jueves, 23 de junio de 2011

El traspatio

(relato e-real)

por Javier Estévez

Llevo varios días tumbado en la cama. Lo que no consiguieron los consejos de mi secretaria, quien a diario me advertía que suavizara el ritmo de trabajo y me tomase unos días de descanso, lo hizo una lumbalgia. Apenas puedo moverme y solo me incorporo para ir al baño y a la cocina, donde cada mañana mi madre deja varios tuppers con comida preparada.

Hasta hace tan solo un momento estaba inmerso en esos océanos de silencio, tumbado boca arriba, mirando el techo con las manos enlazadas tras la nuca y dejándome abrazar por el aire fresco que entra a través de las ventanas que había abierto hacia el traspatio.  Solo se oía mi respiración, profunda, cadenciosa, placentera. Así de relajado estaba cuando comencé a oír a alguien barriendo afuera.  No se oían voces.  Ni pasos. Solo el sonido característico que produce el roce intermitente de una escoba en el suelo.  Quien lo hacía barría con fruición y con empeño, a tenor de lo intensos que llegaban sus barridos a mis oídos. En ocasiones, se pausaba y se oía con gran nitidez cómo arrastraba las macetas por el suelo, como si estuviera cambiándolas de sitio. Luego se reiniciaba de nuevo la tarea que para mi sorpresa ocurría  en mi casa y sin que nadie me avisara previamente.

 Por un momento pensé que serían los vecinos limpiando su azotea. Pero no, no podía ser. Agucé todo lo que pude el oído hasta que me convencí plenamente de que quién coño fuese el que estuviera barriendo afuera, lo estaba haciendo en mi traspatio. No eran mis vecinos y no sucedía precisamente en su azotea.

 Evidentemente, me pudo tanto  la curiosidad como  la incipiente indignación que empezaba a notar dentro de mí. Sentí la necesidad de levantarme y comprobar de una vez quién y por qué habían entrado en mi casa sin aviso ni autorización siquiera. Me levanté con cuidado, muy lentamente, tratando de esquivar el dolor, pero de nada me sirvió pues una punzada terrible me volvió a sentar. Aún así, conseguí alzar mi cuerpo, no sin entornar los ojos por el dolor, meter los pies en las zapatillas y el resto del cuerpo en la bata, y ligeramente encorvado dirigí mis pasos a través del pasillo hacia la puerta del traspatio.

 Afuera, el  sonido no solo continuaba sino que era más nítido cuanto más me acercaba. Alcancé la puerta, agarré el pomo, giré la llave y abrí. En el traspatio no había nadie y no se escuchaba nada. Me sorprendí al ver lo sucio que estaba el suelo, lleno de flores muertas de las diplademias y de hojas secas de los melindros que el viento de la noche había amontonado junto a unas sillas plegadas que estaban apoyadas en la pared.

 Me volví a la cama con más dolor del que sentía cuando me levanté. Me acosté y traté de calmar la lumbalgia con el calor de la manta eléctrica. No llevaba ni un minuto tendido cuando el móvil comenzó a sonar en la mesilla de noche. Lo alcancé sin esfuerzo y miré en la pantalla para saber quién llamaba aunque mi intención era no contestar.  Al ver el nombre de mi tío no dudé un momento y contesté. Él conocía bien mi casa - hacía dos años que yo se la había comprado a él y él a su vez se la había comprado a sus hermanos tras la muerte de su padre, y quizás por esa razón le conté de sopetón la confusión que había tenido con los sonidos que procedían del traspatio. El silencio con el que respondió a lo que le acababa de contar no me gustó.  

- A ver si va a ser tu abuela – finalmente contestó

- ¿Cómo? – pregunté

- Tu abuela – repitió - Era un mujer especial –dijo separando de manera intencionada las palabras mujer y especial - Muchas veces comentaba que desde pequeña ya veía pasar delante de ella a la muerte. Normalmente no la miraba pero una vez entrecruzaron sus miradas y lo que vio en sus ojos le causó tanta impresión que su reacción fue ponerse a barrer el traspatio sin apartar la vista de las losetas. Pensaba que así no podría evitar su paso pero sí al menos su mirada.

- Ahí va – dije tratando de escrutar el grado de verdad que había en sus palabras.

- No exagero un ápice – aseguró - Yo fui testigo directo de lo que  te estoy contando en dos ocasiones. La primera vez fue con mi hermano Juan José. Una tarde llegó a casa muy asustado porque había empezado a orinar sangre en el trabajo.  Lo único que dijo tu abuela fue un escueto, lo sabía, y en vez de llamar al médico me mandó rápido a buscar al cura a la sacristía. Tu abuelo, al oírla, se indignó de tal manera que advirtió que tan pronto el cura pusiera un pie en su casa,  él saldría por la misma puerta. Ella aceptó su voluntad, que era llamar al médico de inmediato, pero ya sabía que lo de mi hermano no tenía solución. Se pasó varios días barriendo y barriendo el traspatio, hasta que Juan José finalmente murió. Tenía una hemorragia interna… ¿Estás ahí? – me preguntó tras instalarse entre nosotros un incómodo silencio.

- Claro - respondí

- Como no dices nada.

- Porque te estoy escuchando – le espeté – Pero sigue, anda, que aún te queda la segunda vez.

- Tuvieron que pasar muchos años hasta que una mañana, al regresar yo del instituto, encontré de nuevo a mi madre en el traspatio barriendo con la misma escoba y con la misma obstinación que mostró cuando el episodio de Juan José. Sin embargo, esta vez no habló. No dijo nada. No soltó por su boca ni deseos ni malos augurios. Solo barría y barría y a pesar de que mis hermanas le preguntaban qué le ocurría, ella siempre les respondía de igual manera: nada. A la mañana siguiente amaneció muerta en el sofá. Murió con los ojos abiertos en exceso, como si hubiese muerto de un susto, y con el puño izquierdo tan apretado que nunca pudieron arrancarle el escapulario que guardaba. Entendieron que era un gesto de última voluntad y así la enterraron, con la mano izquierda cerrada y el escapulario aún en su interior.

 Luego hablamos de otras cosas, todas sin trascendencia, y todas siempre por iniciativa mía pues no me apetecía colgar. Cuando ya no pude dilatar más la  conversación,  se despidió. Al devolver el móvil a la mesilla de noche noté el sudor de mis manos. Estaba acojonado. De repente me puse nervioso. Traté de tranquilizarme. Abrí el libro por donde  estaba el separador de hojas pero volví a cerrarlo al instante al comprobar que no podría leer.  Estaba tan excitado que no lograría concentrarme. Recordé que el médico me había advertido que en mi situación  lo mejor era evitar el estrés y las inquietudes porque una tensión añadida perjudicaría aún más mi ya ajada espalda.

 Ahora mismo  estoy tumbado en la cama, rígido, más dolorido que nunca. Respiro entrecortado, oyendo mi propio estertor, mientras un ramalazo insoportable, un dolor incorregible me inmoviliza contra mi voluntad. El dolor es tan intenso que no me puedo mover.

 Aún así, puedo oír con increíble exactitud cómo alguien acaba de abrir la puerta del traspatio y cómo la ha cerrado con suavidad. Sus pasos avanzan por el pasillo. Sea quien sea, se acerca poco a poco a mi habitación.

San Roque, junio 2011

 

Modificado el ( lunes, 22 de agosto de 2011 )