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Los vietnamitas

Santiago Gil

Las primeras nociones que tengo de la actualidad internacional son la guerra de Vietnam y el caso Watergate. Recuerdo escuchar el nombre de Richard Nixon como una especie de letanía ininteligible en los informativos del diario hablado de Radio Nacional de España. Yo preguntaba que qué era eso del Watergate y que quién era Nixon, y alguna que otra vez pregunté también por el Vietnam. Debía tener seis o siete años pero era tal la insistencia diaria de aquellos locutores que todos esos nombres entraron a formar parte de mi mitología infantil. Mi madre me decía que eran cosas de mayores, y con el tiempo descubrí que efectivamente eran chanchullos, abusos de poder y ataques despiadados a víctimas civiles e inocentes que no tenían nada que ver con mis juegos de la infancia.

Yo me iba para el colegio repitiendo el nombre de Nixon, que a mí me sonaba a integrante de Los Hombres de Harrelson o a personaje secundario de aquellas teleseries policíacas que tanto proliferaban en la única cadena de televisión que teníamos entonces. Luego en el colegio le preguntaba a otros amigos si sabían quién era el tal Nixon, pero o no respondían o estaban tan perdidos como yo en las cuestiones de política internacional. Tampoco sabíamos nada de Vietnam. Ambos nombres se unieron a los numerosos arcanos de la infancia que no siempre se aclaran al paso de los años. Supe luego lo que fue el Watergate, y más o menos tengo un par de ideas claras de lo que pasó en Vietnam. Otros temas y otros nombres sí es verdad que se quedaron para siempre en el olvido o en el misterio.

Lo de Vietnam nos cogió más de cerca. Un buen día nos dijeron en el colegio que iban a venir a quedarse al Hogar Rural unas cuantas familias vietnamitas que venían huyendo de la guerra. Nos contaron que habían sufrido mucho y que habían visto atrocidades innombrables. Pedían que fuéramos solidarios con ellos y que ayudáramos a los niños a integrarse en nuestro grupo de amigos. Lo hicimos. O por lo menos tratamos de hacerlo. Había un niño, del que no recuerdo el nombre, que era más o menos de nuestra edad. Cuando nos acercamos a él se mostró temeroso y huidizo, desconfiado, y en su mirada se atisbaba el miedo y la soledad. Siendo como éramos burleteros y crueles los unos con los otros, y sobre todo con las miserias y los defectos de los demás, no nos atrevimos a gastarle bromas pesadas ni a burlarnos de su desconocimiento del idioma y de nuestras costumbres. Los que ya sabíamos algo de inglés por estar estudiando en clases particulares con María del Carmen Rodríguez (Tata) nos lográbamos comunicar a duras penas con los recién llegados, pero tampoco su manejo del inglés era muy avanzado y supongo que el que conocían sería el más coloquial y peor pronunciado que hablaban los soldados norteamericanos. Así y todo fuimos poco a poco estableciendo contacto, sobre todo aprovechando los partidos de ping pong que disputábamos en una mesa ajada y curtida en mil batallas que estaba en una de las salas de la planta baja del Hogar Rural. La verdad es que no recuerdo mesa de ping pong mejor que aquélla. Quizá la del Casino se le aproximaba, pero el material, las medidas y el lugar en el que estaba la del Hogar la traen a mi recuerdo como un fogonazo en el que reconozco muchas tardes inolvidables de la infancia. Luego nos colocaron otras más modernas en el terrero de luchas, pero nunca superaron la magia y el encanto de aquella otra que soy capaz de volver a ver, y sobre todo a oler, con solo cerrar un momento los ojos.

En esa mesa se fraguó nuestra amistad con este amigo vietnamita al que le castellanizamos el nombre, aunque siempre le seguimos llamando por su nombre vietnamita, utilizado en diminutivo en el momento en que dejábamos de llamarnos por nuestros nombres y recurríamos al alias y al nombrete que cada uno tenía asignado por vínculo familiar o por pura casualidad azarosa.

Alguna vez hablamos de la guerra. Realmente lo hacíamos nosotros. Nuestros mayores nos decían que eran niños que habían sufrido mucho y en todo momento intentábamos que nos contaran batallas y estruendos de bombas, pero lo que para nosotros era un juego como el que improvisábamos con dos cartucheras y un par de pistolas de mistos, para ellos era el desasosiego y la muerte, el desgarro, el dolor y una especie de miedo permanente que jamás se disipaba de la mirada de ninguno, sobre todo de la de los abuelos y los padres.

Pasada la novedad y una vez empezaron a aprender nuestro idioma se integraron en nuestro pueblo y estuvieron varios años viviendo en el Hogar. Un buen día, sin embargo, les dijeron que debían marcharse a una casona enorme que estaba en la misma orilla de la carretera, a la altura de Casa Ayala. Hasta ahí sé se ellos. Luego, con los años, sí hice un reportaje en Diario de Las Palmas sobre aquellos vietnamitas que fueron acogidos en Canarias al término de la guerra. Localicé a uno que tenía un restaurante en San Agustín, pero me contó que se habían dispersado y se habían perdido la pista los unos a los otros. Supongo que es parte de esa magia y ese azar que va moviendo cada una de nuestras existencias. Quién le iba a decir a cualquiera de ellos que iban a terminar viviendo a muchos miles de kilómetros de sus selvas y sus arrozales, en un pueblo perdido en mitad de unas islas atlánticas localizadas en el continente africano pero con cultura y costumbres occidentales. Y por supuesto, quién me iba a decir a mí que iba a tener testimonios directos y palpitantes de aquellas noticias extrañas que escuchaba en mi casa en el informativo de la una y media justo antes de salir corriendo para el colegio. De Vietnam a Guía en los primeros setenta, todo un salto al vacío, que para ellos y para nosotros se acabó convirtiendo en un cruce de culturas y costumbres que seguro que acabó enriqueciéndonos a todos sin que nos diéramos cuenta. Por lo menos en mi caso nunca he tenido la sensación de que el mundo le pertenezca a nadie por haber nacido en uno u otro lugar del planeta. Aprendí que el destino te podía llevar a Vietnam o a la Conchinchina, y que en ambos lugares uno tiene el derecho de sentirse como en casa. Hoy pasa algo parecido con los que vienen huyendo del hambre. El mundo también les pertenece, y dentro del mundo nuestro mundo, que es tan de ellos como nuestro mientras estemos vivos. No recuerdo su nombre, pero sí que contribuyó a hacernos más tolerantes, más sabios y más cosmopolitas. Nos sentíamos unos afortunados por no haber vivido lo que vivieron ellos. Hasta entonces pensábamos que las guerras sólo eran cosa de la tele, del cine o de la radio. Sus ojos y sus largos silencios nos enseñaron que las guerras se quedan para siempre en la mirada de quienes las sufren. Nunca quiso contarnos lo que le pasó.

Noviembre de 2006.

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