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lunes, 14 de septiembre de 2015


Historia de una caracola
por Javier Estévez

Esta caracola perteneció a Pepe Molina, el abuelo de uno de mis tatarabuelos. Y tuvo que sonar ya en torno a 1820 cuando aún vivían y celebraban los primeros años de la fiesta sus auténticos creadores.

Luego la heredó su nuera, Maria Antonia Ariñez Padrón, quien la llevaba consigo cuando, montada en su yegua y pertrechada con trabuco, látigo y cuchillo, salía las noches sola (quizás había enviudado o quizás su marido era un juan lanas) a inspeccionar con insólito celo fincas y cortijos. Su hijo Jose Antonio se la entregó a mi bisabuelo, Juanito el huevo, quien dicen que la tocaba con una melancolía insoportable tras la muerte de su mujer en la epidemia de fiebre española.

Y es probable que mi padre, tras recibirla a su vez de su madre, comprobara que no era sólo el mar lo que se oye cuando acercas la cavidad de la concha al oído sino que descubrió que en su interior retumban viejas voces y murmullos atávicos y fluctuantes que al hacerlos sonar vienen y van.

Y será mi hermano Pedro quien prolongue el próximo fin de semana, y ante la mirada expectante y entusiasmada de sus hijos, el sonido de una caracola que vibró por primera vez en Las Marías hace mucho tiempo atrás.