Sobre Santiago Gil. Federico J. Silva |
domingo, 06 de mayo de 2007 | |
La alargada sombra de Santiago Gil![]() De haber leído Un hombre solo y sin sombra y otros relatos (Las Palmas de Gran Canaria, Anroart Ediciones, 2007) sin conocer el nombre de su autor habría adivinado que se trataba de un conjunto narrativo, más unitario de lo que parece, creado por este escritor compulsivo que es Santiago Gil. Digo ello porque después de seis libros publicados no son extraños a nosotros la recurrencia de un conjunto de estilemas o marcas de estilo y lo que llamaremos sus preocupaciones éticas, que en un sugerente maridaje crean su sombra literaria. El
protagonista de Un hombre solo y sin sombra se llama Gilberto Cifuentes.
Advertimos inicialmente, sin más disquisiciones, ya que la narrativa es género
de ficción, la semejanza del nombre con el apellido de autor, pero no es
difícil suponer que ello no sea casual. A
Gilberto “todo se le iba en cumplir sus horarios, en vivir como un autómata”, y
tragarse “lo más cutre que había en la tele”, hasta que un día observó la
desaparición o lo que cree el robo de su sombra, “un compendio mitad
fisiológico, mitad espiritual”, que era “lo que en el fondo Gilberto solía
identificar” con la pérdida del alma y en cierta medida con la muerte. Desde
entonces “casi no vive para otra cosa que para buscar su reflejo”, que para el
narrador omnisciente es “la locura rastreadora en busca de sí mismo”, porque
“los que no tienen sombra saben que nunca van a ser felices”, sentencia la
tercera persona narrativa. Esta
condición de ser “difuminado”, sin sombra, no es algo novedoso en la producción
narrativa de Santiago Gil. No sería muy arriesgado afirmar que es una constante
en sus personajes, entes siempre infelices, insatisfechos, aunque en distinto
grado, en busca de un mundo distinto a
éste y que no es el único posible. Por ejemplo, ¿rechazaría Gil pues que
afirmemos que el profesor de Literatura jubilado de Por si amanece y no me
encuentras (2005) es también un individuo sin sombra y sin alma? Ello
confiere un carácter unitario a todo el libro, tanto a la novela corta como a
los siete relatos que la acompañan. Si Gilberto no tiene sombra, no la tienen
su padre, Octavio Cifuentes, atrapado en la dipsomanía, que “recorría Vegueta
de arriba abajo rastreándose así mismo en cada calle”, ni la cocinera Petra
Rodríguez, víctima de la violencia machista. “Tampoco tenían sombra los negros
y los borrachos que dormían en los alrededores de la Playa de Las Canteras”, o
en el relato “El Paraíso” Biri Biri, el negro muerto en la isla de Lobos,
“aterido de frío y de miedo incluso después de la muerte”. Lo mismo podría
decirse de Fausto, protagonista de un relato homónimo, (“Día tras día todo seguiría más o menos
igual en medio de la estulticia y el extrarradio, en el límite mismo de la
frustración y de la derrota. Tal vez por eso cada vez pensaba más en la
muerte”); de Luisa, “La mujer de Agustín”, de María Magdalena, la prostituta
mexicana, o del enfermo de cáncer de “Chacho”. Además
en todos ellos confluye la quiebra del mito paradisíaco impuesto socialmente.
Gilberto se construyó un paraíso a su medida, en la que no faltaba una madre
cómplice, fallecida, pero parlante en un desdoblamiento narrativo dialógico,
con la que se atiborraba a realitys shows, a talks shows, a videos shows, ocho
o nueve culebrones, concursos horteras y programas sensacionalistas. “Toda su
realidad era virtual, pasada por el filtro de la pantalla. Encadenando lo
trágico y lo cutre, lo hortera y lo sublime, la política y el deporte, la
canción del verano y Vivaldi”. A Biri Biri, que llegó a “las mismísimas puertas
del paraíso”, le escribe desde el centro mismo del Edén otra víctima del sueño
edénico: “yéndote despacito en medio de silenciosos peces que aún guardan tu
memoria”; “notaste cómo te ibas y cómo llegó un momento en que el grito se
convirtió en burbujas y en ahogo, te vinieron todos los recuerdos de tu vida a
la cabeza, y sólo veías el fondo coraliano y los grandes peces que asistían
alucinados a tu muerte”, que cito extensamente por su belleza. Un
Fausto de vida insulsa rememora “el paraíso de hacía sólo un par de décadas”,
mostrando su pesar porque “aquel Caribe luminoso casi en la misma orilla de
África estuviera siendo arrasado de manera tan insensible y vergonzante”.
