miércoles, 23 de enero de 2013 | |
Eladia GarcÃa Por Santiago Gil La juventud se ha de renovar cada dÃa si no la queremos perder para siempre. Da lo mismo la edad que se tenga. El amor, que también requiere de esa intención diaria para ahuyentar a la monotonÃa, es un ejemplo de que esa juventud no es más que un estado de alma: cada vez que te enamoras revives la ilusión de los diecisiete años, pero ya sin todo aquel desbarajuste hormonal que a veces nos impedÃa disfrutar de la energÃa vital y del optimismo de esa edad luminosa. Hace unos dÃas recibà por Facebook la petición de amistad de mi tÃa Eladia GarcÃa. Lo primero que pensé es que era una coincidencia de nombre y apellido, pero en cuanto vi la foto no me quedó duda alguna de que era ella. En esa foto aparece sonriente y risueña con una gran serpiente viva alrededor del cuello. Toda la vida habÃa soñado con esa imagen y la hizo realidad el pasado año. Mi tÃa nació en 1925. Trabajó casi toda su vida como catedrática de LatÃn en distintos institutos de Gran Canaria y sigue viviendo con la intensidad que siempre le conocimos. Con casi noventa años se presenta por Facebook para no perderse lo que está pasando ahora mismo en el mundo. Tuve la suerte de que me diera clases de LatÃn (y la mala suerte de que fuera la directora de mi instituto porque no podÃa fugarme ni un solo dÃa). Aprendà de ella muchas de las palabras que ahora manejo a diario. Nos olvidamos del latÃn, pero los que estudiamos esa lengua sabemos que nunca serÃamos capaces de escribir (y yo creo que de pensar) de la misma manera si no nos hubiéramos cruzado con aquel juego de declinaciones y sonoridades que lograban que el idioma se acabara confundiendo con la música más sagrada y emocionante. Con ella aprendÃ, sobre todo, la etimologÃa de muchÃsimas palabras. Y aun hoy sigo aprendiendo de sus ganas de vivir y de ser feliz a pesar de los golpes, en algunos casos tremendos, que le ha dado la vida. Jamás pierde la sonrisa (la misma que derrota a los sinvergüenzas y que espanta soledades), ni deja pasar los dÃas como si fueran repetibles. Siempre me encantó verla nadar mar adentro, y con ella fue con quien aprendà a dar mis primeras brazadas en la playa de Sardina. En estos últimos años ha elegido Agaete como lugar para vivir de cerca el mar y para no alejarse mucho de la belleza; pero luego te la encuentras por la noche en cualquier obra de teatro, estreno de ópera o concierto de música clásica de la capital. Le debÃa estas palabras hacÃa mucho tiempo. TenÃa que contarle que su ejemplo fue clave para aquel grupo de adolescentes que manejó en los ochenta en el instituto de GuÃa. Tanto ella como el resto de profesores que tuvimos (MarÃa Teresa Ojeda, MarÃa Teresa Arias, Eduardo Perdomo, Paloma Bermejo, etcétera) nos cambiaron la vida y nos enseñaron a renovar todos los sueños cada mañana. Nos decÃan que el mundo no empezaba en GuÃa y acababa en La Aldea, y que estudiando y preparándonos podrÃamos llegar a ser lo que quisiéramos. También aprendimos que nuestra cultura es al final nuestro único patrimonio. Y que la única igualdad es la que nos ofrece a todos las mismas posibilidades de educación. Si esa premisa no se cumple jamás podremos hablar de democracia. Por eso la democracia peligra tanto últimamente, porque nos olvidamos de que son esos profesores tan maltratados por los presupuestos los únicos que consiguen que luego haya ciudadanos inteligentes y solidarios. |
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Modificado el ( miércoles, 23 de enero de 2013 ) |