jueves, 08 de marzo de 2012 | |
RELATOS e-REALES
"La buena samaritana" Por Javier Estévez La ventana de mi habitación está siempre abierta. Asà puedo ver el azul del mar, tenso hasta el horizonte en los dÃas espléndidos sin nubes, y la luz dorada que se pulveriza casi todas las tardes sobre él. Pero no, no creas que soy como esos escritorzuelos de tres al cuarto y todo ese poeterÃo de ciudad que tan pronto pronuncian la palabra mar parece caérseles las babas al suelo. No. A mà el mar no me emociona. Además, si estoy aquà no es para hablarte de las vistas que disfruto o del olor a redes, musgo y algas que inunda la casa cada bajamar, sino de él, de ese hombre que desde hace dos meses yace en la cama de mi habitación con la boca amarga y entreabierta como la de un pez que agoniza. Hace muchos años –me parece más cercano el horizonte que ultima el paisaje que ese tiempo ya vivido- estuve enamorada de él. Por entonces me embelesaba su figura esbelta y proporcionada y sus ojos oscuros y profundos, como el mar cuando deja de ser mar para ser océano. Jóvenes nos casamos y jóvenes nos distanciamos. Tan pronto supo que de mi vientre no saldrÃa fruto alguno, se alejó de mÃ. Con apenas veinte años ya andaba por el mundo sola, frÃa y sin afectos. Solo me acompañaba la ignominia, el abandono y la deshonra. Tuve que aceptar que lo mejor era fingir una indiferencia recÃproca. La casa dejó de ser un hogar para convertirse en un puerto más para él, una parada obligada a la que acudÃa a recoger algún efecto personal, acaso algún que otro recuerdo; pero nada que estuviera vivo, que fuera inseparable de él. Su casa fue una escala trivial entre el mar y ese sucio prostÃbulo donde creÃa encontrar lo que no quiso buscar más en mÃ. El mismo odio que sentà hacia mi propio cuerpo lo volqué hacia los demás. No quise ver a nadie. Nunca más. Luego, se sumó la vergüenza. Mis hermanas trataban de consolar mi angustia con palabras disfrazadas de ternura pero con el tiempo se acostumbraron a mis llantos momentáneos. Pronto cesaron sus palabras de aliento y sus abrazos. Entonces la vergüenza fue mayor porque era evidente que más que producirles lástima les tenÃa que resultar ridÃcula. En mi hundimiento alcancé el epicentro de la humillación. Hasta que una tarde de invierno la borrasca que se anunciaba desde hacÃa varios dÃas trajo consigo no solo la lluvia y el viento que se esperaba. Una apoplejÃa habÃa obrado el milagro: regresaba a casa para siempre. Es cierto que eran las circunstancias y no su voluntad quien lo habÃa traÃdo de vuelta, pero no me importaba porque ya no abandonarÃa jamás su hogar. Aún recuerdo al médico, que en su primera visita me imaginó hondamente afligida y me miraba y trataba de animarme con palabras tan extrañas para mÃ. Me hablaba reiteradamente de fortaleza y apoyo familiar. Sin embargo, una vez, antes de marcharse definitivamente, dijo algo que se grabó a fuego en mi memoria. Con un tono más propio de cura que de médico me indicó, mientras nos dirigÃamos a la puerta, que a pesar de la insensibilidad de sus músculos, su alma no era impermeable a la emociones. A pesar de su estado, concluyó antes de despedirnos, aún era capaz de sentir. Y de sufrir también, pensé tan pronto cerré la puerta. Al llegar a la habitación percibà rápidamente lo paradójico de la situación. Tras muchÃsimo tiempo volvÃamos a estar solos él y yo pero ahora el escenario era distinto. Los papeles se habÃan invertido: a partir de ahora quien permanecerÃa inmóvil serÃa él y quien dispondrÃa de plena libertad de movimiento iba a ser yo. Recuerdo lo primero que sentà al verlo postrado ante mÃ: tuve ganas de abandonarlo, de dejarlo allà en la cama, sin aseo, que se acostumbrase a vivir entre sus orines y excrementos. Recuerdo incluso que pensé en darle de cenar las sobras que les ofrecÃa cada noche a los perros que por entonces vagabundeaban por las calles de esta ciudad. Para su suerte, tuve que abandonar esta idea. No por compasión hacia él sino porque las futuras visitas de las asistentas sociales podrÃan poner en peligro la ayuda que en breve comenzarÃa a cobrar. Una mañana abrà la ventana y el sonido inesperado del mar inundó toda la habitación. El violento bramido del océano embistiendo contra las rocas causó una inesperada excitación en él. Su respiración se hizo más sonora. Empezó a jadear y a parpadear con más frecuencia e intensidad. Entonces comprendà al instante por qué decÃa mi madre aquello de que es el diablo quien realmente da las llaves del cielo. Dejé la ventana abierta, caminé despacio hacia la cama y me tendà junto a él. Lentamente, comencé a desabrocharme la camisa. Él me miraba de soslayo. Con la camisa semiabierta me incorporé y acerqué mi rostro al suyo, tanto que nuestros hálitos se mezclaron hasta formar un solo aliento. Estaba nervioso. Terminé de desabrocharme la camisa, pero de manera aún más lenta. Sentà su excitación entre mis piernas. Entonces acerqué mis pechos a su boca pero cuando él trató de morder mis pezones los retiré sutilmente de su alcance. Una y otra vez. Yo también estaba excitada: mi sexo estaba húmedo. Mucho. Tanto que en la habitación ya no olÃa a mar. Ahora flotaba entre nosotros el penetrante olor de mis fluidos. Mi ardor aumentó hasta tal punto que me desnudé y al verme otra vez desnuda junto a él sentà que mi cuerpo volvÃa a tener algo de personal, de único, de inimitable. No era el más vulgar de los cuerpos como habÃa llegado a pensar sino todo lo contrario, era extraordinario, hermoso, bello. Monté sobre uno de sus muslos y empecé a frotar suavemente mi pubis. Cerré los ojos y sentà como desde lejos se aproximaba una forma de placer que creÃa ya perdido y olvidado. Cuanto más aceleraba mis movimientos más aceleraba su llegada. Traté de prolongar varios minutos aquel júbilo inmenso que se extendÃa por todas las partes de mi cuerpo. Hasta que mi grito anunció la liberación definitiva de aquel gozo indescriptible, de aquella alegrÃa fÃsica y espiritual. Unos segundos después volvà a abrir los ojos y lo vi llorar como solo lloran los hombres cuando se ahogan en el charco en el que se han convertido sus dÃas. Ya ves, justo cuando yo volvÃa a la vida, la suya parecÃa tocar su fin. Hoy ya no siento ni odio ni vergüenza y en la casa solo habitan sus lamentos. Cada dÃa paseo sola hasta los muelles donde termina la ciudad vieja, allà donde la luz se desploma inevitablemente cada atardecer. A mi paso, algunos hombres me reconocen y oigo que murmuran algo entre ellos. Sé que hablan de mÃ. Y sé, también, que desde el pasado invierno me conocen por Inés, la buena samaritana. San Roque, marzo 2012 |
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Modificado el ( sábado, 10 de marzo de 2012 ) |