ESTRAGOS DE LA EPIDEMIA DE FIEBRE AMARILLA DE 1811
Pedro González-Sosa*
De todas las epidemias que azotaron las islas Canarias en el siglo XIX dos fueron las más cruentas, las que tuvieron gran virulencia, las de mayor incidencia en la población. Las que causaron mayores estragos: la de fiebre amarilla, de 1811 y la del cólera morbo de 1851. Al menos ocurrió así en la entonces villa de Guía, donde fue muy elevado el número de víctimas mortales. Si bien otras epidemias de fiebre amarilla y de cólera que se presentaron también en el pasado siglo, su huella se dejó sentir la desolación, aunque en menor proporción, e hizo mella entre los vecinos.
En la epidemia de 1811 murieron en la villa de Guía, o, al menos sospechosos de ella, 267 personas, entre hombres y mujeres, mayores y niños, según se ha podido determinar, estudiar y recopilar de los Libros Sacramentales de la iglesia parroquial de Guía, cuya relación está en uno de los apéndices. En la del cólera morbo de 1851, hubo que lamentar por lo menos 164 víctimas mortales, según una estadística que llevó el Ayuntamiento, numérica y sin nombres, pues fue tal el pánico y los efectos causados por la epidemia que, muerto el Beneficiado de Guía, don Francisco Almeida a consecuencia de ella, dejó de llevarse el Libro de Defunciones que se reinició acabados los estragos.
Sólo la inquieta preocupación de un Colector de la parroquia guíense, don Francisco Quintana Amara!, personaje curioso sobre el que podría escribirse un libro no sólo por el devenir de su ajetreada vida, sino por lo ocurrente de su : carácter, hizo posible que en esta ocasión, se pueda contar con el inicio de una relación de los primeros que murieron de la epidemia de fiebre amarilla o sospechosos de ella, que se ha podido completar —al caer el afectado de la enfermedad, aunque no sucumbió a ella— con el Libro de Defunciones.
Lo que pretendemos aquí es aportar nuevos datos sobre las epidemias que hicieron acto de presencia en la isla, y más concretamente la de 1811, contribuyendo así al conocimiento de esta parcela de la historia médica de Gran Canaria que con tanto acierto hizo el Dr. Don Juan Bosch Millares.
El lector, sobre todo de Guía, verá en esta relación antepasados suyos. Antepasados muy recientes, pues se trata de los padres de nuestros bisabuelos y en algunos casos, incluso, de algunos bisabuelos de quienes aún viven o recién murieron.
Se trata, en definitiva, de saber cuáles fueron los estragos de esta enfermedad. Conocer los protagonistas. Descubrir hechos, acontecimientos y nombres propios cuya vinculación a la historia guíense es patente.
SITUACIÓN POLÍTICA Y SOCIAL
La aparición de la epidemia de fiebre amarilla en Canarias vino a distraer un poco —o mucho— a los habitantes de las islas de aquellas otras preocupaciones políticas y sociales en que estaba inmerso el Archipiélago en aquel momento: porque las islas no fueron ajenas a la alegría que supuso para el país, en 24 de septiembre de 1810, la instalación de las Cortes en la nación que habían sido prometidas desde hacia un año 49.
Las islas se vieron, igualmente, inmersas en un ajetreo político que hasta entonces le había sido vetado. Y se dispuso a elegir a sus representantes en las futuras Cortes. Fueron nombrados, por Tenerife, don Santiago Key y don Fernando de Llarena; por la isla de Gran Canaria el canónigo guíense, don Pedro José Gordillo y Ramos y por las demás islas, don José Antonio Ruíz Padrón, un fraile secularizado, gomero él, que había sido anteriormente abad franciscano de San Martín de Valdeorras, en Astorga.
Dejemos descansar los avalares y enfrentamientos políticos que estos acontecimientos supusieron para las siempre complicadas relaciones entre las dos "islas mayores" del Archipiélago queriendo cada cual la hegemonía de Canarias. Mientras que los políticos estaban de lleno metidos en estos acontecimientos, los vecinos de las islas tenían otras preocupaciones más graves: cómo se iban muriendo miembros de sus familias que, en algunos casos, llegó a elevarse a siete el número de una misma.
