viernes, 13 de noviembre de 2009

 

El viajero

por Javier Estévez

Alcanzó el final del puerto con gran dificultad, pero la visión que tuvo desde el alto compensó plenamente todo el esfuerzo realizado. La ciudad, al fin, aparecía por primera vez ante sus ojos cansados.

Tras un breve descanso, decidió prescindir definitivamente de su ángel guardián y con cierta ansiedad por llegar - la tarde comenzaba a extender su luz oxidada sobre los tejados-, descendió por el sendero empedrado que se precipitaba hacia un arroyo de aguas mansas. La fatiga y la sed detuvieron la marcha contra su voluntad. Mientras embalsaba el agua en sus manos, escuchó tras él un aleteo triste y plomizo y pensó en el ángel. Especuló con que habría seguido sus pasos por la insoportable soledad a la que lo había destinado, pero se sorprendió al descubrir una garza asustada que con gran excitación levantaba el vuelo tras unos carrizos agostados. El sendero moría en una calle ancha y polvorienta que, con un trazado curvo, ascendía hacia las primeras casas que ya se distinguían con claridad por su cercanía. Entre las huertas y las viviendas descubrió un árbol bellísimo y extraño. Aquel árbol inverso, pues parecía plantado al revés, exhibía sobre su tronco una caterva de raíces en vez de ramas y culminaba su copa con unas hojas largas y duras. Mientras lo contemplaba, sintió que ya había estado antes allí. Incluso tuvo la certeza absoluta de haber sido muy feliz. Tras dirigirle una sonrisa al árbol solitario y sin más equipaje que su sombrero de fieltro sin aderezo, su morral y la vieja canción que le acompañaba desde su ya lejana infancia, condujo sus pasos hacia el centro de aquella ciudad de apariencia sosegada y luz otoñal.

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Modificado el ( jueves, 19 de noviembre de 2009 )