃas cuando se iban, pero al poco tiempo aparecÃa otro, habitualmente cojo, atemorizado, y siempre con ojos tristes de traición, derrota o palos. No es la gente de campo un dechado de humanidad cuando se relaciona con otros seres vivos. En el caso de los perros, muchos eran los que no dudaban a la hora de darles un mal golpe (decÃan que lo acostaban, o que lo echaban) mortal, de propinarle palazos o de abandonarlos a su suerte en cualquier lugar lejano. Nunca olvidaré la imagen de Mansita, la perra que estuvo muchos años en la azotea de casa de mi abuela en Las Barreras, el dÃa que mis primas la encontraron amarrada dentro de un saco. Era hembra y se conoce que el bestia de turno no querÃa perras hembras. No era más que un cachorro cuando la salvamos. Luego vivirÃa más de 10 años como parte de nuestra familia. Pero a los otros perros, a los que iban pasando consuetudinariamente por nuestras vidas, uno los recuerda hoy con cierta pena, como si también nosotros les hubiéramos fallado. Nunca se nos ocurrió meterlos en nuestras casas o tratar de cuidarlos de una forma más responsable. No dejábamos de ser niños, y de alguna manera para nosotros eran perros de la calle, curtidos en mil batallas y acostumbrados a sobrevivir a la intemperie, aunque nosotros no supiéramos todavÃa qué diablos era eso de la intemperie. Iban a todas partes detrás de nosotros. Eran grandes o pequeños, marrones o negros, pero siempre tenÃan la mirada triste, incluso cuando jugábamos con ellos entre risas y carreras desbocadas. Hoy tengo perro, y si puedo siempre me haré acompañar por la lealtad, la ternura y la sapiencia infinita que uno encuentra en los ojos de un perro cuando le mantiene la mirada. De alguna forma cada caricia que le doy se la estoy dando a todos y cada uno de aquellos perros sin nombre que nunca supimos donde acababan muriendo. Un buen dÃa dejaban de venir, supongo que cogidos por los de la perrera, o perdidos en cualquier cruce de caminos. Recuerdo que siempre iban con nosotros. Se llamaban Rayco, Tobi, Canelo o Sultán. Daba lo mismo. Mayo de 2007. IR A LA WEB DE SANTIAGO GIL |
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Modificado el ( sábado, 30 de junio de 2007 ) |