En esta situación política también estaba la villa de Guía. En lo económico, la aparición de la epidemia hizo notar su repercusión. La falta de cuidados de los cultivos y, en general, de la agricultura propició la pérdida de cosechas enteras de los más variados productos de la tierra. Y, por si fuera poco, en pleno padecimiento de los efectos de la epidemia apareció una nueva plaga, la de langosta que arrasó, materialmente, todo lo que estaba plantado y que hizo protagonizar a los vecinos de las medianías guienses aquella famosa promesa que si les libraba el Cielo de la plaga, cada año sacarían a la Virgen de Guía en procesión. Cumplióse el ruego, llovió tanto en la comarca que las aguas acabaron con la cigarra y desde entonces en Guía se celebra cada septiembre la votiva y popular fiesta de "Las Marías".
Es una lástima que en el Archivo Municipal de Guía estén traspapelados —suponemos— toda la documentación de esta época, pues de momento sólo pueden ser consultadas las actas a partir de 1840. En el traslado de las oficinas municipales del viejo caserón de la calle de Enmedio al nuevo edificio de la Plaza, en tiempos de la alcaldía de Rafael Velázquez García, debió traspapelarse esta documentación, pues recuerda el cronista haberla consultado más de una vez a finales de la década de los cincuenta e, incluso, a principios de los sesenta.
Pero esta situación, en Guía, no era distinta de las de los otros pueblos de Gran Canaria. Eminentemente agrícola, con algunos incipientes negocios —fabricantes de sombreros, herrerías, etc.— la vida transcurría entre la monotonía propia de un pueblo con un censo de alguna importancia. Sólo, de vez en cuando, el vecindario altera su monotonía con las noticias que en orden político llegaban de la Ciudad.
JOSÉ LUJAN PÉREZ, PEDRO JOSÉ GORDILLO Y RAFAEL BENTO Y TRAVIESO
En este año de 1811 regía el pueblo, en calidad de Alcalde Real, don José Almeida Domínguez y destacaban como figuras preeminentes nacidas en Guía tres nombres propios que han pasado a la historia de Canarias: el escultor José Lujan Pérez, el canónigo y diputado, Pedro José Gordillo y el militar y poeta, Rafael Bento y Travieso.
Pero, ¿qué hacían estos ilustres personajes guienses entre finales de 1810 y 1811?
José Lujan Pérez recibía el encargo del Cabildo Catedral para hacer una nueva imagen de la Virgen de la Antigua que sustituyera aquella otra que se veneraba gracias a la fundación del Deán don Zoilo Ramírez, y contemplaba cómo se colocaban las doce estatuas de los apóstoles en el Cimborrio de la Catedral en septiembre de 1810; o seguía trabajando en las obras del frontis del primer templo catedralicio.
Gordillo y Ramos estaba en Cádiz pues había sido elegido Diputado en Abril de 1810. Gordillo, ya se sabe, "había sido un miembro destacado de la conspiración de los primeros días de mayo de este año, en los que el Cabildo Catedral actuaba contra la Audiencia, para el establecimiento de un gobierno autónomo".
Y Rafael Bento y Travieso, seguía viviendo en Guía por su calidad de militar, teniente de capitán y juez militar y civil en el pueblo, y hubo de padecer directamente los efectos de la epidemia, porque su mujer, doña Fermina Fernández, murió de la fiebre amarilla, marchando luego el poeta a Sevilla y durante cuya ausencia se le instruyó por la Inquisición un proceso, con las denuncias de ciertos personajes religiosos guienses de la época, "por las blasfemias que hizo contra Dios y la religión".
Ante este panorama y en esta situación llega el contagio de la fiebre amarilla a Guía por culpa del viaje que desde Las Palmas realizó al pueblo una mujer, vecina de allí, que murió casi sin que nadie se diera cuenta que había fallecido contaminada y que al contagiar a su familia propagó el virus, primero en su casa y desde allí a todo el pueblo. Esto ocurría, exactamente, el 26 de agosto de 1811.
APARICIÓN DE LA EPIDEMIA EN LAS ISLAS
La epidemia de fiebre amarilla de 1811 dejó sentir sus efectos inicialmente en la vecina isla de Tenerife, a principios de 1810 a donde llegó el virus procedente del Puerto de Cádiz por transmisión a cargo de algún pasajero de cualquiera de los navíos que transitaban entre Canarias y la Península.
Los estragos en la vecina isla fueron notorios, lo que hizo que, debido al tráfico de barcos entre Tenerife y Gran Canaria se tomaran las debidas precauciones por parte de las autoridades de la isla en colaboración con los responsables sanitarios. En algunos casos, las medidas fueron concretas, como la vigilancia de las costas para evitar la entrada clandestina y sin control de pasajeros que pudieran transmitir el mal. Notorio fue un bando hecho público por la Junta de Sanidad de Gran Canaria en el que se ordenaba poner vigilancia a los barcos con sus tripulaciones que habían arribado procedente de cualquier punto de Tenerife al Puerto de la Luz, después de hacer su tráfico comercial con Gáldar y Santa Cruz.
