No siempre se cumplen los adagios. Generalmente tampoco
son los buenos los que ganan, ni aparece por ninguna parte la justicia
poética. Pero a veces acontecen sucesos que hacen que sigamos creyendo en
los milagros. En el caso del poeta grancanario Domingo Rivero, no me queda
más remedio que quitarme el sombrero ante el tiempo y agradecerle esos
retazos milagreros. Domingo murió hace setenta y siete años sin haber
publicado un solo libro. Había nacido en Arucas, pero por pura casualidad:
su madre se había desplazado al municipio norteño huyendo del cólera
morbo, pero a los diez días ya estaba en Guía de Gran Canaria, que es de
donde era toda la familia de Domingo y donde él vivió su infancia y su
primera juventud.
Durante su vida Domingo fue un ser inquieto y viajero,
adelantado a su tiempo, que vivió largas temporadas en Londres, París o
Madrid. Después regresó a su isla y estableció su residencia en Las Palmas
de Gran Canaria, donde fue Relator y posteriormente Secretario de la
Audiencia Territorial. Durante todo ese tiempo escribió y leyó lo que
escribían los maestros de su época. Lo fue guardando todo en un cajón y de
vez en cuando sacaba algo en revistas literarias como La Pluma, dirigida
por Manuel Azaña. Vivió intensamente hasta que un día, como todos, muere y
empieza su peregrinaje por el olvido y la ausencia.
Pasan los años y de vez en cuando es rescatado de ese
olvido, sobre todo por Eugenio Padorno, por su paisano guiense Manuel
González-Sosa y por su familia, que es la que a la postre ha logrado el
milagro del que les vengo hablando. La obra de Domingo Rivero ha sido
editada recientemente en la Editorial Acantilado, una de las referencias
de culto de la actual edición española, y la introducción del libro, llena
de elogios y de reconocimientos, lleva la firma de Francisco Brines,
posiblemente uno de los cinco poetas vivos más importantes del país. De
repente Domingo Rivero ha despertado el interés en todos los ambientes
literarios y en todos los medios especializados de España. Luis Antonio de
Villena le dedicó hace unas semanas una página entera en Babelia
(suplemento literario de El País) llena de ditirambos y de elogios, lo
mismo que ABC y otros destacados medios nacionales.
Nadie se explica el olvido de la obra de Domingo
Rivero, ni cómo no están sus versos en todas las grandes antologías de los
últimos cincuenta años. Se produce por tanto el milagro. Tenemos un poeta
redivivo y volvemos a creer en esa justicia poética de la que tantas veces
hemos renegado. Ahora sólo falta que sus paisanos se acerquen a sus
versos, que pidan en las librerías "Yo, mi cuerpo", un libro de poemas que
les sorprenderá y les hará amar a Rivero. Ahí va un ejemplo de lo que
vengo diciendo: "¿Por qué no te he de amar, cuerpo en que vivo?/ ¿Por qué
con humildad no he de quererte /si en ti fui niño y joven, y en ti arribo,
/ viejo, a las tristes playas de la muerte?" Les recuerdo que murió sin
publicar un solo libro y que durante años ha estado apartado en el olvido
por parte de la sempiterna mediocridad que tanto mal ha hecho siempre a
los creadores de las islas. Ya va siendo hora de que lo vayamos colocando
en el lugar que se merece. Por una vez, aunque sea tarde y de milagro, ha
ganado uno los buenos.