El huevo milagroso (y 4)
Javier Estévez
No te miento si te aseguro que a día de hoy, continúo sin saber
cómo pudo urdir, tan velozmente, la trama que desembocó en este impresionante
esperpento. Yo hubiese necesitado varios siglos para tejer semejante fábula.
Ahora pienso que puede ser una cualidad consustancial del nombre Juan porque
sólo a él se le pudo ocurrir dar pábulo con semejante
extensión a esta infantil patraña, que donde comenzó, tuvo que haber finalizado.
Sin embargo, mi tío Juan, lejos de contentarse con lo sucedido, introdujo
nuevos ingredientes cultivados, con innata picardía, en su ocurrente
imaginación.
Mientras se estiraba suavemente
los extremos curvados de su bigote, para dar cierto aire de preocupación y
meditación a un tiempo, se dirigió a Marquitos Mendoza con voz grave, accidental y fingida: Marquitos, para saber si estamos ante un
complot celestial o, ante uno de los múltiples artificios de los que se vale el
demonio para introducirse imperceptiblemente entre nosotros, necesito, ahora más que nunca, tu apreciada
colaboración. Creo que esto es más serio de lo que pensamos. Mientras yo
regreso con el huevo a la tienda, tú
deberás transmitirle a las siguientes personas, la verdadera naturaleza y
trascendencia de este enigmático acontecimiento. Será imprescindible
que cites, al mediodía en mi comercio, a los siguientes próceres, que afortunadamente
caminan hoy en nuestra ciudad: mencionarás al párroco Martín Morales, que
aunque haga tan sólo unos meses que la divina providencia lo destinó a estos solares de dios, he observado que detrás
de sus gafas de anticuario se baten unos ojos insondables que denuncian una sorprendente sabiduría geológica. Por
su responsabilidad ineludible, también deberá asistir D. Fernando Guerra,
nuestro ilustre e irreparable alcalde; y, por último, al notario de mandíbula
carolingia y seseo soporífero, pues sospecho que sobre las letras y su
condición no habrá nadie en esta jurisdicción que alcance su saber. Y por
favor, pídeles, ante todo, que sean puntualmente prudentes.
No había terminado de pronunciar
la última sílaba de su improvisada alocución, cuando, las cosas inexplicables
que sólo suceden en los pueblos disfrazados de ciudad, la noticia del huevo
huero se había movido ya con tanta rapidez y efectividad que había llegado
hasta la comarca de Las Tirajanas. En la plaza de los Álamos y en su rémora de
las Ventas, se creó tal alboroto y bullicio que muchas mujeres pensaron que,
inesperadamente, pues de esa forma transcurrían antes los días, era jornada de
mercado. Vinieron curiosos hasta de los pueblos meridionales, emplazados a
varios días de distancia y la prudencia exigida por Juan murió nada más nacer,
pues según supo después, su mujer tuvo que pedir auxilio al regimiento militar
debido al tumulto dilatado y expectante del vecindario que se había instalado
frente a su venta.
Una vez reunidos en la tienda,
Juan mostró el huevo entre sus manos mientras les pedía a los escogidos que por precaución, no lo tocaran. El alcalde
observó el huevo con tanta turbación y estupor, que tuvieron que conducirlo
entre apuros y vientos inevitables, al excusado. El párroco, que llegó el
primero ante la desproporción de la noticia, trató de encontrar, sin éxito, una
respuesta decisiva entre los múltiples tratados ecuménicos, catecismos
redundantes y sentencias canónicas cuyos veredictos provenían de los más altos
y conspicuos tribunales eclesiásticos. Por último, el notario, con una postura
que acentuaba su redondez e ingravidez, al hacer coincidir sus manos sobre su
trasero, y refiriendo su discurso más a la débil cruz dibujada tardíamente que
a las letras ovíparas, habló de un francés trasnochado y medieval que gastó
gran parte de su vida en pronosticar acontecimientos apocalípticos. Según contó,
mientras se ajustaba sus tirantes inverosímiles, este gabacho de apellido impronunciable
había previsto la aparición de una Cruz Cósmica que anunciaría el fin del
mundo. Tras pronunciarse el notario, hubo que acercar una batea inimaginable al
regidor municipal ante la recurrente e imprevista disentería.
Ante la irresoluble incógnita en
que se había convertido el huevo premonitorio, mi tío Juan abrió las cuatro
puertas de su comercio y dirigiéndose a la multitud, que llenaba no sólo la
plaza contigua sino todos los caminos y veredas que por su tienda transitaban,
volvió a hacer gala de su pasión por el orden y su estructura, y organizó una
fila única que entraría por la puerta de oriente, pasaría frente al huevo
expuesto en una cesta inclinada, que hacía de nidal improvisado, y saldría por
la puerta opuesta, orientada a occidente, para así evitar aglomeraciones
innecesarias y multitudes opresivas.
El único que no participaba del
acontecimiento era el párroco, que seguía nublado tras sus estudios estériles
pero extensos, pues mientras él buscaba y rebuscaba, ante el mostrador
desfilaron los personajes más simples, los menos frívolos, otros de espíritu
áspero e incorregible, y hasta una estirpe imprevista de visionarios testarudos
y ministros taciturnos. Una señorita de cofia y delantal que se presentó con
una cesta llena de guata, solicitó, de parte de la mujer del notario, el
alquiler temporal del huevo para poder analizarlo detenidamente en su casa. Mi
tío, terriblemente ofendido, no sólo expulsó de malas maneras a esta inocente
remitida, sino que le espetó algo así como: ¡el huevo no es ningún juego,
señorita!
También se acercaron multitud de
enfermos transitorios e hipocondríacos crónicos que arrodillados frente al
huevo y con las manos apoyadas en el mostrador, solicitaban, entre lágrimas y
cánticos incomprensibles, la curación definitiva de sus dolencias refutadas y de
sus ensoñaciones argumentadas.
El paroxismo de esta comedia se
alcanzó cuando coincidieron frente al huevo, un grupo de ateos inexpertos que
recobraron su fe distraída tras escuchar a la mujer del notario, que empujada
por la curiosidad y por el fracaso de su tentativa, jurar por todos sus
muertos, que aquella ortografía era, sin equívoco alguna, la de Santa Teresa de
Jesús.
Toda esta parodia finalizó cuando
mi abuela Leonardita, a la que inevitablemente había visitado también la
noticia, sin reconocer ésta su origen, se presentó con su luto perenne, bajo el
quicio de la puerta principal. Dos zancadas, más que pasos largos, le bastaron
para acercarse hasta el mostrador, alongarse, coger el huevo con rotundidad y
desmoronarlo ante la mirada avergonzada y desmantelada de mi tío.
Tratando de acribillar el silencio
impagable que se instaló en su tienda, Juan comentó a su madre, con inusual
vergüenza y mientras introducía los
dedos en un saco de arbejas: Pero no se
ponga así madre. Es una broma como otra cualquiera. O cree usted que me pueden
detener o excomulgar por ello. Y mi madre, que nunca fue una mujer culta
pero sí certera, le contestó, tras provocar un choque de miradas entre ellos al levantarle sutilmente
el mentón reclinado: No Juan, puedes
padecer algo peor: la ignominia, hijo mío, la ignominia.
Javier Estévez, agosto de 2007. Descargar texto completo
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