miércoles, 16 de noviembre de 2011

RELATOS E-REALES

La duda

por Javier Estévez

Respiró hondamente tratando de calmarse pero ni aún así consiguió aplacar aquella extraña inquietud. Afuera, tras el ventanal rectangular que enmarcaba un trozo de calle y de cielo, la lluvia caía oblicua y con  fuerza.  Sus dedos tamborileaban sobre la mesa mientras veía cómo  el paisaje se desdibujaba tras las  vírgulas de agua en los cristales.  No conseguía decidirse y el tiempo apremiaba. Cada vez más. En unos días debería exponer  los resultados de su investigación no solo al equipo directivo de la fundación sino también  a los medios de comunicación que se habían convocado. Sabía que  si revelaba  aquel secreto que hasta entonces nadie conocía y que ni tan siquiera sospechaban, su notoriedad estaba garantizada y que gracias a las numerosas entrevistas que concedería posteriormente su proyección profesional se consolidaría definitivamente a pesar del oscuro panorama que la incertidumbre actual dibujaba.

Desde que le encargaron la catalogación de toda  la obra de aquel fotógrafo, que la fundación cultural para la que trabajaba había adquirido tan solo unas semanas después de su repentino fallecimiento, sabía que se le había presentado no solo la oportunidad de ser el primer investigador que estudiaría en profundidad toda la  producción de uno de los artistas más prestigiosos y populares de la isla sino que la posterior difusión de todo el legado que ya se acumulaba en los archivos de la fundación era un filón económico e intelectual incuestionable.

Tan pronto comenzó a digitalizar los negativos dividió su obra entre las imágenes de carácter artístico y aquellas otras que tenían un cariz más profesional: fotografías de prensa, paisajes rurales y marítimos, eventos públicos y  privados y retratos de familia o individuales que permitieron al fotógrafo disfrutar en sus inicios de unos ingresos humildes pero constantes. No llevaba ni un tercio de su obra más banal digitalizada cuando le llamó la atención la frecuencia con la que aparecía entre los negativos unas instantáneas en las que figuraba siempre una mujer cuyos ojos planetarios y su constante sonrisa le transmitieron desde la primera vez que la vio una agradable sensación de plenitud y de alegría.  

Sin levantar sospechas consiguió averiguar su identidad y con posterioridad supo hasta algunos retazos de su vida que si bien en apariencia podían parecer insignificantes a él se le presentaron como muy reveladores, sobre todo cuando su intuición le sugirió enfrentar la biografía de los dos. Supo entonces que habían nacido no solo el mismo año sino que lo habían hecho en el mismo lugar. Ambos vieron la luz por primera vez en aquella ciudad pequeña de casas bajas y encaladas que gustaba tanto a los viajeros por la altura de sus palmeras, por sus tardes luminosas y la apacible sencillez de sus calles. De su infancia consiguió reseñas sin trascendencia, pero con el resto de datos que obtuvo coligió que fue en la adolescencia, en el momento en el que él comenzó a realizar sus primeros retratos gracias a aquella vieja cámara que le obsequió un fotógrafo holandés antes de regresar definitivamente a su país, cuando él comenzó a retratarla en la distancia, sola o en grupo, pero siempre sin que ella jamás lo supiese.

Tan solo un mes después de que ella anunciara su compromiso con aquel militar de mirada torva, ya había abierto él su estudio fotográfico donde revelaba y encuadernaba los reportajes de boda y bautizos con los que se anunciaba. Ella nunca supo – ni tan siquiera imaginó- que toda su vida había desfilado por su cámara, desde aquellas primeras e inocentes fotos de la adolescencia hasta que aquella epidemia de fiebres que desoló la ciudad durante un verano interminable  separó para siempre lo que nunca antes había estado unido.  

La muerte de ella fue el nacimiento de él como artista. A partir de entonces, retrató febrilmente los rostros de la soledad, el dolor y el fracaso. La crítica comenzó a comentar su obra, y empezó a recibir reconocimientos y premios en museos y certámenes de indudable prestigio. Todos alababan esa inaudita capacidad de fotografiar algo que antes nadie había conseguido retratar: el silencio.  Pero ni tan siquiera la fama internacional consiguió que trasladara su residencia  a las grandes ciudades del continente donde anidaban conjuntamente la cultura y el glamur. Él, sin que nadie llegara nunca a suponer el por qué, prefirió continuar en la isla, en su ciudad natal, en su casa, ese espacio que él mismo definió en la única entrevista que concedió, como el sitio ideal para la vida de un hombre solo y de alma desprendida.  

Afuera la lluvia arreciaba con una fuerza insólita. Abrió su paraguas y encaró calle abajo las rachas violentas de viento y agua. Caminó hasta donde había aparcado su coche antes de entrar en la fundación. Abrió la puerta, se sacudió dentro la lluvia que aún retenía su cabello, giró la llave del contacto y escuchó durante unos segundos la suave cadencia  del motor. Antes de arrancar, accionó el limpiaparabrisas y siguió con su mirada cansada su movimiento pendular hasta que volvió a pensar en el fotógrafo, en ella, en ambos, en el secreto que durante tanto tiempo había pasado totalmente desapercibido y que hasta entonces nadie conocía ni imaginaba y volvió a suspirar con hondura. No sabía qué hacer y no sabía adónde ir. Decidió por lo pronto abrir la guantera y sacar el cedé de aquel cantante canadiense que tanto le gustaba. Su voz, pensaba, era la voz de la melancolía. Buscó intencionadamente una canción y cuando comenzaron a sonar las primeras cuerdas de la guitarra, arrancó el coche y condujo mientras se adentraba con la duda en la inmensa oscuridad de la noche.

San Roque, noviembre de 2011

 

Modificado el ( martes, 06 de diciembre de 2011 )