martes, 01 de mayo de 2012
RELATOS e-REALES
Todo es extraño

Por Javier Estévez

Están muertos. Y sin embargo ahí figuran, en medio de la calle, hablando entre ellos. Paso a su lado, se callan, se giran despacio y me miran. Para mi sorpresa, todos me saludan, repitiendo los mismos gestos que hacían cuando aún estaban vivos.  La calle está desierta y las casas permanecen cerradas. Puertas y ventanas. Aún así, tengo la sensación de que alguien me espía, oculto tras las paredes, aguantando la respiración. Por las fachadas  escalan rápidas las sombras que hasta hace un momento dormían en el asfalto y sobre las azoteas, el cielo es un desfile sin orden de nubes que chocan torpes entre sí. Unos pasos que se acercan devuelven mi atención  a la calle. Es esa mujer de andar obstinado y trajes desmedidos con su carpeta de cartón asida fuertemente bajo el brazo. Me mira con los mismos ojos perdidos de los que miran el vacío y sigue su camino cuesta abajo, envuelta en su peculiar indiferencia.

Tras el eco cada vez más débil  de sus pasos se instala un silencio ancho, como de madrugada. Me detengo y tan pronto cierro los ojos para escuchar ese hermoso instrumento que es el silencio, irrumpe un viento inesperado que trae consigo una bulla lejana, una confusión de voces, gritos y lamentos que por más que me esfuerce no consigo situar. Reanudo mis pasos con la extraña certeza de no saber hacia dónde voy. Siento  angustia y comienzo a correr como si huyera de esa tremolina imprevista a través de un espacio repleto de líneas rectas y rectángulos irregulares. La ciudad en la que vivo se ha convertido en un dédalo de calles que no conozco y que crecen y crecen sin ofrecer salidas para nadie.  Tengo la impresión de no saber dónde estoy.

Me adentro en un estrecho callejón y me detengo sorprendido al descubrir que el viento que me persigue es incapaz de entrar en él.  Cuando me giro, tras el paso definitivo del viento, asisto a la insólita irrupción de un árbol en mitad de  este río de adoquín y silencio. En tan solo un instante, el árbol alcanza tal altura que para ver su copa debo hacer pantalla con la mano. Aún así, me deslumbran los rayos que consiguen filtrarse entre sus ramas.  Aturdido por la luz, regreso la vista abajo, donde la hierba tan pronto verdea como se agosta en las juntas geométricas de los adoquines, apareciendo aquí y allá, dibujando caprichosas líneas en el pavimento de basalto ennegrecido.

Sorteo el tronco del árbol con dificultad creyendo haber visto tras el ramaje un velero que navega solitario sobre la línea del horizonte. Creo alcanzar el mar pero desemboco en una plaza irregular que para mi sorpresa se desplaza y gira sobre el mar que la rodea. Los árboles plantados en sus parterres están intensamente florecidos. Me emociono ante semejante belleza.  Ahora me envuelve una luz ahogada como de océano viejo. Solo se oye el zumbido intenso de las abejas mientras copulan lujuriosas en las corolas encendidas.

Sobre la plaza, el cielo es tan pesado que el mar comienza a sacudirse y a retirarse de las calles dejando tras de sí una extensa bajamar poblada de fachadas ennegrecidas por el hollín de los incendios. Las casas tienen sus vientres reventados y en las  aceras se acumulan montañas de cristales rotos donde los pájaros picotean con sorprendente fruición. Levanto la mirada y veo a una señora que se desgañita desde un balcón gritándole a nadie, no te vayas, por favor, quédate.

Regreso a mi casa con la sensación de estar atravesando un lugar abandonado, recién desalojado. Bajo la luz mortecina de las farolas, mientras asciendo por las calles que se llenan de sonidos de viejos galopes y ruedas que giran y sacuden el firme polvoriento, voy dibujando con mi dedo índice las siluetas de las casas, las escamas de los tejados, las torres afiladas y las palmeras solitarias que a lo lejos se balancean junto a los últimas suspiros del atardecer.

Llego a casa y todo está vacío. No hay nada ni nadie.  Solo encuentro en el suelo de mi habitación un periódico abierto con páginas llenas de rectángulos. Parecen esquelas. Mientras camino hacia el periódico me sobrecoge entonces una súbita aprensión: sospecho que mi nombre figurará escrito en una esquela, la más grande, ésa que ocupa la mitad superior de la página derecha. Sin embargo, unos pasos antes de alcanzarlo, un soplo de aire que corre por los pasillos  alborota las hojas alterando ahora el orden de las páginas. Cuando por fin tengo el periódico en mis manos, lo hojeo y solo veo páginas  vacías, que en blanco y llenas de polvo no dicen nada. Siento, por primera vez en mi vida, que estoy solo, absolutamente solo. 

Ahora estoy sentado y confuso en un banco que roza la pared y desconcha el sucio enlucido. Llevo varias horas pensando que últimamente todo lo que sucede a mi alrededor es extraño. Como si estuviese soñando.



Modificado el ( domingo, 22 de julio de 2012 )