Los efectos de la fiebre fueron en aumento en Tenerife con tal magnitud que ante la visita de un emisario de Gran Canaria al Capitán General, éste confirmó la existencia y se apresuró a pedir ayudas, sobre todo "víveres, por lo que se embarcó por el Puerto de Sardina de Gáldar 27 reses vacunas y 200 carneros al mando de un hombre".
Pero las preocupaciones fueron inútiles. No se pudo evitar que de Tenerife saliera algún que otro navío para Gran Canaria portando el virus, en los momentos en que la epidemia hacía más estragos allí. Así que llegó a Gran Canaria la fiebre amarilla a principios del mes de octubre: gentes de Tenerife queriendo salvarse de los efectos y estragos de la enfermedad embarcaron en algunos navíos sin orden ni control. Y sin orden ni control — una vez desembarcados por el Puerto de Sardina de Gáldar—56 empezaron a desperdigarse por la isla. A los dos o tres días de su arribada, se tuvo el primer aviso o síntoma en la Cuesta de Silva, de la jurisdicción de Guía —proximidades del lugar donde está el Cenobio de Valerón— había enfermado uno de aquellos pasajeros y murió a los cinco días de su arribada.
Fue así cómo la epidemia enraizó entre las gentes de Gran-Canaria y sus efectos fueron de tal magnitud que los médicos de la época —doctores Antonio Roig, Bautista Bandini, Francisco Paño y Nicolás Negrín— no daban abasto para sus intervenciones entre los afectados. Pese a las precauciones y toda clase de medidas tomadas, fue imposible que la fiebre se propagara por toda la isla. Y la villa de Guía tampoco se libró de sus virulentos efectos.
LA EPIDEMIA EN GUÍA
La epidemia llegó a Guía portada por una mujer, María Guadalupe Benítez Gramas, soltera, que había salido de Las Palmas con pasaporte; esto es, con un permiso especial para poder romper el cordón establecido en la Ciudad una vez que, después de tantas vicisitudes, fue declarada la epidemia.
En realidad, la muerte de María Guadalupe Benítez Oramas se creyó en el pueblo que había sido por causa natural. De ahí que su cadáver fuera enterrado en la iglesia parroquial, práctica habitual desde siempre y hasta unos días después en que, por mor de esta epidemia, se abrió el que sería el primer cementerio de Guía, como luego veremos.
Nadie imaginó que esta mujer fuera portadora del virus. Pero había invadido su casa y contagiado a su familia. De esta forma comienza a cebarse la muerte de otros miembros de la familia, lo que dio pie para que las autoridades del pueblo, junto con las sanitarias, tomasen cartas en el asunto.
María Guadalupe murió el 26 de agosto. Cuatro días después, el 30, su abuela materna, Lorenza Fernández, viuda de Antonio Gramas; el día 16 de septiembre, su abuela paterna, María Isabel Ramos; el día 19, su padre, Blas Benítez Ramos y al día siguiente, 20 de septiembre, su madre, Bernarda Gramas Hernández.
A partir de aquí la epidemia campea a sus anchas por el pueblo y los fallecimientos se irán sucediendo —algunos días hasta nueve y en ocasiones, siete u ocho miembros de una misma familia— hasta el 8 de enero de 1812. En total, según la estadística realizada a base de los Libros Sacramentales y otros documentos, por lo menos 267 persona murieron en el casco, pues no están registradas ni contabilizadas las posibles muertes en los pagos o barrios de las medianías, aunque rara vez se bajó al pueblo algún que otro cadáver para ser sepultado en La Atalaya.
En este período se producen, mensualmente, los siguientes fallecimientos: 1, en agosto; 3, en septiembre; 91, en octubre; 106, en noviembre 60, en diciembre y seis en enero siguiente. Son varones, 122, y 145 hembra. De los hombres, solteros fueron 51 (de los que tres sacerdotes, entre ellos el beneficiado), 45 casados, 12 viudos y 14 niños. De las mujeres, 62 solteras, 33 casadas, 37 viudas y 13 niñas.
