EN LA PIEL DE UN PAPAGÜEVO
Santiago Gil
Llego a Guía y escucho de lejos la música de los
papagüevos. Estamos a principios de agosto. Los papagüevos eran los que
anunciaban las llegadas de los días festivos, pero al mismo tiempo su
presencia era sinónimo de diversión y de presagios de buenos momentos.
Todavía hoy cuando me los encuentro bajando por la calle del Medio o dando
los revoloteos postreros y vertiginosos en las inmediaciones de la Iglesia
noto cómo el niño que llevo dentro trata de abrirse paso sobre la marcha
para unirse a la fiesta. Los papagüevos de Guía han tenido siempre un halo
mágico y descomunal. Eran más grandes y más llamativos que los de otros
lugares y vistos desde la altura de un niño impresionaban lo suyo. Los
guienses, acostumbrados desde pequeños a su presencia, los veíamos como
parte de nuestro paisanaje. Sin embargo, recuerdo a mis primos o a otros
niños que venían de fuera escondiéndose muertos de miedo entre las faldas
de sus madres cuando veían aparecer a las enormes presencias de madera y
cartón piedra. Lo bueno de los papagüevos de Guía es que siempre siguen
siendo más grandes que nosotros. Quizá por eso quedan a salvo de la
decepción que a uno le supone ir creciendo y encontrando que todo se le va
haciendo chico, pueril o poco divertido. A mí todavía me emocionan cuando
los veo danzar entre los niños y las calles de adoquines en las que llevan
bailando desde que yo era niño. Me emocionan y me ponen un nudo en la
garganta. También hacen el mismo efecto que la magdalena de Marcel Proust:
nos remueve el pasado y nos coloca delante amigos, recuerdos y situaciones
que creíamos olvidadas.
De niño había ritos que cumplir cada estación. Unas
veces tocaba ser monaguillo, otras andar como locos con las manos
manchadas de tinta y chiribitas haciendo alfombras por las calles, o ya en
septiembre tocaba vestirnos de típicos después de haber estado varias
semanas juntando maderas y cañas para preparar una carreta con la que
presumir durante unas horas delante de todo el mundo. Pero sin duda,
llevar un papagüevo era una de las grandes aspiraciones de los niños de mi
generación, sobre todo llevar un papagüevo pequeño o más correctamente un
cabezudo o cabezón. Nos podíamos tirar varias semanas haciéndole la pelota
a Suso el Maipó, a René Gordillo o a Dominguito para que nos dejaran el
cabezón con el que pasearnos por las calles del pueblo como unos héroes
paganos y unos elegidos. Los más galletones trataban de imponer su ley y a
veces no te quedaba más remedio que aliarte con alguno de esos abusadores
para por lo menos salir en un pasacalles. Las joyas de la corona
papagüevera eran la Cabalgata y la Batalla de Flores, además de La
Rama que entonces se celebraba la mañana antes de la Romería del tercer
domingo de septiembre. Estaban el enano, los cerditos y otros engendros en
cartón piedra que iban acompañados de ropajes pasados de moda, horteras y
deshilachados, que eran parte del encanto de aquella aventura y que además
nos acercaban a las calendas carnavaleras. Los papagüevos estaban en la
trasera del ayuntamiento, donde estaba instalado el mercado municipal que
creo que nunca vi funcionando más allá de una carnicería que había en la
parte superior a la que íbamos a buscar la carne los viernes por la tarde
(después nos dirigíamos al Callejón del Molino para que Lita nos diera los
cartuchos de gofio recién molido para toda la semana). Los niños estábamos
varias horas antes de que salieran los papagüevos haciendo cola en los
portones del callejón que estaba detrás del ayuntamiento, aunque al final
ya digo que solía imponerse la ley del más fuerte o las cuñas de los que
eran amigos de los encargados de distribuir los cabezones que acompañaban
a los papagüevos. Ese callejón tenía la particularidad de estar siempre
lleno de niños en los meses de colegio, y todavía me recuerdo corriendo
por él antes de las nueve de la mañana o de las dos de la tarde, o
tratando de superarlo cuesta arriba después de un día entero de colegio.
El resto del año, y sobre todo los fines de semana, apenas lo
transitábamos. No lo decíamos entonces, pero creo que era como una especie
de repulsa inconsciente a lo que suponía el colegio y a su inevitable robo
de la libertad y el callejeo que era nuestro mundo y nuestro único
escenario para la felicidad y la aventura. Incluso hoy apenas piso ese
callejón estrecho y pronunciado del que, paradojas de la vida, o más que
paradojas amnesias interesadas, no recuerdo ni siquiera el nombre. Más
paradójico aún es que los papagüevos pasaran adonde creo que hoy está el
tanatorio, y si no estaban ahí era justo al lado donde tenían su vivienda
improvisada cuando no nos acordábamos de ellos.
Yo tuve la suerte de conseguir el "cabezudo" que iba
con los papagüevos en más de una Cabalgata y en otros días que carecían
del mismo mérito que ese día grande y estelar para los que entonces no
teníamos otra intención en la vida que tratar de ser felices. Recuerdo,
además, que no hacíamos más que levantarnos todo el rato el cabezón de
marras para que nos vieran y nos reconocieran. Lo de menos era el
misterio: nosotros queríamos ser reconocidos y convertirnos en la envidia
de nuestros amigos cuando nos vieran moviéndonos donde los guardias no
dejaban entrar a nadie y abriendo el cortejo de las carrozas. Lo bueno de
la Cabalgata era que no había gente bailando alrededor de los papagüevos.
Los días de pasacalles, y no digamos en La Rama de septiembre, recibías
golpetazos por todas partes en el cabezón. y estabas más pendiente de
descubrir al malandrín que se divertía tocando los bongós sobre tu cabezón
que de pasártelo bien. Tiempos de papagüevos. Todavía hoy recuerdo los
sonidos de la banda de Agaete marcando los ritmos que íbamos danzando los
cabezones y los papagüevos. Mirabas y respirabas por la boca de un cabezón
repintado de cartón piedra, y les aseguro que el mundo pocas veces me ha
parecido más mágico y más lleno de diversión y de fantasía. Era un lujo
sentirte en medio de la fiesta y ser parte de la misma. Hoy, por mucho que
uno quiera mirar con idénticos ojos, ya no logramos esas intensidades y
esos fogonazos de diversión, y no son precisamente sonrientes y
despreocupados papagüevos lo que nos encontramos cuando alzamos la vista
hacia arriba confiando todavía en los milagros. Por eso nos aferramos
tantas veces a la infancia. Para intentar salvarnos.
Agosto de 2006.