Javier Estévez
“…el agua por
el barranco…”
Néstor Álamo
El poeta argentino Juan Gelmán, reciente Premio Cervantes vomitó
una vez el siguiente aforismo: Lo contrario del olvido no es la memoria, sino
la verdad. Y yo, como confío
plenamente en el verbo del poeta y en los registros almacenados en los
pluviómetros, me animo a desmitificar de una vez por siempre, ese secular
conjuro que reúne a la memoria y a la lluvia: antes, no llovía más.
Al oír el repiqueteo sigiloso de las gotas abandonadas
por una lluvia medrosa sobre los cristales, recordé como, en el año 2000, mientras participaba en un proyecto de
ordenación territorial, tuve que
realizar un informe bioclimático que puso en mis manos un caudal de datos
pluviométricos que abarcaban todos los años transcurridos desde 1930 hasta 1999.
La estadística me desveló, contundentemente, que la memoria colectiva sobre el
clima es muy cuestionable pues, desde el paisaje que revelaban los registros
pluviométricos consultados, cualquier tiempo pasado nunca fue mejor. Certifico
que mi generación no ha sufrido las
volcánicas sequías de 1937, 1938, 1948 y sobre todo, 1961, año en el que no es
que lloviera poco sino que ¡no llovió absolutamente nada! Es cierto que la
década de los años cincuenta fue extraordinariamente pluviosa, pero los
registros de 1992, 1993 y 1996 son muy superiores a los de la década de los
cuarenta, los sesenta, los setenta y los ochenta. La conclusión que extraje, a
la luz de los datos, era simple: esas
lluvias bíblicas y prodigiosas del pasado sólo estaban registradas en ese
complejo sistema de interconexiones neuronales donde cohabitan la memoria colectiva y la imaginación.
Este último desenlace desembocó irremediablemente
en la siguiente tesis: ¿por qué existe entonces esa percepción colectiva de un
pasado más lluvioso?
Desde el año 1960, en que empezó a
desarrollarse la geografía de la percepción y del comportamiento, han ido
apareciendo diferentes estudios que tienen como base la percepción, la imagen y
el comportamiento espacial. Son conceptos que se sustentan en una corriente de
pensamiento geográfico que se interesa por los distintos esquemas perceptivos e
imágenes mentales que tienen los individuos respecto al territorio donde
habitan.
De este modo, la respuesta a mi
pesquisa no es nada compleja y descansa en un razonamiento colectivo sólidamente
lógico: todos aquellos conciudadanos a los que solicité un argumento que justificase objetivamente esa
pluviosa percepción del pasado, evocaron, de manera inequívoca y casi unísona,
la imagen de los barrancos corriendo.
Es decir, se puede enunciar esta sencilla asociación que para muchos norteños es la
prueba irrefutable donde reposa la verdad de su apreciación: antes llovía más porque en el pasado los
barrancos corrían más. Y en este punto no les falta razón: la última vez,
por ejemplo, que el barranco de Guía sintió el transcurso del agua por su espalda
fue en enero de 1995. Hace ya casi trece años que no baja, ni equivocada, una
gota de agua por su cauce. Nunca antes el barranco había resistido semejante
estiaje y sed.
Vuelco en el papel una reflexión
que escribí hace ya unos meses: Hoy por hoy, los barrancos constituyen el
concepto espacial que globalmente caracteriza el paisaje de las islas, tanto
por su representatividad geomorfológica como por su referencia cultural. En
ellos tienen lugar expresiones de todo lo positivo y lo negativo de la relación
del ser humano con su entorno: desde su extrema y absoluta dependencia para su
subsistencia, hasta su modificación y, en algunos casos, su total
transformación y degradación.
Basta con cerrar los ojos e
imaginar una escena cotidiana de ese pasado; donde tras una habitual tromba de
agua, el barranco baja turbio de lado a
lado. Las acequias, que rayan todo el municipio, cargan cientos de azadas que,
entre canales, buscan una boca que las vomite sobre los amazónicos cultivos de
plataneras. Los riscos y barranquillos ofrecen cientos de nacientes y
manantiales, ocultos siempre tras el verde detenido de las ñameras y los
berros. Los pilares aún resisten entre el sonido ferroviario que expelen los
motores que delatan la actividad extractiva de los pozos. El agua y sus consecuencias
siempre estaba presente en el paisaje. No es de perogrullo afirmar, en dialecto
cotidiano, lo siguiente: antes corría más el agua por los barrancos porque
antes había más agua. Sin embargo, no llovía más.
¿Por qué desapareció, entonces,
tan drásticamente el agua de nuestro paisaje cotidiano? Temo, parafraseando a
Bob Dylan, que la respuesta, amigo, está sumergida en la vertical oscuridad de los
pozos. Nunca imaginó aquel religioso ilustrado de nombre Pedro Gordillo Ramos,
que el decreto aprobado el 11 de julio de 1811, por
iniciativa suya, que permitía la apertura de los primeros pozos en Gran
Canaria, tendría, a la larga, un efecto devastador sobre el paisaje y su
memoria. Casi doscientos años después el resultado de su decisión, es una
epidermis agujereada como un colador y una isla con la mayor densidad del mundo
en número de pozos por hectárea. Ésta es la herencia de la hidrófila platanera
y de la irrupción de un fenómeno económico y social, el turismo, que en sólo
unas décadas consumiría tanta agua como la vertida en las parcelas agrícolas a
lo largo de sus más de 500 años de historia. De repente, nuestras entrañas se
llenaron de vacío. Donde hubo agua, sólo quedó su eco. Aquella isla que se
comportaba como una esponja tenaz y prodigiosa, pasó a ser en unas décadas, un
desierto por dentro y una geografía
desolada por fuera. La isla dejó de escupir agua porque su saliva simplemente desapareció.
En Inglaterra comentan
muchos naturalistas, entre suspiros, que la revolución agrícola e industrial devastó
sus bosques pero que, afortunadamente, conservaron de manera terca sus árboles. Nosotros, desgraciadamente, podremos
desmontar la leyenda que registra más lluvia en el pasado, pero tendremos que aceptar
la naturaleza anfibia de nuestros
mayores. Antes, sí que había más agua.