La fiesta también eran sus
prolegómenos. Las hogueras se disfrutaban durante los días previos que
íbamos de casa en casa sacando trastos viejos para quemar según cayera el
sol en las vísperas de San Antonio, San Juan y San Pedro. Recuerdo que
Forillo y yo organizábamos una gran hoguera en Las Barreras, justo detrás
de donde vivía mi abuela, y que con los años logramos refuerzos entre los
amigos de San Roque y La Plaza. Estábamos a veces dos o tres semanas antes
de la hoguera de San Antonio, que por ser la primera solía ser la más
trabajada y por tanto la más llamativa, visitando carpinterías, recogiendo
hojas de palma secas o árboles carcomidos en la zona de la Presa y
visitando trasteros y trastiendas por todo el pueblo. Nuestro pique era
con la gran hoguera que montaban mis paisanos de San Roque en El Polvorín
y con la que hacían la gente de La Cuesta en la Montaña del Teléfono que
estaba justo detrás de la casa de los Harry. En aquella época éramos más
mediterráneos y esos ritos incendiarios, con todo lo que tienen de
purificación y de olvido de los pasados funestos, estaban mucho más
arraigados que ahora. Cuando mirabas hacia el Pico de La Atalaya, La
Montaña, La Cuesta o San Juan lo veías todo lleno de hogueras. El aire
olía a ceniza por todas partes y se vislumbraba la llegada del verano en
lo eternas que se hacían las tardes y en que casi siempre las hogueras
coincidían con el final de las clases y por tanto con la libertad más
callejera y gamberra para todos nosotros.
Los días previos íbamos avisando a
nuestras madres para que nos guardaran las papas que asábamos en la brasa
de la hoguera y que luego metíamos en una salmuera que les daba punto
definitivo a la cáscara carbonizada y crujiente que casi nos gustaba más
que la propia papa. También asábamos piñas de millo, pero ya éstas las
conseguíamos nosotros metiéndonos en las fincas las noches previas. No voy
a decir dónde por si no han prescrito los pequeños delitos de esa infancia
algo canalla, anarca y libertaria. Legalmente, ni ahora ni entonces
tendrían repercusiones aquellas pillerías, pero seguro que los dueños de
las fincas ni olvidan ni olvidarán nunca las tropelías de aquellos
desalmados que se colaban en sus terrenos. Podíamos haberlas cogido en
nuestras casas o haberlas comprado en cualquier tienda del pueblo, pero ni
era lo mismo ni sabían a lo mismo que sabían las que sisábamos tras un
cuidado plan con vigilantes, salidas alternativas previstas y hasta
distracciones a perros con malas pulgas que generalmente se volvían
dóciles y mansos al reclamo de una caricia o un pan duro.
Y cuando hablo de hogueras hablo
también de las alfombras de Corpus y la recolección de chiribitas o
virutas de madera, o de la Rama y la Romería de Las Marías, que era de lo
que realmente quería hablar en este escrito. También en la Romería
estábamos varias semanas rebuscando maderas, ruedas de cojinetes y cañas
por todo el pueblo. Al contrario que las hogueras, la romería marcaba el
final del verano. Lo bueno es que no nos dábamos cuenta hasta que se
acababa la referida Romería y nos veíamos yendo al colegio al día
siguiente. Yo creo que nos tomábamos tan en serio la construcción de la
carreta para ver si la Virgen nos regalaba el milagro de dejarnos sin
colegio, o por lo menos de hacer que se lo llevara por delante el barranco
o un fuerte ventanero que entonces no tenía la trascendencia mediática y
casi apocalíptica que tiene hoy en día.
Nuestra carreta para el Día de Las
Marías la solíamos construir en el garaje que tenía Francisco Talavera en
su casa, en aquellos años recién estrenada, de Urbanización Pineda.
Recuerdo que a la pandilla habitual se juntaban los que venían a pasar los
veranos a Guía. En nuestro grupo se incorporaban, por ejemplo, Juan Torres
o Jorge Castellano. Lo bueno era que el abuelo de éste último era el dueño
de las fincas de la plataneras que estaban justo detrás de la casa de
Talavera, por lo que teníamos vía libre para entrar varias veces al día a
reponer fuerzas tirando de racimos de plátanos de los de entonces, con
aquellos sabores dulzones que rara vez encuentra uno hoy en los mercados.
La carreta iba mejorando según nos
íbamos haciendo mayores, y de cuatro palos mal puestos pasó el último año,
cuando ya habíamos ingresado en el instituto, a tener carro con ruedas, y
un diseño más o menos curioso con numerosos elementos decorativos. Lo que
hacíamos era que después de estar trabajando en ella durante un par de
semanas la llevábamos la noche antes al zaguán de la casa de Pedro Silvela,
en el callejón de León, para que desde allí se uniera al día siguiente al
cortejo que recorría las calles del pueblo entre sonido de isas y
borracheras por doquier, que si algo caracterizaba a Las Marías eran las
melopeas que se cogían muchos parroquianos que comenzaban a beber desde la
Rama mañanera y que no acababan hasta las tantas de la noche. Sin embargo,
apenas recuerdo peleas y sí muchas canciones y muchas risas. Nosotros
hacíamos entonces nuestras primeras incursiones etílicas, entre papas
arrugás y huevos duros. Recuerdo la melopea que nos cogimos con dieciséis
o diecisiete años a base de una cosa que un romero que no conocíamos de
nada nos regaló. Él lo llamaba mejunje y a nosotros nos parecía que algo
tan dulzón y tan fácil de tragar no podía hacer ningún daño. Entre el
mejunje y los primeros cigarros tragándonos el humo agarramos casi todos
una melopea descomunal de la que sólo recuerdo la primera sensación de
resaca de mi vida al día siguiente.
Pero antes de que nos perdiéramos
por las rutas húmedas y fuéramos a la romería buscando otras cosas que
nada tenían que ver con la promesa de Vergara, gozamos de muchos momentos
inolvidables en la Romería de Guía. Nuestro carro siempre tenía su hueco
entre los romeros y pasábamos ufanos delante de la Virgen con nuestra obra
de ingeniería casera sujeta por tachas y clavos comprados en grandes
cartuchos en la tienda de los Humildes. Entonces recuerdo que decíamos,
sobre todo bajo el efecto eufórico y de exaltación del la amistad de las
primeras chispas, que estuviéramos donde estuviéramos siempre iríamos a
Guía el tercer domingo de septiembre para reencontrarnos y mantener viva
nuestra amistad. Hoy hace muchos años que no ejerzo de romero en Guía. Me
imagino que ahora habrá otros adolescentes buscando cañas y hojas de
palmeras por los barrancos, aunque seguro que las carretas ya serán más
sofisticadas y que en algunos casos hasta contarán con buenos soportes
tecnológicos. Pero como con las hogueras, lo de menos era la romería. Lo
más intenso era lo que vivíamos los días previos, cuando soñábamos con ver
nuestra carreta por la calles del pueblo y cuando disfrutábamos de lo
lindo dándole los últimos retoques en compañía de nuestros mejores y más
inseparables amigos. Pasa con casi todo lo bueno de la vida, con el amor,
con las ilusiones e incluso con los viajes. Lo mejor generalmente son los
preparativos, los momentos previos a que se cumplan los sueños. Después
nos queda esa sensación de pequeña derrota por todo lo que vamos dejando
atrás. Y cuando volvemos ya nada es lo igual ni tiene la misma inocencia
ni la misma intensidad. Ahora no es que se seamos peores que entonces,
pero sí mucho menos imaginativos y emocionables.