viernes, 09 de marzo de 2012
LA INYECCIÓN
Un relato de Braulio A. García

El propietario de un afamado restaurant en New York, un cubano jaranero y listo como el hambre, que había llegado en su tardía juventud a la Yuma con una mano detrás y otra delante, me contó, después de múltiples libaciones, mientras estábamos acodados ante la bien surtida barra de su negocio, un día que nevaba copiosamente sobre Mahattan, una historia que me horripiló y me produjo un dolor reflejo, solidario, en la entrepierna.

El hombre andaba ya en los setenta y se había enamorado como un burro de una hispana mucho más joven que vivía en Queens, el populoso barrio al otro lado del río Hudson. En esa época aún no habían fármacos en forma de pastillas azules para remediar la disfunción eréctil, así que nuestro amigo, babeando de deseo, antes de ir a visitar a su adorado tormento, tenía que ir a la consulta de un médico, quien, a cambio de la nada módica cantidad de $350 "dólOres" –nunca mejor dicho- le aplicaba una inyección “dolArosísima” en donde ustedes ya se pueden imaginar, que hacía que su hibernado órgano reproductor recobrara la lozanía perdida y se pusiera en paralelo con el frío suelo.

El efecto de la cruel inyección duraba como mucho una horita, así que el hombre, una vez clavado en todos los sentidos, tenía que salir disparado para Queens cruzando el Queensboro Bridge, e irse desnudando, prácticamente, en el mismo taxi, para, en llegando a su destino, entrar como una exhalación en la casa de la complaciente amiguita y cumplir como todo un veterano campeón, vencedor de mil batallas libradas en cientos de camas, a lo largo de su apasionada vida.

La muchacha en cuestión, damisela divorciada cercana a la cuarentena, ignoraba el sacrificio que mi amigo, hoy ya fallecido, tenía que hacer para poder estar a la altura de las circunstancias, así que no entendía las urgencias de éste… ¿cómo es posible que pretendiera ponerse a la labor en cuanto atravesaba el umbral de la puerta de su apartamento?... Él argüía que tenía una cita muy importante de negocios luego, y que no tenía tiempo para nada… Entonces ella se quejaba, amargamente, de que sólo pensaba en él… y, con voz melosa, le explicaba, como si él fuera un jovenzuelo que se inicia en el jeugo del amor, que una mujer precisaba de unos prolegómenos, más o menos largos, para compartir la predisposición a la cosa del ayuntamiento.

El hombre trató de buscar un médico por Queens, se pateó todita la otra ribera del Hudson, pero ninguno de los que consultó se prestó a inyectarle. Le podían prescribir la medicina, pero no se la aplicarían… Pensó en pedírselo al taxista dominicano que siempre lo transportaba, pero ¿cómo explicarle al tipo que necesitaba que tomase entre sus rudas manos “su cosita”… aunque SÓLO fuera para clavarle una aguja hipodérmica?... seguro que le contestaría en esa simpática jerga de su cálido país:

"Oh, Oh... ¡Ofrecome Virgen de la Altagracia!.... ¿pero qué vaina e eta?... ¿Ute eta hablando en serio, Don?"

La gota que colmó el vaso de su frustración cayó un aciago día en que se dirigía a Queens después de recibir la maldita inyección y se produjo un accidente en el puente. Una rastra había patinado y obstaculizaba todos los carriles del Queensboro Bridge en la dirección donde le esperaban los ardorosos brazos de su joven amada. Y, encima, el enorme vehículo portaba algún tipo de mercancía peligrosa y las labores de recuperación de las vías debían de ir, forzosamente, despacio... muy despacio ¡Y él estaba atrapado justamente en medio del jodido puentecito!

A medida que transcurrían los eternos minutos metido en aquella cárcel amarillo chillona, mientras el chofer del taxi escuchaba distraídamente un juego de pelota (beisbol), mi amigo sintió que algo le languidecía poco a poco en su entrepierna…

Cuando por fin se reanudó de nuevo la circulación del puente, habían pasado casi dos horas y, fatalmente, su miembro viril había vuelto a su estado de hibernación habitual… Así que ni se detuvo en la casa de su amada.

Aquella noche alguien le dijo que en Miami había un médico chileno, de origen árabe- al que llamaban “El Terrorista” porque era el que más “bombas” ponía en la Capital del Sol- que seguro le podría solucionar su problema. La broma tenía su justificación: el galeno chileno se había especializado en poner unos implantes en sálvese la parte, que se erguían, despertaban, cuando recibían aire insuflado por una bombita dispuesta en unos de los testículos del paciente… que la operación no entrañaba mayores riesgos y que en unas semanas, una vez todo cicatrizado, se podía desarrollar toda la actividad sexual que uno quisiera o demandara la contra parte.

Lamentablemente, después dos semanas de mal justificada ausencia, cuando el hombre volvió exultante de Miami a tocar en la puerta de la ninfa dueña de sus eróticos sueños, ya ésta había encontrado a otro caballero igual de rico, pero mucho menos apurado que él…

Desde entonces, me dijo,  él trataba de rentabilizar su implante, porque le había costado un egg y la mitad del otro, pero me aseguró que no era lo mismo… “¡Ninguna como mi muchachita de Queens!… ¡Ojalá pudiera volver con ella aunque tuvieran que ponerme dos mil inyecciones ya sabes donde y, de ñapa, también en mis arrugaditos congojos!
Como decimos en Canarias: “La Jodienda no tiene Enmienda”.

Modificado el ( domingo, 18 de marzo de 2012 )