domingo, 21 de agosto de 2011

RELATOS E-REALES

La noche

por Javier Estévez

La jornada se acercaba a su fin. Miró a través de la ventana y vio un rectángulo de cielo azul salpicado de algunas nubes peregrinas. Volvió su mirada al interior del despacho, ojeó el listado que estaba ante él y comprobó que tan solo quedaban dos pacientes por pasar. Se sentía satisfecho no solo por cómo había transcurrido el día, sino por haber tomado la decisión de cubrir la vacante de geriatría que anunciaba el portal de la consejería de sanidad. Además aquel lugar tenía un indudable valor añadido para él: era su pueblo natal y el lugar donde residió hasta los catorce años, cuando sus padres le anunciaron con lágrimas en los ojos que debían dejar el pueblo inevitablemente y mudarse a la ciuda.

El paciente que acaba de abandonar la consulta había dejado la puerta abierta y una mujer apareció en el umbral sin atreverse a entrar. Con un gesto de la mano la invitó a pasar y le sugirió que tomara asiento en la única silla disponible que había en la habitación. Buenos días, dijo la mujer nada más tomar asiento. Buenos días, contestó él sin mirarle mientras subrayaba el nombre y los apellidos que aparecían en la lista trabada en el portafolio y que le permitían no solo confirmar la asistencia de sus pacientes a la consulta sino también algo que era muy importante para él: poder llamarlos por su nombre sin tener que preguntárselo antes.

Cuando alzó la mirada y descubrió aquellos ojos verdes y rasgados que estaban frente a él, no se atrevió a sugerirle que le contara lo que le sucedía porque sintió tal emoción y rubor que no consiguió hablar. Aquella mirada le había traído a su memoria el recuerdo de una mujer que no veía desde su adolescencia, del último verano que pasó en el pueblo antes de emigrar.

Trató de disimular su conmoción corrigiendo su postura en la silla. Sin atreverse a mirarla, sacó el bolígrafo del bolsillo superior de su bata, hojeó sin interés varios folios que tenía sobre su mesa y trazó varios círculos en torno al nombre de la mujer que figuraba en la lista. Cuando finalmente se decidió, alzó con lentitud sus ojos y al reencontrarse de nuevo con su mirada confirmó, sin duda, que la mujer que acababa de recordar era la misma que ahora estaba sentada frente a él.

A ella le debía no solo la primera emoción que sintió ante la revelación de la belleza sino el descubrimiento íntimo y precoz del vigor y la profunda excitación que desprende siempre el deseo.

Ocurrió durante el último verano que pasó en el pueblo. Él ayudaba en una terraza limpiando las mesas y atendiendo a los clientes. Lo recordaba ahora con asombrosa nitidez. Era la semana de las fiestas y en la noche de los fuegos él la vio aparecer sola entre la muchedumbre. Ella se acercó hasta la terraza y permaneció unos segundos de pie mirando qué mesa ocupar. Tenía el pelo color caoba, liso, recogido en un moño alto con la raya a un lado. Llevaba puesto un vestido rojo muy ceñido que acentuaba su piel blanca y la atractiva sinuosidad de su cuerpo. Sus piernas no tenían medias y sus tobillos desnudos descansaban sobre unos tacones altos de color negro. Desde la puerta del local él la seguía con su mirada, embelesado, cuando la voz del encargado interrumpió aquella visión sublime para ordenarle atender la mesa tres. Justo la que ella acaba de ocupar. Al llegar a la mesa la saludó con su timidez de adolescente y comenzó a retirar los cascos vacíos de refrescos y cervezas. Mientras limpiaba el mantel, ella encendió un cigarro y él aprovechó ese momento para mirar de reojo la hondura de su escote y la forma puntiaguda de sus senos. Cuando se irguió para preguntarle qué deseaba tomar vio que sus ojos eran de un color verde inimaginable. Antes de contestar, expiró la calada, apartó el cigarro de su rostro, humedeció su labio superior con la punta de la lengua y le respondió, sin pestañear, que por lo pronto prefería no tomar nada. Esperaba compañía.

Esa noche se acostó con la madrugada avanzada. Entró sigiloso en su casa, se encerró en su cuarto y se tumbó en la cama desnudo. Durante varios minutos permaneció inmóvil sobre las sábanas obsesionado con la imagen de ella. Al principio solo veía sus ojos, pero luego recordó su postura en la silla, el hueco del escote, sus piernas sugerentes y empezó a imaginar su nuca, sus pies frescos y desnudos, sus pechos, la aureola rosada de sus pezones, su boca entreabierta y la lengua humedeciendo los labios. Cada imagen de ella le provocaba una agitación interior, un deseo inédito e incontrolable que empujó a su mano a buscar y encontrar en la oscuridad su miembro húmedo y erecto. Entonces experimentó la delicia del contacto, de la agitación frenética e incontrolable que aceleró su palpitación y agitó su respiración hasta extremos que nunca antes había alcanzado. Tumbado en la cama, sobre las sábanas húmedas por el sudor, tan solo deseó prolongar esa agradable excitación, pero un espasmo eléctrico, una contracción placentera e involuntaria de todo su cuerpo provocó el breve final de la eyaculación.

Nada más terminar notó sus dedos mojados y cómo una sensación de frío y humedad se desplazaba lentamente de su vientre hacia las ingles. Le desconcertó no solo el rápido desvanecimiento de su cuerpo sino la inesperada irrupción de un sentimiento de vergüenza, de arrepentimiento e incluso de miedo. En el colegio salesiano en el que estudiaba les advertían casi a diario de las consecuencias que provoca el ejercicio continuado de aquel vicio solitario. Daba igual que ésta hubiese sido su primera vez. Se había masturbado de forma premeditada y ese acto, que unos minutos antes le había parecido el colmo del placer, se le presentaba ahora como más propio de un animal irracional y de personas salvajes y enfermas capaces de vivir sin moral. Había pecado contra la pureza de su alma.

No pudo conciliar el sueño. Envuelto en las sábanas y en el silencio mortal de la casa se pasó toda la noche encogido, inmóvil como un animal asustado que espera agazapado en el interior de su madriguera. 

El carraspeo de ella lo sacó de sus recuerdos y lo devolvió a la consulta. Volvió a ver sus ojos frente a él y tuvo ganas de sonreír pero su profesionalidad se lo impidió. Cuénteme, dijo al fin, qué le ocurre. Entonces fue ella quien bajó su mirada y de forma indecisa comenzó a confesar que hacía varios días que no podía dormir. Mientras él la escuchaba observó la piel ajada y llena de manchas de sus manos, delgadas, huesudas, y se fijó también en la abundancia de líneas rectas y curvas que arrugaban su cara. Qué injusta e infame es la vejez, pensó. No puedo dormir, repetía una y otra vez ella con la cabeza gacha. Hasta que en un gesto de inesperada dignidad, levantó sus ojos, los fijó en él y casi sin pestañear reveló que pasaba las noches sola y desnuda en la cama, que sentía tanta inquietud y zozobra que no encontraba postura ni para dormir ni para estar despierta. Tengo un miedo atroz, continuó, a cerrar los ojos en la oscuridad de la noche… por si no los vuelvo a abrir nunca más.

San Roque, agosto 2011

Modificado el ( viernes, 02 de septiembre de 2011 )