Luisa, “La mujer de Agustín”, tras casarse con un patán, “no entendía cómo
diablos podía estar al lado de una inmundicia humana justo en el centro del
paraíso”. María Magdalena “se dejó morir” en París cuando perdió sentido su
sueño de “recorrer Europa como una reina”. Y el dueño de Chacho, lamentaba “el
maldito espíritu ahorrador y maldito afán por acumular propiedades” que no le
servían ahora, en su situación terminal, para asegurar una vida confortable
para el único ser que le importaba en la vida. La fábula idílica se disuelve ante
la intervención de un narrador implacable con Gilberto Cifuentes. Aunque lo
define como “pobre hombre”, no escatima calificativos más severos: “Se ha
vuelto un cabrón y un grosero desaliñado y sucio”, y “un cerdo”, llegando a
cuestionar el hecho de “la supuesta sombra desaparecida”, que lo mantiene en
“un estado de imbecilidad habitual”. De la misma manera, el autor no nos escamotea los
aspectos menos agradables de la realidad. El alcoholismo de Octavio Cifuentes,
los sufrimientos de Petra Rodríguez, que “tuvo que aguantar la mala vida que le
dio un marido abusón que no hacía más que levantarle la mano y humillarla a
todas horas”, la falta de solidaridad con los inmigrantes: “Sobre las cinco de
la mañana estaba paseando entre los cuerpos tirados como fardos en los
alrededores del parque de Santa Catalina. Cientos de negros dormían en los
bancos, en la hierba de los jardines, en los portales de los edificios o
acurrucados sobre la misma acera”. Por último, las manifestaciones
racistas de dos personajes. Pablo Ermitaño, el creador de una emisora de radio
pirata que desde las ondas ilegales vocifera sus trasnochados alegatos, y la
gurú de “Fausto”. El locutor de Un hombre solo y sin sombra defiende que
“la culpa de que no haya parné para todos la tienen esos inmigrantes ilegales
que nos están robando los puestos de trabajo y se están llevando lo que ganan
para sus países, ése sí que es el peligro de este país, y si no hacemos algo
pronto van a acabar con nosotros y nos van a llevar a la ruina”. Por su parte,
la que fuera novia de Fausto “decía que había que correrlos a palos y sacarlos
de la isla por donde mismo habían llegado. Quería arrojarlos al mar de nuevo,
sólo que esta vez sin pateras, para que sepan lo dura que es la vida en estas
ínsulas que antes eran un paraíso, sí, señor, un paraíso en el que existía el respeto
y uno podía dejar las puertas abiertas sin temor a que nadie entrara en su casa
a robar o a violar a sus hijas, pero ahora no, ahora con todos esos negros y
con los mariguanados, a los que también hay que echar a la marea”. En fin,
planteamientos muy verosímiles pues de cuando en cuando se escuchan en estas
islas. Asimismo,
entre los personajes secundarios de la novela se encuentran Jacinto Revuelta
(“Era un intelectual, y además últimamente también un poeta”), Basilio
Caballero (“Era un poeta incomprendido. Vendía sus versos por la calle y por
los bares, y con lo que se sacaba se agarraba unas melopeas descomunales”,
Cecilio Amaral (“poeta amanerado y franquista cargado de resentimientos y de
complejos”, y por último, Erasmo Perelétegui (“Vivía en el manicomio de Tafira
y escribía unos versos rarísimos que sin embargo le seguían publicando en la
Península, y además salía en las revistas y en los periódicos nacionales como
un genio maldito e incomprendido”). Además, no pasan desapercibidos la
argentina con ojos tristes, “así como una mezcla perfecta entre la Maga de
Cortázar y Alejandra Pizarnik”, presente en el Piano Bar, y la referencia a
Gregorio Samsa y La metamorfosis de Franz Kafka. Igualmente, en el relato “No te
recuerda”, una mujer intenta recuperar “los años maravillosos” vividos junto a
una abuela ahora sin habla evocando cuando aquélla nombraba “refranes o citas
de poetas que hablaban de esa fugacidad de la vida y de lo que significaba la
infancia, casi siempre era Rilke”, o los paseos conjuntos “recorriendo barrios
enteros en los que tú situabas las novelas de Galdós y de Pío Baroja, o las
referencias literarias de tus amigos César González-Ruano y Camilo José Cela”.
Por último, no es desdeñable en esta enumeración el relato “El asesino de
poetas” que entiende su higiénica actividad, llamémosla así, como “sacrificio
necesario al servicio de los hombres y de la literatura”, y que recuerda al delirante
café de Malasaña de Los años baldíos. Esta omnipresencia del elemento
metaliterario tiene su origen en la fe casi ciega que tienen algunos de los
personajes y el propio Santiago Gil en la palabra. Águeda, la asistente social
de Un hombre solo y sin sombra, “creía mucho en la palabra, en la
supuesta fuerza redentora del diálogo y la comunicación, y por eso, aun
habiendo acabado su jornada laboral, estaba durante horas hablando con Gilberto
de los temas más variopintos”. En “No te recuerda” dice la nieta: “Porque tú te
has empeñado en encerrarte en tus silencios, aunque yo sé bien que me estás
entendiendo perfectamente, por eso te hablo, para no dejarte morir”. Y más
adelante: “Seguiremos hablándote, sobre todo hablándote, más que nada
hablándote, porque solo la palabra puede vencer al olvido, y yo sé que tú me
oyes, y que me entiendes, y que sabes perfectamente lo que te estoy diciendo”. Afortunadamente, Santiago Gil, seis
libros después, sigue apostando por la literatura, por la palabra bien dicha, por
la historia bien contada, por la dignidad y un mundo mejor. Anroart Ediciones
sigue demostrando que es posible mantener una
producción editorial desde Canarias abierta al mundo. Celebrémoslo. |
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Modificado el ( domingo, 17 de febrero de 2008 ) |