La enfermedad se da por propagada en la localidad, alarmado el pueblo y sus autoridades y pese a la guardia que en los primeros días se puso en la casa de la familia que sufrió las primeras bajas, "pasados diez días volvieron a presentarse otros casos, sin diagnóstico, con una mortalidad de cinco, porque en Guía —como en Las Palmas— se seguía negando la existencia de la fiebre amarilla".
No ha sido posible seguir al detalle la evolución o desarrollo de la enfermedad, ni cuales fueron las actuaciones y decisiones de las autoridades políticas y sanitarias. La falta de documentación en el Archivo Municipal al respecto -al menos conocida por nosotros y mucho menos localizada- privan de este conocimiento fundamental. Pero baste seguir la evolución, en su conjunto, en la isla, para saber que la epidemia causó muchos estragos, que se hizo imposible pararla, que debió cundir el pánico al tiempo que la improvisación y que las condiciones sociales de la época hacían posible y más fácil el contagio entre los vecinos que no podían salir del pueblo para refugiarse en los barrios de las medianías, en sus propiedades o en casa de amigos o familiares.
El cura no daba abasto para administrar los Sacramentos; la mayoría moría sin recibirlos o, en último extremo, sólo los Santos Óleos y también casi todos morían sin testar: muy pocos por no darle tiempo y la mayoría por carecer de nada o casi nada que dejar en la testamentaría.
El contagio —como luego veremos— llegó incluso al Beneficiado, don Francisco Almeida, que moriría de la enfermedad el 28 de octubre. Y también murieron los sacerdotes, don Francisco Posadas Gordillo y don Manuel Rodríguez.
ESTUDIO DE LA EVOLUCIÓN DE LA ENFERMEDAD
La estadística que hemos realizado permite conocer cuál fue la evolución de la epidemia y sus estragos, a través del número de fallecimientos que se producía cada día. La epidemia, en Guía, tuvo altibajos, con jornadas en que las muertes se elevaron hasta 9 y otras en que sólo se producía una o dos. Incluso, siempre a juzgar por los asientos del Libro de Defunciones de la Parroquia, hubo días en que, aparentemente, no se registraron.
Pero está claro que, después de octubre en que se contabilizaron 91 fallecimientos (con jornadas en que hubo ocho, siete y seis), fue noviembre el que registra un mayor número de bajas, con 106. Aquí hubo un día, concretamente el 20 en que fueron nueve, cifra que también registró el 2 de diciembre, mes en que las muertes bajaron a 60, pues se advierte una disminución de los efectos y estragos de la epidemia. En enero de 1812, entre el 3 y el 8 en que prácticamente se dio por finalizada la enfermedad, murieron 6 personas.
A partir del 8 de enero, comienza a firmar las partidas de defunción el cura don Juan Suárez Aguilar y la epidemia se presiente remitida, pues los fallecimientos son más espaciadas.
Por ejemplo, después del asiento de una defunción, fechado el citado 8 de enero de 1812, le sigue el de 9 de marzo. De todas formas es de notar un recrudecimiento en el mes de mayo, a juzgar por el elevado número de personas que mueren entre el día 8 y el 10: cinco. Demasiadas si se piensa en lo muy diezmada que quedó la población y en que, en época normal, las defunciones no se producen con tanta frecuencia.
Además, a partir del 8 de enero ya no se escribe en el Libro de Defunciones, "En el cementerio de la Atalaya" que era donde se sepultaba a los que morían de la epidemia o sospechoso de ella, sino que se generaliza y se especifica, "en el cementerio de esta villa", pues como tal cementerio quedó después de la plaga, al quedar expresamente prohibido durante y después de ella que ya nadie se sepultase en las iglesias. Y esto también se llevó a cumplimiento en Guía.
Como simple dato complementario, veamos el número de fallecimientos que se producen en los meses siguientes al de mayo de 1812: en junio, 8 personas; en julio, 5; en agosto, 3; en septiembre, 8; en octubre, 6; en noviembre, 15, concretamente entre los días 4 y 16 de dicho mes. Debió recrudecerse la epidemia, aunque no con tanta virulencia y, desde luego, ya controlada sin miedo de propagación, pues el pueblo se sometió a las lógicas medidas sanitarias para su fumigación.
NOTA: TEXTO EXTRAÍDO DEL LIBRO DE PEDRO GONZÁLEZ-SOSA “GUÍA DE GRAN CANARIA: PRIMERO VILLA Y DESPUÉS VCIUDAD” (Publicación con motivo de la conmemoración del 125 aniversario de la concesión del título de Ciudad)
Transcripción: Antonio Aguiar Díaz
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