LA VERBENA
Por Braulio García Bautista.
Aquel día decidimos irnos de verbena a Bañaderos. Pocos
alicientes, en cuanto a diversión se refiere, tenía la vida por entonces para una
pollada como la que nosotros formábamos, como para que, encima, dejáramos escapar una verbena, un asalto, un
vermouth… un jodío baile, en definitiva.
Creo que en esta ocasión íbamos Luis Miguel “Pan de a Perra”,
Luis “Sardina”, Manolo “El Papío”, Antonio “El Barrabas” y yo. Sí, por
supuesto, yo también tenía nombrete, o dichete: me llamaban “Yul Brynner”, porque
todos los verano me pelaba casi al cero. Lo bueno de ese mote era que en cuanto
me crecía el pelo ya no tenía razón de ser y dejaban de usarlo para zaherirme.
No puedo precisar como llegamos a Bañaderos. Probablemente
tomamos el coche de hora y nos plantamos allí con bastante antelación, porque lo que si recuerdo, claramente, es que estuvimos echándonos unos “guanijais” en uno
de los bares que había a la orilla de la carretera que atravesaba, y atraviesa,
al costero vecindario.
De pronto hasta donde estábamos “beberretiando” llegaron
las primeras notas del Islas Canarias, señal inequívoca de que el bailongo iba
a empezar. Antes nos habían ido llegado
los agudos aullidos, los acoples, de la
exigua megafonía colgada en los árboles
de la plaza y los reiterativos “Probando, probando… uno, dos, tres”,
así que ya estábamos pagando la cuenta-
a riguroso escote, o estilo Guía- cuando, como les decía, sonaron las
estentóreas notas de la trompeta de
Juan Mejías atacando en el solo inicial del machacado pasodoble.
Salimos en tropel del bar y corrimos hacia la plaza. Ya había un par
de parejas marcándose nuestro “casihimno”. Se desplazaban por todo el recinto
aprovechándose de que aun no tenían competencia. Ellas un poco avergonzadas y
ellos, con la boina abandonada en la coronilla y el Kruger o el Mecánico
Amarillo en la comisura de los labios, claramente inspirados por los rones con
los que acababan de cauterizar, como todos lo días de Dios, sus sufridas
gargantas. Competían en forzadas evoluciones, pero eso sí, muy serios, dramáticamente
serios diría yo, como si en vez de estar bailando, hubiesen estado velando a un
difunto.
Ya algunas madres estaban sentadas en las sufridas sillas de
tijera dispuestas alrededor de la plaza y al lado de cada una de ellas, en
actitud sumisa, sus endomingadas pibitas
con trajes estampados y rebequitas de punto casero o de angorina, porque
llegaban del mar unas rachas de brisa muy frescas y no era cosa de trancar un
constipado.
Decidimos que aun no había “material” que justificara el pagar un duro por la entrada, así que nos volvimos
al bar y nos echamos otra botella de vino Brillante con unos enyesques de carne compuesta y unos
manises que el dueño del bar desparramó desdeñosamente sobre el mostrador “enforrado”
con plancha galvanizada.
Para cuando volvimos a la plaza, la verbena estaba en todo
su apogeo. En ese momento la orquesta atacaba un tema muy en boga: “Siga el
baile siga el baile, de la tierra en que nací, la comparsa de los negros al
compás del tamboril”… y la verdad es que se le iban a uno los pies detrás del
contagioso ritmo. Pagamos apresuradamente la entrada y nos metimos de cabeza en la placita.
Pero, para nuestra desgracia, habíamos tardado mucho y ya
no quedaba una piba que valiera la pena libre. Así que nos tocaba esperar, como
buitres carroñeros, a que alguna dejara plantado a su pareja de baile para
caerles, literalmente, encima. Y en eso
estábamos, cuando alguien divisó a un bombonazo apoyado en la balaustrada en
un extremo de la plaza… “¡Coñóoo, fuerte
jembra!”…
De la niña en cuestión sólo veíamos la cara, de rasgos muy
canarios- o sea: boca grande de labios
carnosos; ojos inmensos y negros como noche sin Luna; pelo “enrizado” etc. etc. etc.- y una
hermosísima pechuga enmarcada por sus brazos cruzados justo debajo de donde
terminaban las glándulas mamarias, como para hacerlas resaltar aun más…
Todos salimos
disparados hacia donde se encontraba, pero Manolo “El Papío” se metió entre las
parejas danzantes y el muy cabrón llegó el primero. Cuando yo arribé jadeando-
no sólo por la carrerita, sino supongo que también por el deseo- Manolo ya
estaba hablando con la pibita y esta le sonreía tímidamente, pero complacida…
Así que me dediqué a buscar otra presa a la que pegarme como una lapa.
Después de dos o tres muchachas con las que sólo alcancé a
bailar un par de piezas- pues se excusaban con el rollo de que estaban
cansadas; o alegaban que sus madres no las dejaban bailar con la misma pareja
más de dos veces- me acerqué a una que, literalmente, me llamaba con la mirada. La piba en
cuestión, todo hay que decirlo, nunca habría ganado un certamen de belleza,
pero eso a mí me importaba muy poco. Lo realmente importante era poder sentir
cerca de tu hambriento cuerpo, a otro
cuerpo joven perteneciente al sexo prohibido… y no crean los que aun no han
llegado, o acaban de llegar, a peinar canas que exagero con lo de prohibido: en
aquellos pacatos tiempos, rozarse siquiera con una fémina era todo una hazaña y
entrañaba, incluso, ciertos riesgos
físicos.
