También estaba presente la
muerte. Nunca podemos dejar de lado a Tánatos. Aun en los momentos
mágicos y luminosos siempre había alguien que moría, el padre de algún
amigo, todos los abuelos, alguna hermana, y hasta algún amigo más o
menos cercano. Sucede como ahora. Siempre está detrás la maldita parca
echando por tierra todas las alegrías. La muerte para los niños tenía
connotaciones tétricas y tremendas, de infiernos, cielos y abismos
insondables. Digamos que estábamos muy marcados por una religión
demasiado carpetovetónica y ultramontana y muchas leyendas pavorosas
de aparecidos, espíritus burlones y negruras tétricas. Pero por otro
lado éramos capaces de jugar con ella y de meternos en los cementerios
y en el frío desangelado de aquellas tumbas abandonadas del camposanto
de San Roque. Nos colábamos por un muro medio caído que estaba en el
callejón que conducía a la casa de Don Juan García Mateos y sobre la marcha
empezábamos a ver más de lo que veíamos y a imaginar lo que no era. Yo
creo que la mayor parte de los recuerdos de aquellas incursiones están
más unidos a la ficción y a las ganas de aventuras y fantasías que
teníamos entonces que a lo que realmente fueron. Es verdad que hubo
macabras bromas con todos los primerizos que acababan pidiendo socorro
en lo hondo de las fosas, y que por todas partes estaban los huesos y
los restos de nuestros antepasados, pero no era para tanto. También
influían las horas de visita al camposanto abandonado: siempre cuando
caía el sol, a oscuras, con aquella oscuridad de entonces casi sin
luces en la calle y con aquel frío de los inviernos con nieve en el Teide y el pavor en las entrañas. Para nosotros la parafernalia de la
muerte era parte de nuestro entretenimiento infantil, entre otras
cosas porque los muertos que había San Roque eran casi todos lejanos,
desconocidos, y sin rostro o recuerdos que nos metieran el miedo en el
cuerpo. Nunca faltaron los mentirosos que decían haber visto luces,
fuegos fatuos, sombras lúgubres, o los que habían escuchado voces y
ronroneos llorosos que me imagino que serían de los muchos gatos en
celo que habría en las fincas de plataneras circundantes. Nunca
escuché nada, aunque desde la distancia quedaría más literario hablar
de leyendas y de sucesos paranormales, pero a pesar de ello guardo de
aquel cementerio un recuerdo idealizado de lugar bello y mágico, sobre
todo con la fachada de Luján Pérez, el diseño de las tumbas y la mala
hierba empeñada en turbar el descanso eterno de los guienses de otros
siglos.
Pero la muerte que a mí me
provocaba pavor era la que te encontrabas por la calle. Tengo cuatro o
cinco imágenes impactantes de cortejos fúnebres bajando por la calle
del Medio o del Agua cuando veníamos tranquilamente del colegio
dándole patadas a los guijarros o a las chapas que nos encontrábamos
entre los adoquines. Te mataba el silencio, el luto de la gente, los
lamentos entrecortados y sobre todo la sobriedad y el tenebrismo de
los ataúdes. Toda la vida cruzaba en la acera de la calle Poeta Bento,
justo enfrente de la Tienda de Los Humildes, y al lado de la relojería
de Fabio Álamo, para no tropezarme con el escaparate de ataúdes que se
exhibían como esperando tu cuerpo o el de las personas que querías. Yo
perdí a una hermana cuando era muy niño. Me acuerdo perfectamente de
ella y de su fallecimiento, y quizá por eso siempre he temido tanto a
la muerte y a sus funestas consecuencias. En aquellos entierros te
imaginabas a tus seres queridos y no entendías cómo el mundo estaba
tan mal planteado. Te engañaban con la martingala de los cielos y los
descansos eternos, pero desde muy niño empecé a tener claro el ciclo
vital al que pertenecemos y la fantasmada de todas esas teorías que
intentan negar la evidencia. Quizá el gran problema de mucha gente es
precisamente ese convencimiento en la vida eterna: los que tenemos
claro que esto es una vida que no da más de sí perdonamos y tratamos
de ser buena gente todo el rato. Los otros a veces utilizan sus
religiones y sus curas para ser unos malandrines que se creen salvados
con tres golpes de pecho y unos cuantos rezos mirando al Sagrario.
La muerte en Guía sonaba en
latín delante de la puerta de la iglesia. Todos nos peleábamos por ser
monaguillos, pero cuando había entierro ningún chiquillo se acercaba a
aquellos ropajes negros manchados de cera para perfumar de incienso
las lágrimas de los deudos. Los entierros siempre contaban con la
figura de Tomasín junto al conductor de la funeraria. Digamos que era
el único signo de vida en medio de aquella negrura, por más que el
bueno de Tomasín tratara de mostrarse compungido y se presentara con
aquella seriedad inquebrantable y solemne que tan bien estilaba si se
daba el caso.
Las campanas de entierro
volvían más frías y desapacibles las tardes de invierno. Y luego
estaba aquel olor del incienso, que aun siendo el mismo nunca olía
igual que en los días de fiesta, y los latinajos que repetíamos
después en el barranco como un juego macabro. La muerte es más dura y
más cercana en un pueblo que en la gran ciudad, y su intensidad es
mucho más tremenda. Los niños la veíamos bajar por las calles y sobre
la marcha sabíamos que no quedaba más remedio que espantarla a fuerza
de alegrías y de juegos. Es lo que luego hemos seguido haciendo con el
paso del tiempo. Siempre tememos que nos coja la parafernalia tétrica
de aquellos entierros que bajaban silenciosos por la calle del Medio.
Por eso vivimos intensamente, por eso amamos, por eso tratamos de no
perder un solo minuto de la vida en estulticias o jodiendas. Yo de
entrada siempre he pedido que me incineren: ni me apetece ser
protagonista de esos paseos lúgubres de las tardes de invierno ni
tampoco que los niños de dentro de ochenta años se entretengan con mi
fémur, mi tibia o mi radio como si fueran cañas o palos de fregona. La
muerte, desde entonces, me ha servido para no perder el norte de la
vida.