Revista digital sobre el municipio de Guía de Gran Canaria (ESPAÑA)    

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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

Vísperas de fiesta

Santiago Gil

La fiesta también eran sus prolegómenos. Las hogueras se disfrutaban durante los días previos que íbamos de casa en casa sacando trastos viejos para quemar según cayera el sol en las vísperas de San Antonio, San Juan y San Pedro. Recuerdo que Forillo y yo organizábamos una gran hoguera en Las Barreras, justo detrás de donde vivía mi abuela, y que con los años logramos refuerzos entre los amigos de San Roque y La Plaza. Estábamos a veces dos o tres semanas antes de la hoguera de San Antonio, que por ser la primera solía ser la más trabajada y por tanto la más llamativa, visitando carpinterías, recogiendo hojas de palma secas o árboles carcomidos en la zona de la Presa y visitando trasteros y trastiendas por todo el pueblo. Nuestro pique era con la gran hoguera que montaban mis paisanos de San Roque en El Polvorín y con la que hacían la gente de La Cuesta en la Montaña del Teléfono que estaba justo detrás de la casa de los Harry. En aquella época éramos más mediterráneos y esos ritos incendiarios, con todo lo que tienen de purificación y de olvido de los pasados funestos, estaban mucho más arraigados que ahora. Cuando mirabas hacia el Pico de La Atalaya, La Montaña, La Cuesta o San Juan lo veías todo lleno de hogueras. El aire olía a ceniza por todas partes y se vislumbraba la llegada del verano en lo eternas que se hacían las tardes y en que casi siempre las hogueras coincidían con el final de las clases y por tanto con la libertad más callejera y gamberra para todos nosotros.

Los días previos íbamos avisando a nuestras madres para que nos guardaran las papas que asábamos en la brasa de la hoguera y que luego metíamos en una salmuera que les daba punto definitivo a la cáscara carbonizada y crujiente que casi nos gustaba más que la propia papa. También asábamos piñas de millo, pero ya éstas las conseguíamos nosotros metiéndonos en las fincas las noches previas. No voy a decir dónde por si no han prescrito los pequeños delitos de esa infancia algo canalla, anarca y libertaria. Legalmente, ni ahora ni entonces tendrían repercusiones aquellas pillerías, pero seguro que los dueños de las fincas ni olvidan ni olvidarán nunca las tropelías de aquellos desalmados que se colaban en sus terrenos. Podíamos haberlas cogido en nuestras casas o haberlas comprado en cualquier tienda del pueblo, pero ni era lo mismo ni sabían a lo mismo que sabían las que sisábamos tras un cuidado plan con vigilantes, salidas alternativas previstas y hasta distracciones a perros con malas pulgas que generalmente se volvían dóciles y mansos al reclamo de una caricia o un pan duro.

Y cuando hablo de hogueras hablo también de las alfombras de Corpus y la recolección de chiribitas o virutas de madera, o de la Rama y la Romería de Las Marías, que era de lo que realmente quería hablar en este escrito. También en la Romería estábamos varias semanas rebuscando maderas, ruedas de cojinetes y cañas por todo el pueblo. Al contrario que las hogueras, la romería marcaba el final del verano. Lo bueno es que no nos dábamos cuenta hasta que se acababa la referida Romería y nos veíamos yendo al colegio al día siguiente. Yo creo que nos tomábamos tan en serio la construcción de la carreta para ver si la Virgen nos regalaba el milagro de dejarnos sin colegio, o por lo menos de hacer que se lo llevara por delante el barranco o un fuerte ventanero que entonces no tenía la trascendencia mediática y casi apocalíptica que tiene hoy en día.

Nuestra carreta para el Día de Las Marías la solíamos construir en el garaje que tenía Francisco Talavera en su casa, en aquellos años recién estrenada, de Urbanización Pineda. Recuerdo que a la pandilla habitual se juntaban los que venían a pasar los veranos a Guía. En nuestro grupo se incorporaban, por ejemplo, Juan Torres o Jorge Castellano. Lo bueno era que el abuelo de éste último era el dueño de las fincas de la plataneras que estaban justo detrás de la casa de Talavera, por lo que teníamos vía libre para entrar varias veces al día a reponer fuerzas tirando de racimos de plátanos de los de entonces, con aquellos sabores dulzones que rara vez encuentra uno hoy en los mercados.

La carreta iba mejorando según nos íbamos haciendo mayores, y de cuatro palos mal puestos pasó el último año, cuando ya habíamos ingresado en el instituto, a tener carro con ruedas, y un diseño más o menos curioso con numerosos elementos decorativos. Lo que hacíamos era que después de estar trabajando en ella durante un par de semanas la llevábamos la noche antes al zaguán de la casa de Pedro Silvela, en el callejón de León, para que desde allí se uniera al día siguiente al cortejo que recorría las calles del pueblo entre sonido de isas y borracheras por doquier, que si algo caracterizaba a Las Marías eran las melopeas que se cogían muchos parroquianos que comenzaban a beber desde la Rama mañanera y que no acababan hasta las tantas de la noche. Sin embargo, apenas recuerdo peleas y sí muchas canciones y muchas risas. Nosotros hacíamos entonces nuestras primeras incursiones etílicas, entre papas arrugás y huevos duros. Recuerdo la melopea que nos cogimos con dieciséis o diecisiete años a base de una cosa que un romero que no conocíamos de nada nos regaló. Él lo llamaba mejunje y a nosotros nos parecía que algo tan dulzón y tan fácil de tragar no podía hacer ningún daño. Entre el mejunje y los primeros cigarros tragándonos el humo agarramos casi todos una melopea descomunal de la que sólo recuerdo la primera sensación de resaca de mi vida al día siguiente.

Pero antes de que nos perdiéramos por las rutas húmedas y fuéramos a la romería buscando otras cosas que nada tenían que ver con la promesa de Vergara, gozamos de muchos momentos inolvidables en la Romería de Guía. Nuestro carro siempre tenía su hueco entre los romeros y pasábamos ufanos delante de la Virgen con nuestra obra de ingeniería casera sujeta por tachas y clavos comprados en grandes cartuchos en la tienda de los Humildes. Entonces recuerdo que decíamos, sobre todo bajo el efecto eufórico y de exaltación del la amistad de las primeras chispas, que estuviéramos donde estuviéramos siempre iríamos a Guía el tercer domingo de septiembre para reencontrarnos y mantener viva nuestra amistad. Hoy hace muchos años que no ejerzo de romero en Guía. Me imagino que ahora habrá otros adolescentes buscando cañas y hojas de palmeras por los barrancos, aunque seguro que las carretas ya serán más sofisticadas y que en algunos casos hasta contarán con buenos soportes tecnológicos. Pero como con las hogueras, lo de menos era la romería. Lo más intenso era lo que vivíamos los días previos, cuando soñábamos con ver nuestra carreta por la calles del pueblo y cuando disfrutábamos de lo lindo dándole los últimos retoques en compañía de nuestros mejores y más inseparables amigos. Pasa con casi todo lo bueno de la vida, con el amor, con las ilusiones e incluso con los viajes. Lo mejor generalmente son los preparativos, los momentos previos a que se cumplan los sueños. Después nos queda esa sensación de pequeña derrota por todo lo que vamos dejando atrás. Y cuando volvemos ya nada es lo igual ni tiene la misma inocencia ni la misma intensidad. Ahora no es que se seamos peores que entonces, pero sí mucho menos imaginativos y emocionables.

Septiembre de 2006.

info@guiadegrancanaria.org

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