Me vino de perlas que la primera “pieza” que bailamos
fuera el tango “Caminito”, porque ya se
sabe que el tango propicia el contacto corporal. Mi mano izquierda tomó su
áspera mano derecha, le pasé decididamente mi otra mano y mi brazo por su
cintura y la acerqué, sin resistencia, a mi terreno. Me sorprendió
comprobar que no me ponía “el freno”-
casi todas las chicas practicaban esta táctica contra los aprovechados y la
cosa consistía en situar su mano izquierda en el hombro derecho del pollo en
cuestión, a fin de contrarrestar su abrazo de oso y mantenerle bien “aseparado”
de las zonas vitales-
Ni la piba ni yo habíamos bailado el tango en nuestras
cortas vidas -todavía yo no había recibido las lecciones magistrales que sobre
él me dio, años después, en los bailes de Educación y Descanso, África La Churra-, así que
tropezábamos continuamente, lo cual, lejos de ser un inconveniente, era algo
realmente gratificante, pues, en esas faltas de sincronía, su pecho y su
vientre se estrellaban contra el mío, absolutamente ávido de recibir esos
reveladores impactos.
Poco a poco me fui llevando a la pibita hacía el centro de
la plaza, hacia el núcleo de los danzantes, para perdernos de las miradas vigilantes de su madre y de su feísima
hermana mayor- que no bailaba por obvias razones-. Por allí me encontré con el
resto de la pollada con los que intercambié, por encima de los hombros de
nuestras respectivas parejas, imperceptibles señas de asentimiento y regodeo…
El único que faltaba era Manolo el Papío. El hombre seguía de cháchara con la
pechugona, apoyado, muy recatado él, en la balaustrada de la plaza.
Cuando mejor estaba yo, con la muchachita metida ya en
tablas, extasiado de tanta cercanía y rozándonos, de vez en cuando, los cachetes, vino la jodía hermana a decirle-
con regocijo de primitiva maldad en la mirada y mientras le tironeaba la manga de la rebeca: “Chacha, maye dice que ya nos
vamos pa´casa”. Yo, apresuradamente, le pregunté que dónde vivía y si
su madre tendría inconveniente en que las acompañara. Ella me contesto en voz
baja y de forma melosa, que vivía “A un tiro de piedra” y que iba a
preguntarle a su madre. Me mantuve alejado mientras hablaban entre las tres y
solo me acerqué cuando la piba me hizo señas de asentimiento con la cabeza.
La vieja ni contestó a mis buenas noches y echó a andar
ligerita, seguida por la fea y, algo más distantes, por nosotros dos…¡chacho, chacho, chacho! ¿a
un tiro de piedra?... casi llegamos a Arucas… Ahora, eso sí, yo por el camino
me cobré las suelas que estaba gastando. Al parecer tanto la vieja como el “mostro”
de la hermanita, se olvidaron de controlarnos y jamás volvieron la cabeza en
todo el largo trayecto para ver que hacíamos, así que fuimos cogiendo confianza
y, mientras caminábamos por la orilla de la carretera, nos dimos banquete- por
cierto, a resultas de aquel “banquete” inconcluso, yo agarré una orquitis del
carajo parriba, diagnosticada al día siguiente por Don Ramón Jiménez, pero ya
ese es otro cuento.
Cuando volví a la plaza donde ya había concluido la
verbena- cansado pero exultante- me encontré con la jarca de Guía en un
ventorrillo jincándose la del estribo. Un minuto después de haber llegado yo,
apareció un Papío también feliz…”Chacho ¿y por qué no bailaste con la
piba…?- le preguntamos todos a una- y él se quedo mirándonos sonriente,
con aires de superioridad, pero sin contestarnos, y así estuvo un rato
interminable, hasta que alguno, insistiendo, le preguntó: “Bueno ¿ qué, la ordeñaste o no…?
Ahí Manolo se descompuso y casi echando espuma por la boca vociferó: “Pero
coño ¿es que ustedes no piensan en otra cosa, salidos de mierda?”... Nos quedamos
todos atónitos ante lo que nos pareció una reacción excesiva y nadie dijo nada
hasta que le oímos exclamar con pena: “No bailé con ella porque la pobre tenía un
defecto”… “¿Un defecto? qué coño defecto ni que na, estaba buenísima”- le
gritamos todos otra vez casi al unísono- hasta que él, con tristeza asintió:“Sí,
estaba buenísima, pero tenía una pierna ortodoxa, ¿vale?”... “¿Una
pierna qué, Manolo”… “Coño,
bobosdemierda, una pata metálica, una pata ortodoxa, ¿estamos?…¿no saben que
coño es eso…? manada de mamones,
ignorantes del carajo”…
Desde entonces, no hay reunión anual de los pocos que ya vamos
quedando de aquel desbocado curso del Instituto Laboral Sancho de Vargas, en
que no salga a relucir, entre otras muchas, la “aneSdota” de la chica con la patita “ortodoxa”.
Ha dicho.