La red
lunes, 01 de octubre de 2012

RELATOS e-REALES

La red

por Javier Estévez

La sangre no llegó al río. Pero no porque no la hubiese, que la hubo y a litros, sino porque en el pueblo solo había dos barrancos pedregosos, secos e inútiles a los que fueron a desembocar los hilos de sangre guiados por las pendientes de las calles y la oscuridad húmeda de sus callejones.

Sin embargo, unas horas después de asegurarle al alcalde que pronto todo se tranquilizaría, los vecinos se acusaban recíprocamente de hipócritas, hideputas, meapilas, golfas y lameculos. El inspector, que no entendía nada de lo que pasaba, llamó a su despacho a su ayudante Molina para que le explicara qué demonios era aquello de muros, mensajes y perfiles que tanto gritaban unos y otros. El feisbu, señor inspector, el feisbu, le comentó mientras abría en su ordenador la aplicación, entraba en su perfil y le mostraba entusiasmado quiénes eran sus amigos y cómo podía comunicarse con ellos e intercambiar fotos, música o artículos. El asombro que había dibujado en su cara el inspector mientras seguía la explicación de su ayudante lo acompañó con un colérico, vaya estupidez, por dios, y con una pregunta que escondía una advertencia evidente: ¿no estará, Molina, usando esa tontería en el trabajo, verdad? El inspector decidió obviar la titubeante negativa del ayudante y le pidió que le explicara lentamente qué estaba sucediendo entonces. Bien, comenzó dubitativo el ayudante, lo que sucede es que antiguos mensajes privados, conversaciones íntimas que tenían en esta aplicación unos amigos con otros, aparecen ahora visibles en los muros de todos sin que se puedan eliminar. Y claro, al salir a flote toda la cloaca verbal que estaba oculta en las alcantarillas de cada ordenador se ha armado la de San Quintín. Para que usted me entienda, inspector, es como si yo solicitara su amistad, usted la acepta y desde que se da la vuelta, y sin que me oiga, por supuesto, le digo de todo menos bonito. Pero por un descuido mío, o por lo que sea, usted va y se entera. El guantazo que me mete me pone en Santa Elena, exageró ostensiblemente el ayudante. ¿Me entiende, no? No, Molina, no. No entiendo nada, NA-DA, dijo con énfasis el inspector. Pero es que nos hemos vueltos todos gilipollas en este país o qué, Molina, espetó indignado. Valiente estupidez me acaba de contar. Yo, inspector, trataba de explic....Sí, Molina, sí, le interrumpió mientras se servía su cuarto café de la mañana. No me refería a usted, hombre, sino a esa guerra civil que tenemos en las calles y que no tengo ni puta idea de cómo la vamos a detener, carajo. Al parecer, ahí fuera, dijo señalando enérgicamente hacia la puerta de la comisaría, ahora mismo hay hermanos dándose garrotazos, amigos de toda la vida que ciegos de ira se rajan a navajazos, compañeros de trabajo que se azotan sin miramientos, mujeres histéricas que se tiran de los pelos y se abofetean con ambas manos mientras sus hijos se lían a trompazos y patadas. Medio pueblo, Molina, parece que medio pueblo le ha declarado la guerra a la otra mitad. Un silencio de derrota se instaló en la habitación. Cortemos la conexión a internet, inspector, sugirió con los ojos abiertos el ayudante. Muerto el perro, se acabó la rabia, concluyó con una sonrisa ostensible que esperaba la reprobación de su superior. Póngame en contacto con el director general de la compañía telefónica, Molina, urgentemente, se limitó a ordenar el inspector. Rápido, no hay tiempo que perder.

Tres días después del corte de la conexión – habían justificado la interrupción del servicio alegando reformas urgentes en el cableado –, el pueblo parecía haber regresado a la atonía que tanto había cultivado durante años. El inspector Reina, mientras apuraba un cigarro a la puerta de la comisaría, seguía pensando no sólo en quién podía estar detrás de semejante sabotaje sino que se preguntaba obsesivamente el por qué. La dirección de comunicación de Facebook, a petición de la compañía de teléfonos, había notificado que sus ingenieros informáticos tras investigar el caso no habían visto fallo alguno en la aplicación. Entonces, comentó jocosamente el ayudante Molina cuando terminó de leer el informe, ahí fuera hay alguien que conoce todas y cada una de las contraseñas de acceso que hay en este pueblo y que se ha divertido de lo lindo viendo la que montó.

En ese instante, frente a la comisaría, un joven mal vestido, de piel cetrina y melena generosa esperaba sentado en la parada. El inspector, antes de tirar la colilla a la carretera que los separaba, lo reconoció y pensó en el tiempo transcurrido desde que se vieron por última vez. Era un chico tranquilo, pero ciertamente raro. Su temprana afición por la lectura y la informática lo habían aislado del resto de los jóvenes. Era una isla en el pueblo, pensó el inspector. No le conocía amigo alguno e incluso lo había visto varias veces regresar cabizbajo a su casa porque los chavales y su afilada maldad se burlaban airadamente de él. Qué pena, sentía el inspector mientras lo observaba. El joven descubrió al inspector al otro lado de la vía, mirándolo frente a él. Al coincidir las miradas, el inspector lo saludó alzando la mano que aún retenía absurdamente la colilla apagada y aplastada en el muro de entrada de la comisaría. El joven, sin saludarlo, se levantó de inmediato del asiento de la parada y caminó apresurado calle arriba. El fuerte viento, que soplaba en dirección contraria, levantó su melena e impidió, pensó el inspector, que oyera su nombre al llamarlo reiteradamente. Al marcharse de forma tan precipitada se había dejado atrás una carpeta que recogió el inspector cuando la ausencia de coches le permitió cruzar la calle. Regresó a la comisaría con la carpeta bajo el sobaco y se encerró en su despacho. No me pase llamadas, Molina, le advirtió por la línea interior. Antes de sentarse, puso la carpeta sobre la mesa y cerró la ventana con lentitud. Empezaba a lloviznar y el viento frío e insistente que se había levantado  había conseguido estropear la tarde, pensó. Volvió sobre sus pasos y cogió la carpeta de la mesa. La abrió y dejó caer sobre la mesa un documento grueso y encuadernado. Cayó al revés, así que le dio la vuelta y descubrió un título, largo y complejo según intuyó el inspector. Se puso sus viejas gafas de carey y leyó con asombro creciente: Violación de la privacidad y agresividad física y verbal a través de las redes sociales. Resultados en un pueblo menor.

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Modificado el ( miércoles, 10 de octubre de 2012 )